Por Enrique Martínez / Ex presidente del Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI)
No es la primera vez que se produce una controversia importante ante el anuncio de la próxima explotación de una mina productora de oro. Ya pasó en Trelew, hace algunos años, y allí los pobladores bloquearon la instalación del emprendimiento. Pasa en San Juan, en Chubut, en Santa Cruz, en Catamarca.
No es paranoia contagiosa, no es moda: es una reacción popular que, ante una promesa de bonanza económica con deterioro de su ambiente, opta por su humilde presente pero con cielo limpio y agua bebible.
El oro es un metal casi inerte en condiciones ambientales normales y por ello ha sido usado desde siempre para objetos que trascienden la vida humana y para refugio de valor.
Por miles de años, las arenas auríferas se separaron por gravedad, ya que son más pesadas que los áridos comunes.
Primero se purificaron por fusión y posterior solidificación. Luego, cuando se conoció el mercurio, se utilizaron amalgamas con este metal, que luego se deshacían con calor, recuperando los vapores de mercurio en una instalación especial fuera de la mina.
La minería en gran escala, finalmente, apela al cianuro de sodio, el cual forma un complejo con el oro que luego se revierte, reciclando el cianuro. Este método necesita muy importantes volúmenes de agua, que son inutilizados para consumo humano, animal o riego.
Tanto por la eventual contaminación con cianuro como por el uso dominante de un recurso tan escaso como el agua, aparece un conflicto con la vida comunitaria, que queda entrampada entre el crecimiento económico o la calidad ambiental.
Así están las cosas
Trabajo y ambiente. Los gobernantes provinciales han optado en su mayoría por el crecimiento. Carlos Soria, el recién fallecido ex gobernador de Río Negro, justificó la habilitación del uso del cianuro en minería diciendo que las cenizas volcánicas habían deprimido la economía provincial y debía recuperarla de cualquier modo. Efectivamente, la gran minería –más allá de los efectos ambientales– genera algunos miles de empleos por cada megaemprendimiento y tres por ciento de regalías para el Estado, según la ley vigente.
Sin embargo, tal vez haya una alternativa compatible con el mayor cuidado del ambiente y con la vocación de generar trabajo y riqueza local. Es posible usar la mejor tecnología de extracción y concentración de arenas auríferas en establecimientos pequeños, sin uso de químicos, con métodos de separación por densidad.
Luego, del mismo modo, es posible establecer la mejor y más segura tecnología de purificación con mercurio, en plantas fuera de la mina y sin vínculo con cauces de agua de uso comunitario.
El programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) ha establecido técnicas para hacer esto y las ha puesto a disposición de la pequeña minería.
Más allá, es posible contar con centros de diseño de joyas y de capacitación en orfebrería. O promover plantas locales para producir componentes industriales electrónicos que requieren el uso de oro.
Es decir: se pueden concebir e instalar verdaderos centros de producción, refinación e industrialización de oro, con mayor ocupación y mayor generación de riqueza y de ingresos fiscales –mucho mayores– que los que resultarían con cualquiera de los megaproyectos en ejecución o en planificación.
No al gigantismo. Hay una cuestión evidente: se trataría de un intento mucho más complejo que autorizar una inversión multinacional y dejar hacer en consecuencia.
El Estado –sobre todo, los Estados provinciales– deberían involucrarse de manera más detallada y solvente; buscar asistencia técnica nacional e internacional; estudiar cada uno de los eslabones de la cadena de valor para facilitar su concreción. Pero el premio por ese trabajo es evidente.
Se trata de una riqueza muy particular, pues 95 por ciento del oro ya refinado está aplicado a joyas u otros bienes suntuarios o a refugio de valor público o privado. O sea que se trata de producir un bien de inutilidad equivalente al plan que sostenía Keynes de hacer pozos para luego taparlos, como forma de generar empleo.
En este caso, el oro sirve para que los sectores pudientes utilicen sus excedentes, aunque sin uso práctico alguno.
Justamente por eso, nada obliga a instalar unidades de alta eficiencia ni a retirar el último gramo de oro que haya en una mina.
La pequeña minería y toda la cadena de valor que industrialice el metal son el camino para hacer compatible el crecimiento con la calidad ambiental.
No deberíamos alejarnos del tema sin advertir que puede haber un subproducto adicional muy positivo: instalar en la cultura productiva que el gigantismo no necesariamente es la mejor solución.