Por Hugo Seleme (*)
Hasta la noche del sábado, Joaquín Paredes era sólo un adolescente de 15 años, que vivía en Puente Viejo, estudiaba en el colegio secundario Amadeo Sabattini, trabajaba en la cosecha de papas y pasaba su tiempo libre demostrando su talento natural para el fútbol o reunido con amigos. El policía que lo asesinó por la espalda agregó de manera brutal el último dato de su corta vida, el de ser una nueva víctima de la violencia policial.
El incesante goteo de jóvenes asesinados por la policía de la provincia sucede desde hace años. Joaquín es la última gota que, esperamos, colme el vaso. Pero este vaso repleto con la sangre de nuestros jóvenes parece que nunca se llena. No fue suficiente para colmarlo la sangre de Blas Correa, ni antes bastó la sangre de Fernando Güere, ni la de tantos otros.
El goteo no cesa y el vaso no se colma porque no hemos sido capaces de identificar a todos los responsables por estas muertes, y mientras la responsabilidad por los problemas permanezca difusa, lo mismo sucederá con sus soluciones. El primer paso para solucionar un problema es identificar a los responsables de causarlo. La dificultad en el caso de la violencia policial es que los tipos de responsabilidad son múltiples y algunos permanecen ocultos, invisibles e inalterados.
El primer tipo de responsabilidad, más evidente, es de carácter individual. Esta responsabilidad recae sobre el policía que causó la muerte. Identificar a quienes ejecutan los actos violentos y evitar que eludan el accionar de la justicia es fundamental. Los intentos de encubrir estas ejecuciones como si se tratasen de enfrentamientos se han vuelto cada vez menos exitosos. El actuar responsable de los fiscales y la mirada atenta de la ciudadanía han contribuido a que este primer tipo de responsabilidad se vuelva visible.
Cuando los casos de violencia policial son aislados, la responsabilidad individual basta, y no hay ninguna responsabilidad adicional que buscar. Sin embargo, cuando los casos se repiten, la responsabilidad individual no es suficiente. Aquí es necesario encontrar no sólo a los policías responsables sino también al responsable de que existan tantos policías dispuestos a disparar contra jóvenes indefensos. Las prácticas policiales autoritarias, transmitidas de un policía a otro, y el modo en que los policías son seleccionados y educados forman parte del problema. Existe aquí un segundo tipo de responsabilidad, de carácter institucional. La institución policial, el modo en que se encuentra organizada la propia fuerza, es lo que explica que la violencia no sea aislada sino recurrente.
Cuando los casos de violencia policial no sólo son recurrentes sino que además se prolongan en el tiempo, es decir cuando la violencia además de recurrente es persistente, existe una responsabilidad adicional. Ésta recae sobre el Gobierno que, o bien no ha sido lo suficientemente diligente para identificar las causas institucionales, o bien no ha sido lo suficientemente eficiente para corregirlas. El Gobierno, que diseña las políticas de seguridad, es responsable de que la institución policial tenga los rasgos que propician la violencia. Si estos rasgos permanecen durante una gestión gubernamental, existe un tercer tipo de responsabilidad de índole política.
Cuando los casos de violencia policial son sólo recurrentes y persistentes, la responsabilidad individual, institucional y política, basta. Sin embargo, si la violencia no sólo dura el tiempo de una gestión gubernamental sino que permanece inalterada, aunque los funcionarios elegidos democráticamente cambien, la violencia además de persistente es enraizada. Cuando la violencia está enraizada, porque gobiernos democráticos sucesivos no han alterado las condiciones estructurales que la generan, la responsabilidad es de la ciudadanía que los elige. El carácter enraizado de la violencia policial muestra que existe una ciudadanía que no está dispuesta a castigar con su voto a quienes no han solucionado el problema. Existe aquí una responsabilidad social.
El goteo de muertos a manos de la policía cordobesa no cesa porque la violencia ejercida por el policía que jaló del gatillo, además de individual, es recurrente, persistente y enraizada. Cuando sólo un joven es asesinado por la policía, el responsable es simplemente quien disparó. Cuando los policías asesinos son muchos, la responsabilidad es también de la institución policial. Cuando los asesinatos caen como gotas durante toda una gestión, la responsabilidad es de los funcionarios gubernamentales. Pero, cuando los asesinatos de jóvenes a mano de policías son gotas incesantes que caen en un vaso que nunca se colma, la responsabilidad es nuestra.
La sangre de Joaquín será la gota que colme el vaso, si el policía que disparó va preso, si la institución policial revisa sus prácticas autoritarias, si el Gobierno adopta políticas de seguridad que garanticen que la policía sea quien vele por la seguridad de nuestros jóvenes en lugar de transformarse en una amenaza mortal y, fundamentalmente, si los ciudadanos de Córdoba dejan de creer que la seguridad pública puede ser alcanzada disparando a inocentes por la espalda.
(*) Profesor Titular de Ética de la Universidad Nacional de Córdoba. Investigador Principal del Conicet
Si los ciudadanos continuamos votando, a quienes han demostrado no resolver los problemas, pareciese que estuviésemos ante un generalizado “síndrome de Estocolmo”, enfermedad adictiva que amarra a las víctimas con sus victimarios. La pregunta indefectible es: Cómo salimos de la sempiterna pescadilla que se muerde la cola?
La salud mental y la educación son un bien muy escaso en tiempos de desintegración, en los que “sálvese quien pueda” es casi lo único prevalente.
La luz al final del túnel sigue siendo educar,educar, y educar.