Por Silverio E. Escudero
El 4 de junio de 1943 se quebró por segunda vez en la historia de la República Argentina el orden constitucional. Más allá de los dimes y diretes de la política de entrecasa, los argentinos vieron reverdecer el poder de una alianza que llevó a la guerra civil a la república en tiempos de la independencia.
La iglesia católica, con sus pendones desplegados al viento, fuerzas armadas irregulares forjadas al calor de la entreguerra y el ruido de los cañones y batallas de la Segunda Guerra Mundial. Además de la persecución de judíos y protestantes, medieros y aparceros rurales, la expulsión de cientos -miles- de maestros por no aceptar dictar religión en las escuelas y aceptar la presencia de un cura párroco como si fuera el director académico en cada uno de los establecimientos escolares fueron apenas algunos de los medios que se valieron para alzarse con el poder.
Grupo faccioso que ordenó, apenas asumió el poder, la separación de miles de libros de las bibliotecas públicas y populares que no respondían ideológicamente a esa piara de desaforados y que, en cualquier esquina o patio de escuela, ordenaron encender hogueras.
La nómina de responsables los encontrará en el listado de rectores e interventores de las universidades, escuelas normales, colegio nacionales e inspectores de todo el sistema educativo.
Más allá de la simbología que aparece en el horizonte –y en la literatura especializada- debemos dejar constancia de la ferocidad que sufrieron los inmigrantes y sus familias.
Estos cruzados, nazis y fascistas, embozados en la noche, dedicaron sus esfuerzos a destruir los tambos y todos los elementos que se utilizan en la producción láctea y sus derivados o degollar miles de cabezas de vacas y ovejas mientras ardían las sementeras, cobertizos y galpones.
Ya es tiempo de entrar en materia. Los jardines de horror desbordan. La destrucción del material didáctico de las escuelas normales y colegios nacionales del país apenas sirve para ejemplificar la torpeza y el dolor. Nos quedan en esta síntesis los campos de concentración que abrieron en la isla Martín García, en las bases de Punta Alta (naval) y de Punta Indio (aeronaval), en el regimiento de San José de la Quintana, en el destacamento de Las Cuevas en Mendoza, entre otras. Sin contar, por cierto, las instaladas en las gobernaciones militares en la Isla de los Estados y Tierra del Fuego, donde la represión era extremadamente dura.
Formaban parte del rostro anónimo de la subversión. Se habían lanzado a la caza de la población civil. No quedó nada en pie.
El movimiento obrero de Córdoba intentó armar sus escuadrones de autodefensa. Amadeo Sabattini, que presumía que el golpe favorecería al radicalismo, no entendió razones hasta que fue demasiado tarde. Infructuosas fueron las advertencias que le formuló “El Negro” Humberto Cabral, por entonces médico sindical de la Unión Obrera de la Construcción de la República Argentina y Obras Sanitarias. “Che, será mejor que no vuelvas. Hueles demasiado a comunista”, cuentan algunos memoriosos que le dijo Sabattini a Cabral.
Los buenos oficios de Santiago del Castillo evitaron que los muchachos pelearan con los “bufosos”.
“Estaban demasiado calienten los ánimos y estos pelandrunes jugando como chicos –anota nuestro testigo-. Lo distraían a Don Santiago que estaba punteando el padrón ‘para sacar’ de la ciudad a los que daban más problemas, esos que siempre pusieron el pecho a los ‘chuchumecos’ –miembros del Partido Demócrata de Córdoba- y ‘a los santurrones’. Esos mismos que hoy asaltan, ahora mismo, los puestos públicos” (octubre de 1973).
La alianza militar-clerical de 1943 fue atroz. Nunca antes habían saqueado de tal manera el erario. Los interventores federales designados por los revolucionarios del 4 de junio, a los que siguieron los gobernadores salidos de los comicios de 1946 y las subsiguientes intervenciones del poder central, fueron despedidos en medio del repudio general de la población.
Las crónicas periodísticas –y los mentideros políticos- cuentan de los apuros con que muchos de ellos arribaron a los andenes de la estación del Central Argentino, donde fueron recibidos con un más que afectuoso “¡Se va el ladrón!¡Se va el ladrón!”
Tiempos complejos enmarcados en la Segunda Guerra Mundial. Como en los años 30, entre 1943 y la asunción del brigadier Juan Ignacio de San Martín, el 12 de marzo de 1949, las calles de la ciudad de Córdoba y de la provincia no tuvieron dueño.
Fueron tiempos en extremo brutales, que ni por un instante se calmaron a pesar del esfuerzo del nuevo gobernante.
Reacios a cumplir las normas diplomáticas no les importaban las consecuencias políticas de sus actos. En esa nómina anotamos la paliza que, a la salida del Plaza Hotel, le propinaron a una delegación costarricense que visitaba extraoficialmente –en nombre de su presidente José Don Pepe Figueres- la República Argentina.
La misma paliza de la que salvó Gumersindo Sayago al vicepresidente brasileño João Fernandes Campos Café Filho, cuando le rendía homenaje a Deodoro Roca frente a su tumba.
Pero no se quedaron en pequeñeces. La Central de Inteligencia de Estados Unidos, con la complicidad del general Carlos Castillo Armas, derrocó al presidente Jacobo Arbens en 1954.
El gobierno del general Juan Domingo Perón comunicó al mundo que las fronteras argentinas eran francas para los refugiados guatemaltecos. Tanto era su compromiso que fletó dos aviones de la fuerza aérea argentina para acelerar el rescate.
Los refugiados fueron recibidos en triunfo. Un acto multitudinario les dio la bienvenida. Se les brindó alojamiento y ropa limpia acorde a sus necesidades. Por sus contactos y por sus amigos dispersos en el país, encontraron trabajo rápidamente.
El gobierno no destinó, salvo en la primera semana, dinero alguno para la manutención de los refugiados. Muchos, siguiendo las instrucciones del ex presidente Juan José Arévalo, encontraron soluciones en las ciudades de La Plata, Mendoza, San Luis y Tucumán, donde desarrollaron una intensa actividad pedagógica recordada con admiración.
Córdoba tuvo su cuota parte en el reparto. América vivía horas trágicas porque campeaba el autoritarismo y las libertades públicas eran ilusorias. El derecho de asilo, que significaba para muchos la salvación en Argentina pese a la declaración presidencial, se había diluido cual si fuera una pompa de jabón.
La situación de los ciudadanos guatemaltecos José Solís Rojas, Jorge Silva Falla, Mario Tejeda, Carlos Luis Barillas, Rigoberto Sandoval, Ricardo Letona y Alejandro Alonso era preocupante cada vez que asistían en forma cotidiana a la delegación Córdoba de la Policía Federal. Preocupación que se acrecentó con la desaparición de Silva Falla después de haber sido visto en sede policial realizando sus trámites de rigor.
Justo Páez Molina, el presidente del bloque de diputados provinciales de la UCR, acompañado por los diputados Carlos Becerra (padre) y Rogelio Ramón Rodríguez, se entrevistó con el jefe de policía. El ministro de gobierno y el gobernador, ausentes sin aviso. Arturo Zanichelli y Samuel Aracena redactaron y presentaron un hábeas corpus.
Más de un centenar de ciudadanos –hombres y mujeres libres- encabezados por Raúl Silvestre Remonda, Ignacio Ortiz, Carlos Astrada Ponce, Alberto Sarasate, Reynaldo Luppi, José León Swartz, Servando García Faure, Mario Roberto rodearon al núcleo de diputados para transmitirle su solidaridad y, a la vez, formar un escudo humano para evitar que se atentara en su contra. Es que, a cada paso, florecían nidos de ametralladoras y los techos estaban tapizados de francotiradores.