La historia del siglo XX sorprende, pese al esfuerzo de sus historiadores por correr la totalidad de velos que disimulan los hechos con suerte diversa. En nuestra libreta de apuntes encontramos un episodio que bien puede ser traído a la memoria porque nos acerca y permite comprender los juegos del poder, más allá de la convivencia y conveniencia de los pueblos, motivo de controversias apasionadas entre memoriosos.
Entre abril y mayo de 1969, una extraña sucesión de muertes en el seno del estado mayor del ejército soviético sacudió la opinión pública mundial. Puso en alerta a toda la comunidad diplomática, que buscaba infructuosamente saber de buena tinta qué estaba ocurriendo, fronteras adentro, en la entraña misma del Kremlin. ¿O acaso era un chisme de embajadas o los habituales “pescados podridos” que lanzan los servicios secretos para mantener conformes a sus propios patrones?..
Ni una cosa ni la otra. Todo estaba contenido en la cada vez más laboriosa sección de necrológicas de “Estrella Roja”, el órgano oficial del ejército soviético. El día 13 de mayo, como si se tratara de un hecho natural y sin titulares especiales, reveló la muerte del general de división soviético Nikolái Silaiev. Al día siguiente, miércoles 14, con dolor, participó del fallecimiento -tras una corta y penosa enfermedad- del coronel Vassili Ivanov, “uno de los más eminentes pilotos de pruebas de la Unión Soviética y figura superlativa de nuestra poderosa agencia aeroespacial”.
Los rumores sobre una nueva purga en las fuerzas armadas soviéticas se tornaron ciertos. Es que ya sumaban 14 los óbitos.
“Estrella Roja” explicó que ninguno de los muertos ocupaba cargos de relevancia. Dos perecieron por accidentes –de helicóptero el más joven de todos, de 49 años-; siete se hallaban en situación de retiro y tres eran septuagenarios. Cinco fallecieron de cáncer, dos por infarto.
Tanta inesperada como detallada información dio oportunidad a la sonrisa socarrona y la mordacidad. Juego en el que era experto George Pompidou, como lo demostró una vez más: “Preocupémonos. Habrá que declarar una emergencia sanitaria en toda Europa y tender cercos sanitarios. Una grave epidemia recorre el alto mando soviético: ¿la generalitis será contagiosa?”.
Los expertos en cuestiones internacionales se dividieron en su afán de encontrar caminos que llevaran a la verdad. La mayoría no estaba dispuesta a reconocer una nueva purga neostalineana. Los militantes del Partido Comunista francés tampoco, a pesar de tener el lomo curtido. Habían pagado muy caro los intentos de justificar las matanzas de Stalin. Y los italianos, escaldados.
Recordaban cuánto costó su silencio ante la liquidación de cuatro mariscales, 13 (sobre 15) comandantes y 35.000 oficiales, en las vísperas de la Segunda Guerra Mundial. Preferían los nuevos métodos que trajo la modernidad.
Nikita Kruschev (NK), primero, y Leonid Brezhnev (LB) eran amigos de internar a sus opositores en limpios, prolijos y aireados manicomios o los siempre incómodos y sombríos gulag.
Nadie discute que cada purga es el final de una larga disputa por espacios de poder. Cambios que no sólo afectaban la estructura de la Troika sino la relación “partido-ejercito”. Correspondencia que las fuerzas armadas pretendían alterar en beneficio propio “porque somos quienes sostuvimos la existencia de la Unión Soviética y el poder en tiempos de crisis”.
Pero nada es definitivo. “La sabiduría del partido es ilimitada; no se equivoca cuando toma una decisión”, pontificaba un comunista de estas pampas acosado por las contradicciones de la cúpula. Reclamaciones que nuestro amigo, a pesar de su brillante paso por la escuela de cuadros, no pudo desentrañar. Respuestas que no eran difíciles pero excedían la capacidad discursiva permitida a los militantes, acostumbrados a generalidades.
El mariscal Gueorgui Zhúkov, héroe de la Segunda Guerra Mundial, a la muerte de Stalin pretendió quedarse con la herencia política del Hombre de Acero.
Buscó imponer la primacía del ejército sobre el partido. Así radió a los comisarios políticos de los comandos de campaña, modificó los planes y programas de las escuelas de guerra en las cuales redujo la enseñanza del marxismo-leninismo a la categoría de materia optativa y prohibió la existencia de células partidarias en el seno del ejército para poner freno al estado deliberativo permanente que vivían las fuerzas armadas.
Hizo todos los deberes necesarios para que se le abrieran las grandes avenidas que lo depositarían en la cabecera de la mesa del presidium del partido, la máxima autoridad de la Unión Soviética.
Su potencial socio, NK, había desbrozado, con cuidado, su propio camino. Con hábiles maniobras, en 1957, dejó atrás a Gueorgui Malenkov, que terminó sus días exiliado en Kajasjistan, y al duro Viacheslav Mólotov, desterrado a Mongolia; y el remanente del stalinismo que ocupaba una parte de la estructura central de la Nomenklatura fue disperso.
Un sorprendente golpe de furca le permitió exonerar al mariscal Zhukov de todos sus cargos, bajo la acusación de “aventurerismo burgés” y de intentar “sustraer al ejército del control del partido, rodeándose de aventureros, aduladores y sicofantes”.
Pero no se quedó en ese gesto poderoso. Jugó una carta más brava aún: redujo el poder de fuego del Ejército Rojo de 5,8 millones de soldados en 1955 a 2,423 millones a fines de 1961, fortaleciendo las bases de entendimiento con Estados Unidos, más allá de las tensiones de la Guerra Fría.