Hay muchas maneras de definir el lenguaje claro. El concepto más extendido proviene de la International Plain Language Federation: “Una comunicación está en lenguaje claro si la lengua, la estructura y el diseño son tan claros que el público al que está destinada puede encontrar fácilmente lo que necesita, comprende lo que encuentra y usa esa información”. Esta definición fue adoptada, incluso, por la Red Argentina de Lenguaje Claro. Tiene la virtud de destacar el carácter pragmático de la comunicación: el mensaje no sólo debe ser comprendido sino que el destinatario, además, debe poder usar la información para ejercer sus derechos. También visibiliza un aspecto fundamental de la composición de documentos: el diseño gráfico de las piezas de comunicación.
En esta columna también hemos propuesto una definición más centrada en el proceso de producción de los textos legales: el lenguaje claro se propone extirpar de la escritura jurídica aquellos elementos que enrarecen innecesariamente los textos. Esta noción enfatiza otra dimensión del fenómeno: la deconstrucción de los procedimientos de enrarecimiento del discurso jurídico, destinados a instituir una distancia entre el enunciador legítimo y el resto de la ciudadanía. De esto han escrito muchos autores, desde Michel Foucault y Pierre Bourdieu hasta Carlos Cárcova y Ricardo Entelman.
Sin embargo, hoy querría proponer otra definición del lenguaje claro. Algo más prosaica, acaso; pero no por ello menos profunda que las anteriores. En todo caso, diría que es complementaria. Se trata de entender el lenguaje claro como una forma de cortesía con el lector.
Si hay algo que caracteriza a la clarificación discursiva es la relación que se establece entre el texto y el destinatario. No se escribe para un auditorio universal y abstracto (como proponía Chaim Pelerman) sino para destinatarios concretos: el justiciable, los abogados de las partes, el tribunal de alzada y la comunidad en la que el órgano judicial ejerce sus funciones.
Para escribir un discurso claro, los enunciadores jurídicos (ya sean magistrados, funcionarios judiciales o letrados) no tienen otra alternativa más que pensar en sus destinatarios: tanto en aquellos intérpretes inmediatos e ineludibles, como en aquellos destinatarios potenciales que razonablemente pueden tener interés en un texto determinado.
Estoy pensando, por ejemplo, en los periodistas, en quienes la sociedad ha delegado tácitamente el ejercicio del derecho a la información. ¿En aquellas causas judiciales que revisten trascendencia pública o relevancia institucional, no sería conveniente prever estrategias discursivas destinadas a este tipo de destinatario? Componer, por ejemplo, síntesis informativas que acompañen la difusión de las sentencias; o incluir en los mismos textos jurídicos recapitulaciones breves que permitan comprender rápidamente el principal argumento de la resolución. Poco a poco, estos procedimientos se están llevando a la práctica en la mayoría de los poderes judiciales argentinos; pero todavía queda mucho terreno por recorrer.
En efecto, si el enunciador jurídico no imagina a los destinatarios concretos y potenciales de la resolución, tendrá dificultades para construir una comunicación clara para todos. Necesita pensar en sus lectores, prever sus competencias lingüísticas y enciclopédicas, imaginar sus posibles reacciones, componer hipótesis interpretativas. ¿Qué palabras desconocen, qué expresiones pueden generar ambigüedad, qué conceptos deben precisarse para evitar malentendidos?
Pensar en los destinatarios de las sentencias y tenerlos en cuenta a la hora de componer los textos es mostrar cortesía con el lector. Es aplicar el concepto de empatía al trabajo discursivo. Ponerse en el lugar del otro.
Algunos experimentos lingüísticos muestran que cuando un niño de nueve o diez años habla con otro de tres, despliega estrategias de adaptación discursiva para que el más pequeño pueda entenderlo sin inconvenientes. Es decir, muestra empatía con su interlocutor, tiene gestos de cortesía con su oyente. Ahora bien, si los niños pequeños pueden llevar adelante este tipo de procedimientos discursivos, cómo no van a poder hacerlo los abogados, las abogadas y, en definitiva, todos aquellos que tenemos alguna responsabilidad pública. Está en juego nada más y nada menos que la eficacia del discurso jurídico. Pero eso será motivo de otra reflexión.
(*) Doctor en semiótica y licenciado en comunicación social