Por Carlos Ighina (*)
Más allá de las conocidas conceptualizaciones de la cultura, tanto académicas como institucionales, María Graciela Fassi en su trabajo Bocetos celestes y terrestres, nos sugiere, apelando a Darío, que la cultura debe definirse por la armonía y que es interpretada por la poesía, trascendente a lo histórico, como lo divino es a lo humano. A propósito cita estos versos del poeta nicaragüense, contenidos en su “Salutación al águila”, capaces de llevarnos a una reflexiva meditación sobre el asunto: “Es incidencia la historia. Nuestro destino supremo / está más allá del tiempo que marcan fugaces las épocas. / Y Palenque y Atlántida no son más que momentos soberbios / con que puntúa Dios los versos de su augusto Poema”.
En tren de acercarnos a un concepto sintético y comprensible de la cultura, podríamos recurrir a Herkowitz y Melville, en El hombre y sus obras, cuando dicen que cultura es todo aquello producto de la actividad intelectual y del quehacer industrioso del hombre; en otras palabras, cultura es todo aquello surgido de la mente y de las manos del hombre.
Sobre este estamento básico, la arquitecta Marina Waisman sostiene que patrimonio cultural es todo lo que tiene significado para la memoria de una comunidad. Este concepto, de gran sentido abarcativo, sería el que nutre a la idea de patrimonio cultural.
De este modo, nos orientamos a la búsqueda de las raíces de las comunidades y a la preservación de las respectivas identidades sociales, marcando la convivencia necesaria entre pasado, presente y futuro.
El desarrollo cultural del hombre argentino reconoce dos grandes vertientes, que deben ser tomadas con sentido de encuentro y sumatoria.
Desde una concepción prehistórica aparecen los ancestros aborígenes, cada uno de ellos caracterizado en sus culturas de manera heterogénea. Son ellos los que han dejado hábitos, costumbres, modos de organización, expresiones artísticas y formas de carácter que es posible individualizar en determinadas regiones del país. Música, creencias, religiosidad y actitudes metafísicas han quedado tras sus huellas. Las mismas lenguas originarias –quechua, guaraní, mapuche- permanecen tanto en la toponimia como en palabras de uso común.
La otra vertiente es la participación de la conquista española, que dejó fundada la ciudad de Santiago del Estero como foco irradiante, en 1553.
Los españoles trajeron su lengua, su religión, lo predominante en Occidente e incluso leyes que reconocían el viejo cuño romano. Fueron también estos portadores de cultura foránea los que acercaron la tradición greco-latina, vinculándonos así con fuentes helenísticas y romanas; en definitiva, con el hondón cultural indoeuropeo.
La inmigración, importante desde fines del siglo XIX, difundió todavía más las costumbres europeas, dando un rasgo particular al común de nuestra población. Irónicamente se ha dicho que los argentinos descendemos de los barcos. Claro que también desembarcaron, muy a su pesar, contados de a miles y mucho antes que los inmigrantes de claros ojos, los sufridos afros, quienes, pese a todo sojuzgamiento, asimismo dejaron su impronta.
Esta situación, humanamente compleja, nos diferencia objetivamente, aunque no cualitativamente, del resto de las naciones latinoamericanas con las cuales guardamos lazos históricos y de fraternidad a través de los ideales panamericanos de hombres clave como San Martín y Bolívar.
El hombre argentino aún recorre su camino de identidad. Pensadores como Ricardo Rojas se han esforzado en buscar la síntesis homogeneizante. Sin embargo, sus cavilaciones han sido poco leídas y menos difundidas. El fenómeno de la globalización nos encuentra en una posición incierta como pueblo organizado.
Solamente el mutuo y desprejuiciado conocimiento puede conducirnos al encuentro constructor de una cultura nacional, insertada en América y enriquecida por las válidas experiencias universales.
Raúl A. March, en el prólogo de su obra Homero Manzi. Filosofando su poesía, con llaneza de expresión, vierte algunos conceptos que han llamado nuestro interés, aunque reconociendo la existencia y la ardua tarea de profundización temática de muchos otros argentinos pensantes, tal el caso del aludido Ricardo Rojas o Raúl Scalabrini Ortiz, para indicar solamente algunos hitos de reflexión.
Dice March que, para amar al mundo humanizado, hay que comenzar sabiendo amar el propio suelo, agregando que el amor hacia lo nuestro no debe ser nunca un sentimiento de egoísmo sino que tiene que ser un camino práctico que nos conduzca a saber más de quiénes y cómo somos los argentinos. Amar lo social para saber ser hombre argentino consciente; y saber ser hombre universalista, para contener amor hecho de pueblo y cultura hermanada con todas las demás.
Cuando la cultura se sabe a sí misma –prosigue March-, se le facilita su ser y parecer; en una palabra, materializa su existir. Por ello, conseguir con amor el saber de la propia identidad cultural es un derecho espiritual inclaudicable que hace a la existencia de una comunidad capaz de garantizar su vigencia.
Defender la cultura autóctona de la comunidad, la originaria y la adquirida, asegura su presencia histórica, así como su desarrollo a formas superiores de vida, por cuanto la autenticidad genera conciencia progresiva.
Se trata de ser y parecer lo que se debe en el mundo humanizado, pues ese mundo quiere sabernos. La existencia e identidad nacional debe ser asumida en un universalismo de amor y solidaridad, con nosotros mismos y con todos los pueblos hermanos sufrientes del planeta.
En una provincia y en una ciudad como la de Córdoba, el patrimonio cultural adquiere una significación particular, pues constituye la síntesis visible de los bienes del pasado. Bien afirma Diego Lecuona: “Cualquier forma de desechar equivale a una mutilación, porque detrás de cada una de las actitudes hay un ser humano y cada una de esas negaciones equivale a suprimir la posibilidad de supervivencia de la humanidad”. Con el acercamiento a cada uno de nuestros valores patrimoniales se conforma y enriquece nuestra identidad cultural, a menudo consecuencia de nuestras propias experiencias y, otras veces, como fenómeno compartido con otros pueblos y culturas que, en su conjunto, dan un sentido indispensable de identidad cultural a la nación que integramos. El patrimonio cultural de una comunidad es una vivencia de la herencia recibida y expresión palpable de la memoria colectiva.
Por eso es importante el registro de los bienes culturales, si fuera posible mediante un catálogo sistemático y completo, con base en tareas de relevamiento tanto de bienes inmuebles como muebles, y también intangibles, a partir de una conciencia cívica. Este objetivo se plasmó en la sexta recomendación de la reunión de Quito sobre conservación y utilización de monumentos y lugares de interés histórico y artístico. El criterio incluye la totalidad de las ideas producidas por el hombre en sociedad y en particular a los materiales guardados en archivos, bibliotecas y museos.
La Declaración de México sobre Políticas Culturales, de 1992, es clara al respecto: “Todo pueblo tiene el derecho y el deber de defender y preservar su patrimonio cultural, ya que las sociedades se reconocen a sí mismas a través de sus valores, en los que encuentran fuentes de inspiración creadora”.
La Carta Orgánica Municipal de la Ciudad de Córdoba da prioridad a la preservación del patrimonio cultural y a la arqueología urbana, habiéndose determinado por ordenanza de 1991 un registro y contralor de obras de arte ubicadas en edificios. Sería importante que se cumpla de la manera más responsable y comprometida.
El patrimonio cultural es el fundamento de su pertenencia espacial y comprende a la pluralidad de valores del pensamiento humano en concordancia con la tradición de sus formas de vida y con las costumbres ancestrales.
Su cuidado, en cuanto actitud social, se funda en la memoria y la identidad.
(*) Abogado-notario. Historiador urbano-costumbrista. Premio Jerónimo Luis de Cabrera