martes 26, noviembre 2024
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Comercio y Justicia 85 años

La muerte de una vestal

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En la Antigua Roma fue practicado para “lavar”el peor género de los delitos sacros

Por Luis R. Carranza Torres

Ser una vestal en la Antigua Roma no era una cuestión menor. Seleccionadas de niñas entre las gens más influyentes de la ciudad, eran sacerdotisas dedicadas al culto de la diosa Vesta, hija de Saturno y de Ops y hermana de Júpiter, Neptuno, Plutón, Juno y Ceres. Símbolo de la fidelidad y protectora de los hogares romanos, nada menos.
Así como Vesta no era una diosa cualquiera, sus sacerdotisas tampoco. Practicaban el culto y vivían en un edificio especial al efecto, denominado Casa o Colegio de las Vestales, y su bienestar era un asunto público de primer orden, asociado a la propia supervivencia y seguridad de Roma. Eran sacerdotisas públicas a quienes sólo el Pontífice Máximo podía ordenarles algo, constituyendo la única excepción en el estamento sacerdotal romano, compuesto de hombres.
Originalmente dos y luego seis, tenían, para las mujeres de su tiempo, “grandes prerrogativas”, al decir de Plutarco, como testar aun teniendo pater, hacer todo género de negocios sin necesidad de tutores o llevar lictores cuando salían a la calle, como los cónsules. Y si en su camino se cruzaban con un condenado a muerte, al reo le era perdonada la vida, pero para ello era necesario que la vestal jurara que el encuentro había sido fortuito -no preparado-.
Juan Carlos Saquete, en su obra Las vírgenes vestales. Un sacerdocio femenino en la religión pública romana, destaca que tenían un lugar de relieve en la sociedad dado por la “…potencia de sus plegarias, cosa que las diferenciaba del resto de sacerdotes y magistrados”. Tal rasgo provenía del “estado físico de la virginidad” que debían mantener, que se suponía “colocaba a la sacerdotisa seguramente en otro plano, espiritual si se quiere, situado de forma privilegiada para la comunicación con las divinidades”.

Acrecentaba más dicha importancia el hecho de que, excluidas las mujeres de ordinario de toda vida pública, en los momentos críticos de peligro, por invasiones bárbaras, plagas o epidemias, se producía en la sociedad romana una inversión de roles, tal como lo señala Cid López en Las matronas y los prodigios: “…a pesar de su marginación de los asuntos cívicos, incluso de los cultos públicos, las mujeres actúan como salvadoras de la patria, superando peligros militares, y lo hacen recurriendo a la fuerza y protagonismo que se adjudicó a sus relaciones con unas diosas, cuyo culto estaba bastante alejado de las actividades femeninas convencionales. (…) es en ese momento de anormalidad dentro de la propia religión cuando las mueres actúan”.
Por eso, que una vestal incumpliera su voto de castidad resultaba en una conmoción social de proporciones. Y conllevaba un terrible castigo, cuyo espanto resulta palpable hasta nuestros días.
Tal pena era ser enterrada en vida, en el entendimiento de que ya que la vesta era asimilada a la tierra, no había mejor lugar que allí para expiar el grave crimen cometido por la sacerdotisa. No era tanto un castigo cuanto una restauración ritual de las buenas relaciones con Vesta, agraviadas por el acto; por lo que su trámite contaba con su correspondiente expiación o piaculum, consistente en súplicas, procesiones o sacrificios antes de ser finalmente materializado el castigo.
El “soterramiento” de la vestal se producía en la Porta Collina, justamente en la parte de la ciudad con el sistema defensivo más débil y a fin de fortalecerlo con su sacrificio.Después de su condena, la vestal culpable no volvía a tomar parte de tarea alguna del culto; el día de la ejecución le era quitada la banda o ínfula representativa de su estatus y era conducida al lugar de la pena.

Plutarco, en Vidas Paralelas, describe la terrible procesión de la vestal hacia su fin: “Tras introducir en una litera a la condenada, cubriéndola desde fuera y cerrándola totalmente con correas, de modo que no se pueda oír ninguna voz, la transportan a través de la plaza. Todos se apartan en silencio y la acompañan calladamente, llenos de impresionante tristeza. No existe otro espectáculo más sobrecogedor, ni la ciudad vive ningún día más triste que aquél. Cuando llega la litera hasta el lugar, los asistentes desatan las correas y el sacerdote oficiante, después de hacer ciertas inefables imprecaciones, la coloca sobre una escalera que conduce hacia la morada de abajo. Entonces, se retira él junto con los demás sacerdotes. Y, una vez que aquélla ha descendido, se destruye la escalera y se cubre la habitación echándose por encima abundante tierra, hasta que queda el lugar a ras con el resto del montículo. Así son castigadas las que pierden la sagrada virginidad”.
En esa habitación bajo tierra que iba a ser cubierta con tierra, se dejaba agua y alimento. Más que gesto de piedad, una perversa forma de prolongar la agonía hasta morir por asfixia o inanición.
Se entiende entonces por qué, de aquellas juzgadas a los largo de los siglos de la civilización romana, muchas prefirieron el suicidio luego de la condena a pasar por tamaña pena. A la par de resultar una muestra institucionalizada de la violencia contra la mujer.
Muy pocas, sólo tres, se salvaron de la enorme pena: Tuccia, Fabia o Licinia. No fueron indiferentes a eso los abogados que las defendieron. Pero ésa es ya otra parte de la historia.

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