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El indio Pachi (II)

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El clavel del aire le regaló al indio Pachi el amor de Blanca Romero. Doña Blanca fue una gran mujer, respetada y querida no sólo por toda la gente del Cerro Colorado sino también, y muy especialmente, por los centenares y centenares de visitantes que se llegaban a los pétreos templetes del arte rupestre.

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Su habilidad culinaria, dentro de las variantes de la cocina criolla, se distinguía en la región. Transmisora de sabores, la llamó algún agudo observador. Participaba de la cosecha del algarrobo y según nos relata Fernando Morales fue una de las principales impulsoras de la Algarrobeada, la fiesta del pueblo por excelencia.

La proverbial hospitalidad de los naturales de nuestras campiñas tuvo en ella una manifestación exquisita. Tal vez no pueda mencionarse un necesitado de albergue que no haya encontrado cobijo en su rancho perimetrado por un monte de algarrobos. Son famosos sus dulces, todos fabricados con frutos de la tierra cercana, y celebrado el pan caliente de cada mañana con que atendía a los curiosos de la historia y a los apetentes del flujo sanador de la naturaleza.

A principios de los 60, Marisa Puig llegó al Cerro Colorado integrando una manada de scouts de Alta Gracia y vivió una experiencia muy particular. Afectada por un fuerte dolor de muelas, se arrimó al rancho de doña Blanca en busca de ayuda. Franqueada que le fue la puerta con la amabilidad de siempre, pudo comprobar, pese a su dolencia, el orden reinante en el recinto, el sencillo buen gusto, las prolijas carpetitas tejidas con maestría artesanal y sobre todo la pulcritud del piso de tierra impecablemente barrido con pichanas. En esa oportunidad Marisa fue paciente inesperada del indio Pachi, cuando éste acudió al llamado de su esposa. Impuesto de la molesta situación, Pachi, con los modales corteses que lo caracterizaban, le pidió permiso para vendarle los ojos y luego le aplicó una fría sensación sobre la zona afectada. Al rato, el oficioso curandero retiró el presunto objeto, a la par que quitaba la venda que cubría la vista de la doliente. Marisa pudo ver entonces cómo el dueño de casa pateaba suavemente algo que se movía en el piso: era un sapo. La piel de los batracios parece tener esas propiedades curativas, tal como se lo estaría demostrando actualmente en estudios realizados en la Universidad Nacional del Litoral, y Pachi lo sabía.

En fin, veterum sapientia, sabiduría de los antiguos. Lo cierto es que a Marisa le desapareció el dolor de muelas.

Fernando Morales, músico devenido en realizador de documentales, consagró dos años al estudio de la manera guitarrística del indio Pachi. Facundo Cámpora, fino intérprete de la vieja vihuela y renuevo en la expresión musical de nuestra tierra, nos anotició de los intereses de este pergaminense, como Atahualpa, y sus observaciones nos sirven para visualizar la creatividad y la técnica ejecutoria, instintiva y personal, de Pachi.

Según quienes lo escucharon, Pachi supo llevar el paisaje a su instrumento con sentido rítmico, particularmente en la hondura y en la calidez de las chacareras y de las zambas. Sus composiciones fueron y son motivo de análisis folklóricamente eruditos de músicos populares como el Chango Rodríguez, Carlos Di Fulvio, Aníbal Sampayo, Jorge Cafrune, Ica Novo y naturalmente Atahualpa Yupanqui, Fernando Morales y Facundo Cámpora. José Ignacio Rodríguez y Patricio Barrera eran compadres y así como Pachi tomaba por propia la casa del trovador del Clínicas en sus viajes a la ciudad por trámites o cuestiones médicas, la vivienda del Cerro Colorado y las atenciones de doña Blanca alegraban los días, a puro canto y guitarra, del autor de las mareas y otros ritmos que calaron hondo en los cordobeses.

Todo nos conduce a considerar en Pachi una forma especial de representar el sonido criollo en una guitarra, como sostiene su difusor ya mencionado. Tocaba del lado zurdo, pero sin invertir las cuerdas. Si bien esto no era novedoso en nuestros campos, en él adquiría una jerarquía relevante, rayana en la sorpresa para quien lo escuchaba y observaba. Dicen que sabía hacer malabares con la caja y el encordado, pero su modestia le impedía todo exhibicionismo en ese sentido. Su relación con la guitarra se involucraba con el mayor de los respetos.

Roberto del Lazo, nuestro reconocido concertista internacional, que disfrutó de las tertulias bajo el alero de la galería de su casa, nos dice sin ambages de la profundidad de su virtuosismo. Todos los caminos del Cerro Colorado parecen enderezarse hacia la valoración de un intérprete sensitivo y de sobresalientes condiciones sólo sugeridas por el encanto de duendes de una naturaleza prodigiosa. Carlos Di Fulvio lo calificó como “decidor de pensamientos callados”.

Poco queda como elementos tangibles de la capacidad compositiva del Indio Pachi, de su armonía integrada con las telúricas sensaciones, de su melodía preñada de espiritualismo, de sus labios apretados y de sus dedos volátiles con tañido de ángeles.

Quedan su casa, su galería, sus algarrobos custodios, algunas grabaciones y el vagabundeo de su ser interior entre las alabanzas del transcurrir del arroyo y el quieto señorío de los matos, entre la nostalgia del cóndor y la presencia pictográfica de llamas y guanacos, entre el aroma cordialísimo del pan caliente de doña Blanca y el tranquilo jolgorio de los guitarreros del boliche, de ese lugar de encuentro comarcano donde se conocieron con Atahualpa.

(*) Abogado-notario. Historiador urbano costumbrista. Premio Jerónimo Luis de Cabrera.

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