jueves 19, diciembre 2024
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Comercio y Justicia 85 años

La conducta lesiva como fundamento del reproche penal

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Por Carlos R. Nayi (*) 

Los principios que inspiran la aplicación de la normativa penal circunscriben su incumbencia a las acciones u omisiones que se exteriorizan a partir de los comportamientos desplegados por el individuo, imperando una zona de restricción en cuanto a la intromisión de aquellas conductas que se mantengan en el ámbito de su intimidad. 

Toda responsabilidad penal es por hechos o por actos y no por un estado o situación, principio preambular que prevalece en un derecho penal de culpabilidad por el acto y no de autor. Estas consideraciones preliminares apuntan a excluir toda pretensión de legitimidad respecto de lo que se conoce como el Derecho Penal de Autor, doctrina que vincula la sanción punitiva con la personalidad del autor del injusto cometido. 

Como bien dijo el maestro Antón Oneca: “El concepto de acción es central en la teoría del delito: el hombre no delinque en cuanto es sino en cuanto obra”. El derecho penal contemporáneo precisamente desde su  raíz misma se inspira  en el principio de legalidad “nullum crimen, nulla poena, sine lege praevia”, consagrado con jerarquía constitucional en el art. 9 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH) y en el art. 18 de la Constitución Nacional, en consonancia con el dispositivo del art. 19 del mismo cuerpo legal; esto es, el principio de culpabilidad, por lo que la viabilidad de todo reproche legal, en cuanto a respuesta punitiva se refiere, sólo será admitido en la medida en que el agente opte por transgredir la norma,  alejando su comportamiento del orden jurídico preestablecido. Doctrinariamente la posición dominante aparece inconmovible desde que se castiga la acción desplegada conforme la tipificación del hecho punible, independientemente del grado de peligrosidad del autor y de sus características personales. 

Cualquier persona puede ser alcanzada por la investigación de un hecho delictivo; sin embargo, los efectos de la persecución penal frente a la afectación de un determinado bien jurídicamente protegido generará consecuencias en función de la acción positiva desplegada o bien la conducta omisiva que genere un resultado dañoso. 

Desde otro costado, el principio de personalidad de la pena fortalece la postura dominante desde que aparece como una derivación razonada del principio de legalidad, escenario en el que todo sujeto será responsable por su comportamiento y no por el de terceros. El derecho penal de autor enarbola la más grosera de las arbitrariedades a la hora de interpretar el poder punitivo del estado, desde que el espíritu de esta doctrina tiende a captar personalidades y no el acto en sí mismo, castigando determinadas cualidades personales por sobre la persecución y sanción de acciones en conflicto con la ley en vigencia. 

No se sanciona desde esta perspectiva la acción de matar sino ser un asesino, escenario donde se volatiliza el sentido de inversión del Derecho Penal, coronando desigualdades irritantes que en un Estado de derecho jamás deben admitirse, en la medida en que se priorice evitar la afectación al orden jurídico y social establecido por sobre las características personales del autor. Jamás la personalidad del agente transgresor puede válidamente ser suficiente para habilitar la aplicación de una pena. 

Es el derecho penal de acto el que termina honrando una premisa jurídico penal sagrada, donde la respuesta punitiva que alcanza al sujeto actuante aparece como correlato irremediable de la acción prohibida llevada a cabo. El encuentro conciliador entre lo justo y lo legal obliga a considerar la necesidad de evitar la pervivencia de un derecho penal de autor; de no ser así, perderíamos en la historia los enormes esfuerzos realizados para limitar el ejercicio arbitrario e irracional del poder de castigar, atentando peligrosamente contra un cuerpo de garantías procesales de raigambre constitucional que resguardan la libertad de los ciudadanos. 

Jamás puede ser saludable considerar nuevas hipótesis de pena tomando como punto de referencia, para habilitar la sanción, condiciones personales, características estructurales o historias personales. Aceptar lo contrario importa consagrar una irritante situación de injusticia, puesto que el fundamento de la pena se apoyaría indefectiblemente sobre situaciones extrañas o bien anteriores a la acción prohibida, lo que confronta con elementales garantías constitucionales y tratados internacionales suscriptos por nuestro país. 

No se puede caer en el riesgo de abordar posturas regresivas, puesto que asumir como alternativa válida esta salida implica avanzar en desvaríos que atentan contra las libertades de los ciudadanos, desnaturalizando el sentido y la efectividad del sistema penal. 

Son los jueces los custodios de la vigencia de la supremacía constitucional y desde esta óptica es necesario fortalecer un sistema donde sólo las acciones humanas, como elemento sustantivo del delito, constituyan el ingrediente necesario para ejercitar el orden punitivo, alejando el peligro de aniquilar la exactitud de los tipos legales. 

Debe desterrarse la persecución penal basada en la responsabilidad social fundada en la peligrosidad, prevaleciendo la absoluta protección de la reserva de las personas, desde que el fundamento de todo reproche penal gira en torno a la conducta lesiva perpetrada en contra de un bien jurídico protegido, cuya individualización legislativa se encarga de delinear los contornos del abanico punitivo que se fija dentro de los límites mínimos y máximos, sin perjuicio de ponderar los criterios que puede utilizar el juzgador para mesurar la pena de conformidad a los elementos de proporcionalidad en orden a la infracción verificada.

(*) Abogado

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