¿Cómo sería la presencia natural de aquel río al que se allegaran por vez primera Jerónimo Luis de Cabrera y sus huestes andaluzas?
Probablemente su traza, fauna y flora no serían demasiado diferentes de cómo lo vieron y memoran en cantos afectuosos, bardos de prosapia orillera, ingénita o intelectualmente adquirida, Arturo Capdevila, don Julio Ceballos o el mismo Azor Grimaut, en las décadas de pañales del siglo XX.
Las aguas bajaban tranquilas y provechosas, sin el corsé que luego le proveería el cemento a lo largo del ejido urbano, a modo de canaleta infértil, sin nostalgia siquiera de los húmedos verdes que dibujaban el piso de las florestas de sauces costeros, chañares, algarrobos o espinillos, especies que a su vez se dejaban embalsamar con los aromas de la herboristería orillera, donde sobresalían la menta, el sauco, el paico, la yerbabuena y la fragancia del hinojo.
A la vera del río hallaba sus pretextos lúdicos una niñez feliz, que ensayaba sus artes pesqueras en procura de mojarras, anguilas o taralilas; rodeada del alboroto de un mundo de graznidos, silbos y trinos, que escapaban de zorzales, bichofeos o cabecitas negras, junto a los alardes del martín pescador o a la laboriosa tarea de los horneros, las mismas caseritas que luego trocarían las horquetas de los árboles por los postes propios de modernas tecnologías.
Sin don Azor no podríamos recrear todos estos encantos y, sobre todo, nos sería imposible imaginar el río como el amigo espiritual de hombre, el ámbito donde se conjugaban, en armonía jubilosa, los tres reinos de la creación.
Don Jerónimo llegó a la margen norte del Suquía el 24 de junio de 1573, fiesta de San Juan Bautista, y -esgrimiendo la voluntad de su poder- llamó a la inmemorial correntada, albergadora ancestral de centenares de ayllus comechingones, río de San Juan.
Pero, en el devenir de la historia, esto no sería más que una expresión de deseos, pues ni aun el posterior nombre de Primero –el primero de los cinco ríos cordobeses-, pudo resistir a la voz telúrica que siguió pronunciando Suquía, hasta que un día de primavera de 1984 las aguas recuperarían su nombre, como lo venía reclamando el canto de Capdevila con la fuerza emocional de sus versos.
No obstante, debemos valorar el respeto del fundador por los preceptos de las legislaciones emanadas de España que hacían referencia a la existencia de los ríos, vinculándolos a las ciudades a establecerse. La colonización de América se hizo siguiendo instrucciones muy precisas al respecto, con base en las ordenanzas sobre fundaciones mandadas a compilar por el rey Felipe II en las Leyes de Indias.
En estas instrucciones se aconsejaba respetar muy juiciosamente las condiciones naturales del sitio, se recomendaba a los expedicionarios preocuparse por tener el agua cerca, de tal modo que se la pudiera conducir al poblado, derivándola si fuera necesario.
Era el caso concreto de las ciudades de tierra adentro, como Córdoba; es decir, entonces, que Jerónimo Luis de Cabrera obró con criterio en la elección del lugar. En las mismas ordenanzas podía leerse, textualmente, lo siguiente: “En caso de edificar en la ribera de algún río, dispongan la población en forma que saliendo el sol, dé primero en el suelo que en agua”. De este modo, nuestro río fue principalísimo protagonista del hecho fundacional.
A menudo, cuando cruzamos una y otra vez los puentes de la ciudad, nos es dable pensar en las fuentes del viejo río, en sus nacientes, que no todos tenemos presentes. El Suquía es un río colector, que se nutre de las aguas de numerosos arroyos de los faldeos serranos, como el Mal Paso, el de La Quebrada, el Unquillo y el Reducción, entre otros.
El río Cosquín o Río Grande de Punilla es uno sus aportes mayores, con la afluencia del Yuspe; así como el río San Roque es el que contribuye desde el oeste, sumando las aguas del Icho Cruz y otros torrentes de las sierras, como continuidad del San Antonio, que desciende de las laderas de las Sierras Grandes, alimentado por numerosas vertientes montañosas. El río Ceballos llega como arroyo Saldán, cruzando el viejo acueducto de imponentes reminiscencias romanas.
La extensión total de nuestro Suquía está calculada en 200 kilómetros, a partir del dique San Roque, hasta desembocar en la laguna Mar Chiquita. Aproximadamente 30 kilómetros pertenecen a la ciudad de Córdoba, pues el río se curva en múltiples meandros.
Toda esta conformación todavía nos muestra panoramas bellísimos, como el que podemos admirar desde el mirador del Camping Municipal.
Luego vinieron los puentes, saltando hacia los altos. Primero fue el Sarmiento, en 1871, de madera, destruido por el mismo río en 1877 y después rehecho; más tarde, el Juárez Celman -después Centenario-, bendecido por el obispo Esquiú e inaugurado con cuatro bandas y una tabeada; y en orden sucesivo el Florida (Santa Fe), el Alvear, el Avellaneda, el de La Tablada y el Antártida Argentina, hasta llegar a las modernas estructuras. Con ellos el río dejó de ser límite para volverse comunicante.
También sobre la ribera sur, entre las calles Rivera Indarte y Jujuy, se construyó, hacia 1896, un gran lago artificial, denominado General Belgrano, apto para regatas, que debió ser dinamitado al convertirse en un peligro para los vecinos aledaños. Gobernaba el doctor José Figueroa Alcorta. Con este embalse sucedió lo mismo que otras veces cuando el río fue molestado en su trayectoria: el viejo Suquía acumuló limo y a la primera crecida se salió de cauce, inundando las calles Jujuy, Sucre y Tucumán, para desesperación y protesta de los hasta el momento orgullosos promotores de la náutica, que tuvieron que subirse arriba de las camas, chapaleando barro.
A su vera ocurrieron acontecimientos de larga memoria en la historia doméstica de Córdoba, como el desafío entre el Ánima Negra, el ligerísimo flete de don Marcos Juárez, y el Pan de Buenos Aires, que se definió en favor de éste, en una porfía alentada por el clamoreo de la gente de entonces. Fue en 1883 y muchos de los devotos juaristas de toda laya lamentaron entre ruidosas interjecciones la pérdida de sus apuestas, jugadas a las patas de la fama del caballo del avezado hombre de campo que era el hermano del gobernador, pura sangre que al mismo tiempo cosechaba los sentimientos localistas de los inflamados cordobeses.
Con sus avatares, pero con la lealtad de su presencia, éste es nuestro río Suquía, que nos abastece y acompaña desde los hondones de la hidrografía regional, determinando la ciudad como custodio insobornable. Un río sin reservas ni mezquindades, no sólo hídricamente sino también en sustancia vital para los que por aquí moramos.
Un río que es historia, es leyenda, es anécdota y, en definitiva, hálito de existencia para la comunidad que lo posee. Veamos -si no- todo lo que significa para Córdoba la mera mención de uno de sus últimos afluentes, La Cañada.
Aún nos queda un resto del antiguo calicanto que custodiaba su margen sur, testimonial en sí mismo, edificado con la misma piedra bola redondeada por miríadas de caricias fluviales.
En fin, el padre río que se lleva la historia compartida al trote rápido similar al de la corzuela que merodeara su cauce, que arrastra un aluvión de sentimientos siempre vivos, como la “vieja del agua”.
Dejamos el río con mucha pereza y traemos, como colofón, un pensamiento de don Juan Filloy, para él indeleble: “Sí. El río fue el labio de agua de la ciudad. La voz líquida de sus quintas y huertas. La deidad que, zambulléndonos, nos contó sus confidencias”.
Lea Río Padre (I)
(*) Abogado-notario. Historiador urbano-costumbrista. Premio Jerónimo Luis de Cabrera