Por Carlos Ighina (*)
Cuando nos detenemos en la vivencia introspectiva de algunos de nuestros barrios o sectores delimitados de la ciudad, a los cuales el paso del tiempo les ha ido confiriendo una personalidad colectiva, nos encontramos con algunos puntos de reflexión.
La Tablada, paraje urbano tan mencionado en diversas referencias históricas, es una caso suficiente como para despertarnos algunas consideraciones; pues, pese a su indudable presencia histórica, siquiera aparece indicado en los nomencladores cartográficos, sepultado su nombre por una constelación de barrios que encandilan con la luminosidad del sino constante del progreso. Sin embargo, La Tablada, como designación y como territorio, fue una realidad palpable y sensible, no sólo en la geografía urbana de Córdoba sino, especialmente, en la memoria compartida de la ciudad, en particular en los recuerdos de aquellas familias pioneras que pusieron toda su esperanza en un desarrollo lleno de promesas.
Hay todavía quienes evocan la placidez bucólica de las caminatas por los senderos del Parque Autóctono, para llegar con fatiga deseosa de agua a las cavidades naturales del panorama barrancoso de los Pozos Verdes. Eran tiempos en los que el atractivo de la naturaleza llamaba al solaz en esas privilegiadas riberas del Suquía, donde la fresca personalidad de La Tablada no admitía discusiones. Hoy, a lustros de aquellos instantes, es necesario apelar a la paleta de Roberto Garzón Masón para imaginar un paisaje que se fue, pero que sirvió de firmísimo fundamento para el dinámico quehacer de los días que corren.
La Tablada tiene su historia primigenia como lugar de montes y pastizales tiernos para los vacunos destinados al carneo y para las caballadas de partidas policiales y de ocasionales regimientos en tránsito.
Sin embargo, también tiene su historia de sangre, de gritos, de alaridos y de angustias, como aquellos de los riojanos de Facundo Quiroga y de los cordobeses de Juan Bautista Bustos, cuando en 1829 sufrieron el frío predominio de la estrategia del general Paz, vencedor de la rabia de los montoneros.
Empecinado, el victorioso manco quiso volver a campear en la lomada del escenario de su triunfo y lo logró cuando el 29 de junio de 1971, con la complicidad de un par de intendentes municipales, el arquitecto Hugo Taboada, quien lo dispensó de su puesto de centinela de la Segunda, levantando su plaza para darle más agilidad a la avenida que lleva el nombre del boleado por El Tío; y el ingeniero Ramón Crucet, que le dio venia para que se ubicara en la prominencia de atalaya del Parque Autóctono, pisando así el terreno de su gloria y dominando con su mirada de lince el corazón de una ciudad que lo tiene en el bronce como a uno de sus notables.
El nombre de La Tablada, sin embargo, es conservado más vívidamente en otra latitud del sector, en el puente La Tablada, un hito insoslayable y un elemento vital por demás necesario, que no siempre sirvió para el tránsito de automotores o de viejos carruajes sino también para mucho más livianos transeúntes. Esto tiene que ver con las leyendas, siempre inquietantes, de los fantasmas de La Tablada, esos seres inciertos que tenían preferencia por habitar envejecidas casonas y solían causar la zozobra, cuando no el pavor, de aprehensivos vecinos.
¿Qué tiene que ver el puente con los fantasmas? Ocurre que refieren anónimos trascendidos que los espectros de las casonas de La Tablada tendrían la habitual costumbre de dirigirse al cercano cementerio de San Jerónimo, cruzando el puente al amparo de la vaguedad de las noches.
Más al aire libre y en medio de luminosos soles, en el entrechocar de cuerpos concretos, fortalecidos por los vientos de las colinas, también La Tablada hallo otra forma de perpetuar su nombre en el aguerrido club de rugby que se fundó en la esquina de Rafael Núñez y Otero, como Club Social y Deportivo La Tablada.
Hace un tiempo, lo suficientemente distante como para provocar el amarillar de las páginas del diario “Córdoba”, el recordado y por aquel entonces tan leído vespertino de la ciudad, cierto artículo nos decía de una historia, a la vez graciosa y tierna, que tuvo como circunstancia física la zona del puente La Tablada. El protagonista fue un marido olvidadizo y amigo de las trasnochadas, que de regreso a su hogar se encontró sobre el piso del jardín frontal de una casa en demolición situada en las cercanías del puente, con una réplica, a escala menor, naturalmente, de la famosa estatua de la Libertad, que luce en Nueva York como regalo de los franceses. Esta inesperada visión le hizo súbitamente recordar que era el día de su aniversario de bodas y que no le llevaba a su mujer el consabido regalo. Inspirado por las copas que llevaba encima resolvió sorprender a su media naranja con la bella y airosa figura de bronce –que suponía incomparable ornato para su propio jardín-, y haciéndola rodar por su base la fue desplazando trabajosamente por el puente La Tablada. Dice la crónica que las luces de un jeep lo sorprendieron en plena tarea y que el original amigo de lo ajeno se llevó un susto terrible, creyendo que se trataba de “la patrulla”, por lo que instintivamente se abrazó a la estatua, que era aproximadamente de su altura. Para suerte del atribulado marido no eran los policías de ronda sino un grupo jaranero de muchachos, que también alegrados por el alcohol no advirtieron las características del suceso, tomando la escena como la de una pareja en arrumacos, con las imprescindibles burlas del caso.
El viejo puente La Tablada, nacido como puente Las Rosas, que une barrio Alberdi con el Cerro de las Rosas, fue tendido en 1913, por gestión del escribano José R. del Franco y del general Gregorio Vélez, siendo reemplazado por el actual a fines de la década de los 70.
Volviendo por pérdidas glorias, recordemos también que en los años punzó de la Santa Federación a alguien se le ocurrió que La Tablada sería el lugar ideal para el emplazamiento de una nueva Córdoba, extraída del pozo aparentemente insalubre en el que la había sumido don Lorenzo Suárez de Figueroa, en 1577.
Se trataba del doctor Miguel Rivera, médico, autor de unas interesantes memorias, y cuñado, nada menos, que de don Juan Manuel de Rosas.
Rivera, como sanitarista, sostenía en sus escritos, con gran convicción, la necesidad del traslado de la ciudad –un nuevo desplazamiento, en todo caso-, por lo menos de su sector residencial y del área administrativa, a las alturas de La Tablada.
Tal vez estos recuerdos nos ayuden, cuando subamos a lo más alto del Parque Autóctono, junto al monumento ecuestre que el francés Falguiere le fundiera a José María Paz, no para ese lugar sino para la plaza que en los dichos populares hiciera por mucho tiempo más honor a la monta que al jinete –la “Plaza del Caballo”, en pleno corazón de la Segunda-, a rendirle el tributo de justicia que La Tablada merece en la historia colectiva de los cordobeses.
Dicen que el manco de Venta y Media permanece con la mirada fija en el centro de la ciudad, concentrado en la posibilidad de que Jean Alexandre Joseph Falguiere –oriundo de Toulouse, como Gardel-, el escultor francés –del caballo y del hirsuto jinete-, aparezca con la factura de su obra –que nunca le fue paga, probablemente por un olvido administrativo que no deja de ser ominoso-, o que el cuñado de Rosas se presente, con renovados bríos ambientalistas, reclamando el sitio que imaginó federal y nunca dedicado a semejante adversario.
(*) Abogado-Notario. Historiador urbano costumbrista. Premio Jerónimo Luis de Cabrera.