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Juicio a un uxoricida

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Un proceso que conmocionó y dividió una sociedad. Por año y medio, dentro y fuera de tribunales se debatió sobre aquella infausta noche.

Por Luis R. Carranza Torres

No acababa de cumplirse un día de su crimen y apenas había principiado su instrucción penal formal, pero muchos ya habían emitido su juicio. Al prelado de la iglesia Catedral encargado de certificar el entierro de la víctima no le quedaba duda de cómo había ocurrido todo, en esa infausta noche anterior. Y lo puso por escrito, en la respectiva partida parroquial, que Víctor Ramés reprodujo en uno de sus interesantes trabajos: «En el año del Señor de 1870 a catorce de Diciembre, el Ayudante de Semana, sepultó en el cementerio público de esta Ciudad, con oficio de rito menor rezado, al cuerpo mayor de Dª Rosario Ortiz, esposa de D. Zenon La Rosa, que ha sido asesinada por éste en la madrugada de hoy, de 52 años. Y para que conste lo firmo yo el Cura Rector más antiguo. José Andrés Vásquez de Novoa.»

La suya no era una idea en solitario. La mayor parte de Córdoba pensaba igual. Conocían a Zenón La Rosa por su carácter pasional y celoso. Extremos que lo habían llevado, en la noche del 13 de diciembre de 1870, a presentarse imprevistamente en la casa donde habitaba Rosario Ortiz, su esposa, luego de separarse de éste, y tras una conversación que cobró inusitada intensidad, apuñalarla hasta hacerle perder la vida. Todo ello ocurrió en una vivienda  de abolengo, situada en la por entonces denominada calle Constitución, hoy Rosario de Santa Fe, casi frente al Hospital San Roque.

La instrucción de la causa corrió por cuenta del juez del Crimen Severo Ríos. Fue un expediente llevado entre el espanto y el chismerío de media ciudad. El imputado era una figura representativa del comercio local. Su víctima integraba una de las familias de renombre en la Córdoba de ese tiempo. Ya fuera por los personajes, el modo en que sucedieron los hechos o su resultado, el asunto daba para el comentario público.
Visto desde nuestros días, el caso también conserva interés. La muerte de doña Rosario, en los cánones actuales, sería a todas luces un feminicidio. Claro en que esa época el término estaba lejos de usarse. Sólo más de un siglo después, en el marco del Tribunal Internacional sobre los Crímenes contra la Mujer, en Bruselas de 1976, el vocablo comenzaría a usarse, muy de apoco, en el ámbito de lo jurídico.

En su tiempo, y por fuera del expediente penal, se tejieron mil historias y se echaron a correr cientos de versiones. El morbo y la curiosidad pública por esta historia de celos terminada en muerte dispararon la imaginación de muchos. La ciudad se dividió en dos, compadeciéndose o lapidando al reo desde la lengua. Personalidades tan influyentes como el político y periodista Emilio Sánchez lo entendían «más infortunado que delincuente». No fueron pocos los que pidieron clemencia a su respecto.

Desde el vamos la defensa alegó que su carácter lo colocó en un estado que le impedía pensar y comprender lo hizo. Pero el detalle de haber llevado consigo un cuchillo escondido entre sus ropas desmerecía tal planteo. A la consideración de muchos, el diario de la familia de Rosario Ortiz se sumó en el pedido de una ejemplar «vindicta pública».  Cerrada la investigación penal, el fiscal de la causa, doctor Leopoldo Román, solicitó en su planteo respecto a la condena a imponerse, la pena de muerte vigente por entonces en el Código Penal adoptado en la provincia, respecto de este tipo de homicidio entre cónyugues. Por entonces, frente a la demora del Congreso en sancionar un código penal único para todo el país, las provincias conservaban su potestad de tener el suyo. Luego del fracasado el proyecto Tejedor, en 1864, Córdoba había tomado para sí el propuesto por el jurista local Ugarriza. No sería hasta 1886 que la Argentina unificaría su ley penal.

La pena capital fue la condena impuesta. Se la apeló en dos instancias, siendo confirmada en ambas. No fueron pocos los que pidieron clemencia, pero el tenor del hecho había blindado la compasión de muchos. Se entendía, a la usanza de la época hispánica, que «quien tal las hace, que tal las pague».

No era la primera condena a muerte que se pronunciaba en los tribunales cordobeses. Pero existía una costumbre no escrita por la cual, cuando se aplicaba, luego el gobernador la conmutaba por la de reclusión perpetua.

En el tiempo de la condena a Zenón La Rosa desempeñaba la primera magistratura Juan Antonio Álvarez de las Casas. Hombre vinculado, como La Rosa, con el comercio local. También llevaba los bemoles de lo penal en su genealogía. Su padre,  Francisco Xavier Álvarez y Arias, había sido alguacil mayor de la ciudad. Una especie de jefe de policía de los tiempos españoles.

Aun cuando varias cofradías y hermandades religiosas solicitaron el perdón, el gobernador no conmutó la sentencia y puso el «cúmplase» bajo su firma. Es así que a un año y medio del hecho se hallaba firme la condena del reo. Tomás Garzón, por entonces ministro general, quien daría un año después forma al Banco de Córdoba, pasó entonces nota formal a la Santa Hermandad de Caridad, que en la época tenía la misión de asistir y consolar a los reos de muerte; en ella ponía en su conocimiento que el reo Zenón La Rosa entraría en capilla el sábado 27 de abril de ese año de 1872, para luego ser fusilado el día lunes 29 a las once y media de la mañana, autorizándola para hacerse cargo del cadáver luego de «haberse hecho justicia».

Como veremos la próxima semana, esa ejecución despertaría tanto o más sentimientos y polémica que el propio juicio.

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