“Qué injusta, qué maldita, qué cabrona la muerte, que no nos mata a nosotros, sino a los que amamos”. Carlos Fuentes
La ausencia de Gabo pesa. Desapareció el cómplice necesario que hizo que encontrásemos enormes similitudes entre su mágica Macondo con el lugar donde despertó nuestra fantasía de niños y adolescentes. Receta que le asegura la inmortalidad más allá de las absurdas limitaciones que a la eternidad suelen imponer las religiones.
Por Silverio E. Escudero – Exclusivo para Comercio y Justicia
Su perpetuidad supera holgadamente esa limitación. Ocupará, por derecho propio, un lugar destacado en el morral, en la mochila, de los nietos de nuestros nietos que se preguntarán -como nosotros alguna vez- cuál es el límite entre la realidad y la fantasía, si a la vuelta de la esquina tenemos un vecino que nada tiene que envidiar a ninguno de los personajes que encontraron carnadura en la feraz imaginación de Gabriel García Márquez.
Me atrevo a pensar -parafraseando al Maestro- que la literatura nace y crece en nuestro propio entorno. Allí está en estado puro. Necesita que quien se aventure sea lo suficientemente libre para no quedar prisionero de sí mismo y de los prejuicios. Hacer lo contrario es traicionar tamaño legado porque en nuestro continente es fácil encontrar fuentes de inspiración. Riqueza que permite contraponerse con la vieja Europa que, al decir de Camilo José Cela, hace ya mucho tiempo que es un árbol seco y sin frutos.
García Márquez está definitivamente en el territorio de la leyenda. Sin embargo, nos desafía a ser libres. Porque ésa es la condición esencial para ser considerados sus herederos. Razón suficiente para, en esta hora singular, iniciar un redescubrimiento pleno de la obra. Asumiendo, con lucidez que nos exige “el Gabo”, la suma de tradiciones que han aportado las distintas etnias que cohabitan, muchas veces en conflicto, a lo largo y ancho de América Latina.
Antes que novelista de éxito, Gabriel García Márquez fue un periodista de análisis profundo y pluma acerada. Ninguno de los padecimientos del hombre le fue ajeno. Su mosaico sobre la situación angoleña, publicado en The Washington Post, el 30 de mayo de 1977, es de consulta obligada para cualquier africanista. “En Agola no había fósforos la semana pasada. Es preciso vivirlo para saber qué eso significa: los fumadores ansiosos asaltaban a los transeúntes para pedirles un poco de fuego por caridad, paraban a los automovilistas para mendigar la gracia de un encendedor automático, y se tenía la impresión de que eran capaces de ponerse a frotar piedra contra piedra como en la Edad de Piedra hasta desentrañar la chispa que les salvara la vida. Tampoco había jabón, ni leche, ni aspirinas, ni cuchillas de afeitar ni muchos otros artículos simples de la vida cotidiana, y en algunas regiones se había acabado la sal desde hacía más de tres meses. Los propios médicos angoleños advertían a los visitantes que no comiéramos legumbres crudas ni frutas sin pelar, pero era una advertencia académica porque de todos modos no había legumbres en ninguna parte y las únicas frutas que vimos en tres semanas fueron unas manzanas marchitas en el comedor de un hotel. Nos advertían también de que no tomáramos agua sin hervir, a menos que fuera agua mineral, pero el agua mineral estaba agotada porque se habían acabado las tapas de las botellas”.
Sus opiniones sobre su propio oficio de periodista deben ser tenidas en cuenta por quienes fatigan las redacciones. “Hace unos cincuenta años no estaban de moda las escuelas de periodismo. Se aprendía en las salas de redacción, en los talleres de imprenta, en el cafetín de enfrente, en las parrandas de los viernes. Todo el periódico era una fábrica que formaba e informaba sin equívocos, y generaba opinión dentro de un ambiente de participación que mantenía la moral en su puesto. Pues los periodistas andábamos siempre juntos, hacíamos vida común, y éramos tan fanáticos del oficio que no hablábamos de nada distinto que del oficio mismo (…)
La misma práctica del oficio imponía la necesidad de formarse una base cultural, y el mismo ambiente de trabajo se encargaba de fomentarla. La lectura era una adicción laboral. Los autodidactas suelen ser ávidos y rápidos, y los de aquellos tiempos lo fuimos de sobra para seguir abriéndole paso en la vida al mejor oficio del mundo (…) La creación posterior de las escuelas de periodismo fue una reacción escolástica contra el hecho cumplido de que el oficio carecía de respaldo académico. Ahora ya no son sólo para la prensa escrita sino para todos los medios inventados y por inventar. Pero en su expansión se llevaron de la calle hasta el nombre humilde que tuvo el oficio desde sus orígenes en el siglo XV, y ahora no se llama periodismo sino Ciencias de la Comunicación o Comunicación Social. El resultado, en general, no es alentador (…).
La mayoría de los graduados llegan con deficiencias flagrantes, tienen graves problemas de gramática y ortografía, y dificultades para una comprensión reflexiva de textos. Algunos se precian de que pueden leer al revés un documento secreto sobre el escritorio de un ministro, de grabar diálogos casuales sin prevenir al interlocutor, o de usar como noticia una conversación convenida de antemano como confidencial. Lo más grave es que estos atentados éticos obedecen a una noción intrépida del oficio, asumida a conciencia y fundada con orgullo en la sacralización de la primicia a cualquier precio y por encima de todo. No los conmueve el fundamento de que la mejor noticia no es siempre la que se da primero sino muchas veces la que se da mejor. Algunos, conscientes de sus deficiencias, se sienten defraudados por la escuela y no les tiembla la voz para culpar a sus maestros de no haberles inculcado las virtudes que ahora les reclaman, y en especial la curiosidad por la vida”.