La disgregación en pedazos del continente de los mil colores

Durante su discurso de toma de posesión como presidente de Estados Unidos, Abraham Lincoln afirmó, en marzo de 1865: “La democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”.

Lincoln estableció el rol preponderante de las minorías parlamentarias como límite y contralor de las mayorías -tentadas por discursos hegemónicos- que están llamadas a ceder el paso y sumarse a las transformaciones estructurales y las necesidades de bienestar y convivencia más apremiantes de la sociedad. Demandas generalmente olvidadas por quienes ejercen el poder.

Los cambios políticos que se plantean en esta etapa del proceso democrático generan -a veces- un real consenso político y social rubricado por el voto popular. La elección transforma ese consenso en un mandato o pacto histórico que implica, entre otras cuestiones, cambiar las formas y estructuras del Estado y los procedimientos y dinámicas de la realidad nacional, las instituciones gubernamentales y la organización de la convivencia. Con el modelo neoliberal vigente, la convivencia ha degenerado en la poca partición de la sociedad y una organización disfuncional en función de las leyes que el mercado impone, limita y arrastra a la pobreza a los sectores más débiles de la población.

En cada elección, millones de personas aprueban los cambios propuestos. Ésa fue, desde siempre, la conclusión en democracia entre la diversidad y pluralidad de personas individualmente motivadas en la búsqueda de otro país posible.

Participan en ello grupos y partidos políticos que oscilaron a lo largo de la historia desde la centro-derecha hacia la izquierda; movimientos sociales de centenarias resistencias, como la de los pueblos indígenas; grupos de víctimas con alta significación y en reconocimiento de la tragedia soportada a causa de una sociedad enferma por la política de muerte incubada por el poder y el capital, y otros tantos movimientos emergentes de jóvenes, diversidades, mujeres, ambientalistas, feministas, estudiantes, campesinos.

Hay urgencia en cambiar este país, como solía proponer Guillermo O'Donnell. Ése es el mandato que la población le encarga al gobierno; y espera que confluyan en la idea, promesa y necesidad de vivir con dignidad su capacidad y potencia de cambio.

Por esa razón hay que evitar las trapisondas del poder, ejercido desde un siempre amañado conservadurismo que sólo busca mantener sus privilegios de clase y que usa el poder punitivo del Estado en beneficio propio.

América Latina es un ejemplo acabado de ese comportamiento político. Las sonrisas y abrazos de las campañas electorales pronto mutan en negociados espurios, expulsión ilegal de los dueños de la tierra y bandas armadas que cuentan con la protección del poder.

La democracia, solía enseñar Carlos Sánchez Viamonte, debe presentarse desnuda, sin corazas para convencer con propuestas abiertas y decisiones de consenso, en defensa del orden jurídico positivo y en la supremacía, defensa y vigencia de la Constitución.

Esa tarea debe llevarse a las calles mediante discusiones sobre las posibles reformas en curso, porque en su naturaleza tienen un origen político, no técnico ni jurídico; ni pueden caer en la maraña dilatoria de los expertos o los interesados en particular, que entienden el derecho constitucional con la lógica de un sastre de primera agua.

La exposición y consideración pública de las propuestas de reformas sustanciales de algunos gobiernos tienen una visión de derechos humanos y principios de la exoneración definitiva de la desigualdad. La vía contraria tiene justamente en la negación de la dignidad y la existencia de la desigualdad como base de unidad de los sectores tradicionales, formado por quienes se sienten fuera del poder y se agrupan por ser ellos.

Por eso, “la gente de bien” busca con urgencia asumir el control total de los resortes del poder y retrasar todo proceso de cambio.

Su "no" a los cambios es el conector que los une; está en la base de la negación de su responsabilidad en los conflictos que ha padecido nuestro continente.

El intento de golpe de Estado contra el presidente Luiz Inácio Lula da Silva nos exime de todo comentario. Como la emigración forzada de los ideólogos del levantamiento, que han logrado protección en las autocracias de Asia y África.

El sociólogo colombiano Manuel Humberto Restrepo Domínguez, con la mirada puesta en la tragedia de su país, advierte: “La urgencia de los cambios convoca a conocer, tratar y apoyar las reformas. La urgencia del No parece convocar desde múltiples lugares (reservistas, congresistas en oposición, centro democrático y Álvaro Uribe mismo, taxistas de Ospina, camioneros y ‘antipetristas’ entre otros) unidos por mismo fin salido del centro democrático a la desobediencia civil algunas veces, otras a la insurrección, también al levantamiento e inclusive a la violencia directa e inmediata. El congresista Polo-Polo del centro democrático, hábil en la procacidad, parece llamar a una insurrección que por investidura, sería un delito de traición, y en similar situación podrían estar algunos grupos de reservistas sujetos al mando de generales que en la campaña presidencial anunciaron que no permitirían ‘la amenaza de destrucción del sistema democrático como impunemente pregona el candidato de la extrema derecha radical”.

Restrepo Domínguez destaca que a este eco parecen sumarse “casualmente” las voces “apocalípticas y de intimidación” de los responsables de dirigir las instituciones del control y la justicia, como la Fiscalía General de la Nación, la Procuraduría General y la Defensoría del Pueblo, que como uno solo influyen percepciones contrarias a los cambios. “Mientras tanto, Uribe en persona marcha contra el alcalde de Medellín al grito de no más corruptos ni ladrones, coincidiendo en señalar que la democracia está en riesgo y su statu quo en peligro”, agrega.

Nuestro continente enfrenta un peligro magno. El de una guerra civil de magnitud internacional.

La derecha ya ha manifestado su poder de fuego y sus mentores -como en Brasil- movilizan bandas armadas que responden al bolsonarismo que, según nuestras fuentes, han logrado acuerdos con el Comando Vermelho.

Éste, la mayor organización criminal de Brasil, dedicada a narcotráfico, extorsión, robo, secuestro y sicariato, fue fundada en 1979 por Rogério Lemgruber, en la prisión de Ilha Grande (Rio de Janeiro), formando un grupo que incluía desde convictos comunes a miembros de la Falange Vermelha (Falange Roja) para luchar contra la dictadura militar de entonces.

Durante la década de 1990 fue la organización criminal más poderosa de Rio de Janeiro y ha recuperado centralidad durante el gobierno de Jair Bolsonaro.