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¿Jair Bolsonaro, la encarnación de Dios en Brasil?

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 Por Silverio E. Escudero

“Dios no tiene ese historial de Estado laico, no. El Estado es cristiano y la minoría que está en contra, que se mude […] las minorías tienen que inclinarse ante las mayorías.”
Jair Bolsonaro

Otra vez debemos recurrir a André Malraux, el primer escritor de su generación que fue capaz de edificar su propio mito, tras una vida de aventuras que lo hizo protagonista y testigo de los hechos más trascendentales de su tiempo. Personaje que habría profetizado que el “Siglo XXI será religioso o no será”. Expresión que, con sorna, se encargaba de descalificar, diciendo cómo podría haber dicho “tamaña pavada porque del siglo XXI yo no sé nada.”
Desde comienzos de la civilización, enseñaba Malraux, la intrínseca relación entre lo político y lo religioso ha marcado a fuego la historia de los pueblos. Esa interacción, esa alianza espuria, fue responsable de guerras y tragedias humanitarias de un espanto inenarrable.
Ninguna de las religiones (fue) es inocente a pesar de sus mensajes cuajados de piedad o hipocresía.
Sus dioses y estatuas son el fiel de una balanza que representa el exterminio del diferente. Y en sus libros sagrados se encuentra la justificación de la crueldad de sus cortes sanguinarias.
Los escribas, desde la invención de la escritura, han dejado testimonios de conductas criminales de generales, reyes, emperadores y autócratas que creían estar imbuidos de atributos imaginarios que les permitían competir con los propios dioses. Por otro lado, la casta sacerdotal, rodeada de su manto de magia y superchería, mostraba su fortaleza pretendiendo adivinar el futuro y ser faro que ilumina la elección del rey, que someten a su autoridad divina.
Todos los continentes han sido testigos de esa locura mística. América Latina no escapa a esa matriz de naturaleza irracional. Hacer un relevamiento nos llevaría horas.

Quizás el método más eficaz, a modo de síntesis, sea anotar las “órdenes de Dios” que generaron exterminios masivos de naturaleza étnica, religiosa y/o política. Cuestión que configura la amenaza del hombre a “la vida del prójimo para que pase desapercibida o sea convenientemente minimizada por nuestra conciencia”.
“Este sesgo de apreciación se puede también deber al lavado cerebral que hacen las técnicas de informática y comunicación en nuestras mentes. Los que vivimos en el hemisferio occidental hemos estado sometidos a programas y escenas televisivas y cinematográficas, acomodadas a los intereses norteamericanos.
De niños, la pantalla nos ofrecía la matanza de indígenas, realizadas por vaqueros, alemanes y asiáticos, por militares gringos (…) Crecimos creyendo que los victoriosos eran buenos y las víctimas malas. Claros reflejo de la lamentable frase del eje del mal que acuñó (George W.) Bush: ‘O estás con nosotros o estás con los terroristas”, según leemos en Latinoamérica necesita herejes, un interesante ensayo del panameño Xavier Sáez-Llorens.
Ese trasvasamiento entre política y religión como fenómeno mundial lo hemos seguido con atención a lo largo y ancho de nuestro planeta y hemos alzado la voz para denunciar los excesos y violaciones de los derechos humanos.

Desde el pasado domingo la tragedia golpea nuestra puerta. El nuevo gobierno de la República Federativa de Brasil, según las definiciones del propio presidente electo y de su círculo íntimo, muestra un profundo desprecio por las instituciones democráticas. Desprecio que implica el retorno al militarismo a la vida cotidiana de los latinoamericanos.
Tanto que está dispuesto a incorporar “de la manera que resulte menester, los valores tradicionales” que sostuvo la dictadura militar que gobernó Brasil entre 1964 y 1985, tras derrocar al presidente constitucional, el progresista João Goulart. Sin reconocer la existencia de hombres y mujeres que, ejerciendo el sagrado derecho de rebelión, defendían los espacios propios de la libertad.
Esa decisión llena de alarma a ese mosaico de etnias y razas que integran el mayor país de América Latina habida cuenta de que Bolsonaro ha prometido restringir la instalación de reservas indígenas y abrirlas a la explotación económica intensiva, facilitando la fusión del Ministerio de Medio Ambiente con el de Agricultura, en manos del lobby agroindustrial.
Hechos que significan abandonar el Acuerdo de París contra el Cambio Climático y, con ello, poner en grave riesgo el Amazonas. Y retomar la construcción de polémicas usinas hidroeléctricas que la comunidad internacional puso entre paréntesis por sus posibles consecuencias medioambientales.
La posición de Bolsonaro puso en alerta amarilla a cerca de tres mil organizaciones no gubernamentales, colectivos y movimientos sociales nacionales e internacionales que verían obstruidos sus voluntariados, habida cuenta de que el presidente afirmó su deseo de poner fin “a todos los activismos en Brasil.”
Organizaciones de la sociedad civil y movimientos sociales que tienen un histórico arraigo comunitario por su significativa defensa o ampliación de derechos en Brasil. Sin ellas y su enorme voluntariado, que articula el esfuerzo de millones de ciudadanos, no se habría podido construir una sociedad más justa e igualitaria que trataron de construir Luiz Inácio Lula da Silva y Dilma Rousseff y facilitar que la población más pobre tenga acceso a derechos básicos fundamentales, que no garantizaba el Estado y de los que, ahora, tratará de desentenderse.

La acción de esos activistas ha sido fundamental para la mejora de las condiciones de vida en el país y para el avance en la conquista de derechos. Organizaciones y movimientos que han sido –y serán- actores estratégicos en la formulación de nuevas políticas públicas, la elaboración de leyes importantes para el país, la fiscalización del poder público del punto de vista presupuestario, el control de la ejecución de políticas públicas y los programas de gobierno.
Una sociedad civil dinámica, activa y libre para denunciar abusos, defender conquistas y avanzar en derechos es uno de los ejes fundamentales de las sociedades democráticas en todo el mundo.
Ha sido por medio del trabajo de tantas entidades que Brasil conquistó, por ejemplo, leyes como la del combate al racismo y de enfrentamiento a la violencia contra las mujeres; políticas públicas como el seguro desempleo y el financiamiento estudiantil; programas de combate a la deforestación y la protección de los animales; la ley antitabaco y la Ley de la Ficha Limpia, que surgió por iniciativa de la sociedad civil para el combate a la corrupción en las más diversas esferas del país.
Programas que el Partido Social Liberal, en el que milita Jair Bolsonaro, considera subversivos y que está dispuesto a destruir a pesar de su debilidad parlamentaria. Idea a la que adscribió el hijo del presidente cuando dijo que bastaba “un soldado y un cabo” para cerrar la Corte Suprema de Brasil.
El decano de la Corte Suprema de Brasil, Celso De Mello, consideró esa declaración “inconsecuente y golpista» y lamentó que proceda de Eduardo Bolsonaro, hijo del presidente y reelegido para un escaño en la Cámara de Diputados el pasado día 7, con 1,8 millón de votos. Según De Mello, esa manifestación refleja una «inaceptable visión autoritaria» y compromete «la integridad del orden democrático y el respeto indeclinable que se debe tener por la supremacía de la Constitución de la República».

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