“Los pueblos, los hombres se enfrían por ausencia de espíritu, pero estamos nosotros con pedernal y yesca, con melodía y cantares, poemas y reflexiones, altos desvelos y sueños de todo tipo, para entibiar las horas de aquellos que no quieren congelarse todavía”
Atahualpa Yupanqui
Por Ana Luisa De Maio*
El deber ser del Estado parece haberse perdido en medio de teorías foráneas – absorbidas por algunos de nuestros estudiosos pretendiendo prestigio comprado– intentando invadirnos so pretexto de la mundialización de parámetros y políticas correctas globalizadas.
Los intelectuales y hacedores rebelados -agentes patológicos no deseados, según el mote de aquéllas- pretenden ser excluidos de una sociedad que ha sido enseñada a no querer oír lo que sabe son realidades, obligándolos a transformarlos y contenerlos en un docto ghetto.
Agua y pan para que no muera la esperanza, pero no más para que no resurja como un grito llameante y desde el fondo de los pueblos.
El poder “ser” impone procurar un ambiente cálido, sólido, con convicción para el hacer por uno y por los demás. Una sociedad transformada en comunidad, en unidad común: indispensable requisito de Nación. La necesaria reconciliación no implica el olvido.
Olvidar el pasado para enfrentar el porvenir nos situará seguramente en el camino errado. Atreverse a dejar la necedad es condición ineludible en la construcción de un futuro mejor, visto este presente basado en héroes incorruptibles, que -de todos modos y por estas épocas, pretenden desmerecerse con anécdotas fatuas y serviles- convertidos en estatuas y monumentos a la desolación y el abismo social.
Nuestro destino depende de que asumamos las consecuencias de nuestros actos. Hacerlo nos envuelve en una constante, pesada y profunda reflexión. Hurgar en sus objetivos, observar, analizar sus consecuencias, ayudaría especialmente a aprender.
Solidificados y envueltos en una comprensión adquirida quizás, podamos llegar a entender, explicar, y mirar hacia adelante: volver a re-conocernos como argentinos y, sin olvidar, a no perecer como conjunto.
Revisar nuestra historia no es simplemente un ejercicio de memoria e intelectualidad. Implica accionar conforme a ella, detenernos en los hechos que nos llevaron a semejante desigualdad, que no por mundial, es menos humillante para nuestro pueblo. Si lo hacemos, podríamos ser, sin lugar a dudas, el país que deseamos y necesitamos: con diferencias pero sin “antis”.
Sin embargo, todavía, jactándonos de integrar el devenir olímpico, criticamos y aplaudimos, defenestramos o ensalzamos, encontrando todos los defectos o ninguno. Nos preguntamos quién podría soportar un país así. Un país lleno de blancos y negros porque no admite los grises.
Actuemos, entonces, que “si amaestrase el búho al águila no la sacaría a desafiar con su vista los rayos del sol ni la llevaría a los cedros altos, sino por las sombras escogidas de la noche y entre los humildes troncos de los árboles”.
Debemos asumir que nuestra libertad no es absoluta. Que el ejercicio de ningún derecho lo es, excepto la libertad íntima, la de pensamiento, el de nuestra intimidad. Todo aquello que supere las barreras de nuestro propio ser y los traspase, provocando consecuencias hacia los demás, es limitado. Es de natural derecho y nuestro orden jurídico así también lo expresa.
Somos personas libres, respondiendo a nuestra propia conciencia, y actuando como tales. Sin embargo, dejar de mirarnos sólo a nosotros mismos y empezar a vernos en los demás no nos resulta tan fácil. Es allí, en nuestro movimiento personal dentro de una sociedad, interdependiente de otros, donde se comprende que en el campo colectivo, esa libertad se atenúa y se modifica.
El sociólogo, historiador y filósofo alemán Hans Freyer lo consiente con sus palabras. Afirma que el hombre como sujeto participa activamente de la realidad que quiere conocer, porque forma parte de esa sociedad.
Los productos sociales están hechos con nuestro cuerpo, con nuestra alma, y con nuestro destino, por lo cual todos los movimientos pasan por nosotros. Asegura que vamos hacia un mundo prefabricado que encaja a los seres humanos dentro de la estructura del trabajo, reduciéndolos a una civilización dirigida. El hombre se ve, entonces, desligado de sus condiciones naturales y deja de ser considerado en su integridad. “La virtualidades y las fuerzas morales y espirituales que apliquen los hombres, decidirán nuestro porvenir, sea una vida para siempre ajena a la creación, sea una nueva época para la humanidad”.
Queremos, necesitamos, exigimos un país pacificado, un país nuevo, sin tantos agravios escondidos y en avance continuo. También esto nos procurará cierta sensación de bienestar. ¿Podríamos acaso hacerlo sin tener en cuenta las consecuencias económicas, sociales y políticas? Seguramente no. ¿Será ese renacer al que temen los detentadores del Poder? ¿Será que eludimos nuestro nacimiento? El Ser que plenamente quepa en nuestro hacer con el otro, para el otro y para nosotros, nos alcanza a todos: a nuestro grupo de pertenencia, nuestra gente, nuestras regiones, la familia, la nación como tal y al conjunto de las naciones como mundo.
Si nos entrometemos en la consecución del bien ajeno, concretamos el propio y así el general. Forma parte de nuestra obligación y mucho más de la responsabilidad de las autoridades políticas, que asumieron y juraron sentar las bases y condiciones que hagan posible el desarrollo integral de las personas. Igualdad, equidad, libertad, confraternidad. ¡Tanta teoría! ¡Tantas palabras! Ninguna sirve para explicar y entender que no hace falta tanta agua para disminuir la sed. ¿Si probamos con un poco de re-conocimiento y respeto?
Victor Massuh explota en su párrafo y abofetea con sus palabras y su genio: “Los argentinos debemos desoír los llamados de la imitación porque engendra una mentalidad parasitaria que vive del pasado, aferrada al presente con temor y que depende del esfuerzo de los otros. Es la actitud de aquel empresario que nada emprende sin el subsidio del Estado (…); la del burócrata apegado a un puesto que vive epidérmicamente; la del estudiante que exige facilidades porque perdió el sentido de la autoexigencia intelectual. Es la actitud del sindicalista convertido en el profesional de un pedir y pedir que la sociedad no puede satisfacer.
Es la del profesor anquilosado que repite la lección antigua; la del intelectual detenido en el cultivo anacrónico de ideas que no sólo perdieron vigencia en el mundo sino que ya no son útiles para su propio país; la del político que a la hora de asumir la democracia, la vive como una máscara o como un palabrerío gritón y enconado que causa decepción y fatiga. Frente a una Argentina parasitaria e imitativa, que vive del trabajo ajeno, se halla la Argentina creadora que se alimenta de su propio esfuerzo.
Por supuesto, esta última existe. Se puede seguir su aliento en la vida callada de la sociedad civil. Recordemos que fue un compatriota quien enunció el concepto filosófico de libertad creadora, Alejandro Korn. (…)
En un sentido argentino, la libertad creadora -vendría a decir Korn- es voluntad, acción, afirmación nacional, énfasis en un ethos comunitario; es vocación de arraigo, originalidad, espíritu de aventura, búsqueda de lo nuevo, afán de conquistar y no de pedir, de enfrentar adversidades y no de rendirse ante ellas, intrépido empeño en no ser imitadores de valores ajenos sino forjadores de los propios. Quizás no haya síntesis mejor para expresar el contenido de una joven voluntad argentina: libertad creadora.
Ella define la actitud en la que debemos ahondar para luchar contra las tentaciones del escepticismo, la rutina y la parálisis. Acaso no sea otra la clave que pueda llevarnos de la crisis a la esperanza”.
(*) Contadora pública-abogada, docente de las Facultades de Ciencias Económicas y Derecho UNLZ. Coautora del libro Gestión Pública. Grupo Editorial 20XII.