Las sentencias judiciales pueden ordenar cuestiones que resulten valiosas para la comunidad pero no siempre está asegurado que verdaderamente transformen el mundo real – Por Armando S. Andruet (h)*
Hemos de señalar que el nombrado perfil del juez Heracles será más evidente en los países donde existen jueces que tienen la jurisdicción constitucional en una forma independiente, independientemente del control difuso de constitucionalidad que pueda existir en todos los jueces.
Sin perjuicio de que ello no ocurre en nuestro país y tampoco en la provincia de Córdoba, creo como juez que he sido por muchos años que existe una dimensión afectivo-política que no siempre es registrada cuando se hacen consideraciones respecto a la decisión judicial. Por ello, haré unas aportaciones elementales a dicho problema desde una perspectiva más próxima a la sociología de la judicatura y la ética judicial, antes que a la filosofía política o del derecho que naturalmente tienen mucha relación con ello.
Por lo pronto advertimos de que si bien los jueces pueden resolver y disponer muchas cuestiones, existe un número determinado de ellas que aquejan y mucho a las personas que son removibles sólo transitoriamente. Y que luego de dicha intervención judicial, tarde o temprano, volverán a desarrollarse e instalarse dichos malestares sociales, como una suerte de tumor maligno que resulta invencible ante cualquier gestión de terapia química judicial.
Dichos tumores sociales habrán de volver a generarse y constituirse con independencia de quién disponga su remoción y cuántas veces lo haya hecho. Ello es inexorable y no conocer que la realidad es la dimensión de verdad que los jueces no pueden soslayar bajo aspecto alguno, es un camino que la judicatura no debería transitar ni siquiera como opción de emergencia.
Por lo tanto, es que también la vida de los jueces conlleva una cuota de pesadumbre moral que, para decirlo con las palabras que utiliza Albert Camus para retratar el personaje central de su cuento La Caída (Bs. As., 1998, Losada, pág. 11), es lo que conforma la figura del juez penitente y a quien, hace algunos años -en otros escritos- nombramos con el mitológico nombre de Heracles.
El juez Heracles está muy lejos de tener dos certidumbres. La primera de ellas: conocer a priori si habrá de tener una respuesta satisfactoria y adecuada para los casos en que deba intervenir. Por otra parte, saber que aunque encontrara ella, en manera alguna puede suponer que habrá de colmar un estándar de satisfacción moral y judicial representado en su juicio ético como significativamente completo e íntegro.
Heracles tiene la comprensión, que lo entristece profundamente, de saber que no es posible a veces sólo con el vector de la decisión judicial (o para decirlo mitológicamente, con la fuerza de la sentencia) que se produzca el cambio transformativo y positivo que dicha cuestión angustiante produce en él, que se presenta como fuerte para hacer cosas pero al fin débil para poder ejecutarlas.
Todo ello sin duda es fruto de saber que junto al capítulo sentencial que le corresponde al juez disponer, existen otros colectivos de factores que en muchas ocasiones no se encuentran en una igual sintonía. Sea ello porque quienes ejecutan esos instrumentos -que por lo general son funcionarios públicos si la materia está vinculada con la práctica constitucional en sentido expreso- no hacen todo lo posible para que así se produzca o porque simplemente, más allá de cualquier voluntad en contrario, se trata de una imposibilidad real la transformación que la sentencia de Heracles dispuso.
En este último sentido, los jueces también deben comprender que los sistemas jurídico-judiciales no se mueven al compás literario del realismo mágico latinoamericano, tantas veces encarnado en la ilustre pluma de Gabriel García Márquez. Las sentencias judiciales pueden decir y ordenar cuestiones que resulten valiosas para la comunidad en general pero no siempre está asegurado que ellas verdaderamente impacten transformando el mundo real.
Heracles tiene una dimensión romántica que luego será la causa de su entrañable tristeza, que le hace creer que los jueces hacen cosas reales con las resoluciones que dictan. En algunos casos ello es posible, particularmente cuando se vinculan ante su mirada judicial individuos particulares. Más no siempre cuando quien debe cumplir es el mismo efector de las políticas públicas. Siempre recordará Heracles preventivamente que un colega francés, angustiado porque en la comarca había pasado mucho tiempo sin lluvias y las cosechas corrían riesgo de ser perdidas, no tuvo mejor criterio que disponer ordenarle a la naturaleza que se produjera la lluvia milagrosa. Heracles no es ingenuo pero se deteriora de gran forma ante la injusticia que no es posible restañar.
Con lo dicho entonces, fortalecemos el concepto que aun las buenas decisiones no importan las mejores transformaciones. A veces los logros que se producen en el horizonte social, por los cuales muchas veces los ciudadanos hacen los respectivos juicios aprobatorios o no del funcionamiento de sus tribunales, son sólo unas ligeras variaciones en la sustancia de la materia discutida, o en otras ocasiones meras estéticas morfologías que se realizan sobre el fenómeno en cuestión.
Los jueces deben saber, y Heracles lo recuerda -mitológicamente con el luctuoso suceso que aconteció con Ífito-, que desde el momento mismo que se es juez (y con mucha más razón si tiene la jurisdicción constitucional) que no son los jueces una suerte de brazos ejecutores de las transformaciones del Estado y de los derechos desatendidos de los ciudadanos. Sino que son, al fin de cuentas, sólo unos posibles buenos lectores de derechos sociales o individuales postergados que son reclamados. Como que también son los magistrados, por imperio de la Constitución, quienes se encuentran en la mejor situación para cooperar en la transformación requerida en cuanto ella sea debida.
A la vez, hay que reconocer que la misma Constitución es regla y medida y que los jueces no son la medida de la Constitución. Como tampoco los funcionarios son la estatura de las instituciones sino que ellas, Constitución o institución, son siempre la expresión democrática de la sociedad que así la ha dispuesto. Por lo tanto, es tan malo para los jueces desconocer ella en su realidad como maximizarla en su texto, para con ello intervenir sin límite en su nombre.
La magistratura no es un poder que esté por encima de los otros poderes del Estado y el siglo XXI no es la centuria de los jueces, como se indica, después de reconocer que el siglo XX ha sido el correspondiente al Poder Ejecutivo y el anterior al Poder Legislativo. Todo tiempo en el Estado de Derecho Legal es tiempo de los jueces, sin perjuicio de que en el Estado de Derecho Constitucional dicho rol se vea potenciado. Por lo que es importante estar precavido de ello para evitar desbordes que la magistratura puede cometer y que son igualmente generadores de desconfianza pública.
Hay jueces que han vivido frustración, sea ello porque el imperio del derecho no es suficiente para modificar la tiranía de lo real y que otros se empecinan en no dejar modificar o por algunas otras razones de especie diferente. Estos jueces habrán experimentado momentos de aciaga melancolía sociojudicial y conocen que cuando ello ocurre el juzgador es sobrecogido de una profunda tristeza y, si por fortuna se trata de un individuo-juez de completa integridad, como es Heracles, no dudamos de que también habrá pensado sobre la escasa satisfacción que dejan en muchas ocasiones los tribunales a esa incansable pregunta que todos se hacen: ¿cómo dar justicia a ciertas personas? o ¿cómo evitar la injusticia que se realiza con ellas?
Enfocar la mira del problema sobre la labor de los jueces es justamente maximizar la complejidad de la pregunta y potenciar también la dificultad de la respuesta. Todos los jueces pueden tener pesadumbre moral, mas no dudamos de que cierto tipo de jueces ,que responden al fenotipo del juez Heracles, habrán de llevar dicha situación en ciertas ocasiones a extremos de frustración moral. Esto por no visualizar los cambios deseados en las estructuras e instituciones, o en las circunstancias o contextos, todo bajo la intermediación de una decisión judicial que así lo disponga.
Parte de la remediación estará sin duda en la mayor formación de abogados para la litigación en materia constitucional en particular, y también en la generación de las estructuras de sostén que brindarán complemento a tales desafíos. Pero en rigor, el eslabón más fuerte de dicha cadena estará en la magnífica fortaleza que Heracles, aunque entristecido, siempre seguirá colocando para modificar un estado de injusticia que le ha sido presentado, porque la peor injusticia es cometerla con la misma justicia de no hacer.