domingo 22, diciembre 2024
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Comercio y Justicia 85 años

La actualidad del Martín Fierro y su autor

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La celebración del Día de la Tradición parece ser uno de esos recordatorios pasados de moda. Pero nada más erróneo, aun en estos tiempos de globalización. La esencia perdura y contribuye a no perder la identidad.

Por Luis R. Carranza Torres / Ilustración: Luis Yong

Se trata de la fecha, entre los recordatorios públicos, que puede parecer más pasada de moda. Es la menos entendida y una de las más necesarias en nuestra actual coyuntura. Es que frente a la crisis de identidad global, la identidad nacional cobra su necesario protagonismo.

Poseer una identidad colectiva propia y particular es un bien social precioso. Tanto o más que tenerla a nivel personal. En ella se atesora la continuidad misma de nosotros como sociedad organizada, tal como nos vemos. Somos cordobeses porque nos sentimos cordobeses. Somos argentinos porque nos sentimos tales. Y en uno y otro caso, la causa de ese sentimiento son los valores y prácticas culturales que tenemos en común. Aquel mínimo común denominador en todos, que nos permite reconocernos como parte de una misma comunidad. Sin que ello obste a todas las diversidades, matices y distinciones que podamos presentar hacia dentro. No olvidemos nunca que nuestra pluralidad es también un signo común de identidad.

La propia identidad no se contrapone a la universalidad. Somos una parte de ese todo, pero nunca debe olvidarse que uno se integra allí desde su particularidad. Valemos y se nos reconoce sólo por aquello que sumamos al conjunto humano. No por los afanes en parecer lo que no somos o por pretender pasar por lo que son otros. Conductas éstas que en la inmensa mayoría de los casos terminan en posturas tan grotescas como caricaturescas.

Lo valioso de la tradición, bien entendida, es el resguardo de ciertos valores, la permanencia en el tiempo de ciertas conductas, que nos enlazan con aquellos que pasaron y nos unirán a quienes están por venir. No es un tipo de ropa ni determinada música, ni muchos menos uniformidad. Es mucho, muchísimo más que eso.

Y si de tradición hablamos, nunca la obra del Martín Fierro -emblema literario de identidad argentina- ha sido más actual, como reflejo de nosotros mismos, que en nuestro presente. Una actualidad que, quizás con ciertos vaivenes, nunca perdió desde su misma publicación. Acaso por eso sea lo que se denomina tan formalmente como una obra “clásica”. Merecidamente, por ello, el día del nacimiento de su autor fue instituido como Día de la Tradición.

¿Qué es lo que hace que un turco, un sudafricano, un polinesio lean el Martín Fierro? ¿Por qué se estudia el texto de don Hernández en universidades a lo largo y ancho de nuestro mundo? Se lee porque, además de haber captado esa “argentinidad” nuestra, expresó también lo que ella tiene de universal. Esa parte de lo que somos, que nos integra, con nuestras particularidades y bemoles, en el conjunto de la especie humana.

Y su autor, José Rafael Hernández y Pueyrredón, es claramente  el “antiBorges” del presente. Por obvias razones temporales, ni se lo propuso ni lo fue en vida. Pero hoy, claramente así resulta en la panorámica de la cultura argentina.

Uno y otro comparten haber escrito obras universales. Pero, a diferencia de Borges -más universal de los escritores argentinos, o quizás, el más argentino de los escritores universales-, José Hernández fue acaso de los pocos que pudo universalizar su argentinidad.

A la cuidada educación de Borges, de cara a Europa, Hernández le contrapone su formación autodidacta, anclada en la realidad del país.

A la vida sedentaria de Borges, Hernández contrapone su vida de acción. Tuvo que vestir el uniforme militar y tomar parte en campañas y combates, destacándose en la batalla de San Gregorio, en 1853, contra las fuerzas de Hilario Lagos.

Las diferencias también asoman en lo personal. Borges fue un empedernido soltero toda su vida, aun habiéndose casado dos veces, fue hombre de muchos amores y no dejó descendencia. Hernández tuvo un único amor y pasión, Carolina González del Solar, una bella paranaense con quien se casó y tuvo siete hijos.

Hernández fue un contestatario en su vida pública pero un conservador en cuanto a su vida de familia. Borges fue un conservador en su vida pública y un agitador en su vida privada. Ambas clases de divergencias suelen suceder, y más de lo que usualmente tiende a creerse.

Uno pensó una cultura federal, con el ámbito rural como su escenario privilegiado. El otro se centró en los tópicos, fetiches y signos culturales de la ciudad de Buenos Aires.

Tanto uno como otro encarnan la tensión de polos existentes desde siempre en nuestra cultura nacional, transversal a todas las artes y géneros. Compartidos o no, valiosos o disvaliosos, ambos son parte del alma cultural argentina. No puede prescindirse de ninguna de tales visiones si pretendemos estar enteros. Pero cuesta. Y mucho. Y, en no pocas ocasiones, hacerlas convivir.

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