Por Armando S. Andruet (h)*
twitter: @armandosandruet
Exclusivo para Comercio y Justicia
Ninguna novedad aporto al decir que Argentina es un país que se encuentra asediado por la corrupción, tanto pública como privada. Como que también las diversas consultas de opinión que al respecto se hacen formalmente, denotan que siempre los conciudadanos parecen encontrar problemas más serios que el que apuntamos; y quizás lo sean en el corto plazo, pero sin duda nunca en el mediano o largo.
De todas formas, lo que no se puede desconocer es que Transparencia Internacional -una de las agencias internacionales pionera en los registros de esa realización patológica que concierne e inocula con su malignidad a hombres e instituciones por igual, sin diferenciación de escalas sociales- indica que para 2018, sobre 168 países contabilizados, Argentina ocupa el 85º lugar. No dudo de que alguien también diga que estar en el medio de la tabla es la media y, por ello, no vale alarmarse demasiado.
Dicho ello, no puedo dejar de pensar que la corrupción y los poderes judiciales tienen una penosa relación de maridaje, y que ello, si bien no conozco si siempre ha existido, de lo que no tengo dudas es que en la contemporaneidad aparece más reiterado.
Las informaciones que circulan en los medios de comunicación, relativas a jueces y corrupción, hasta no hace mucho tiempo reflejaban principalmente otros países en dicho escenario y no el nuestro. Para los jueces argentinos, en general, reservábamos otra cantera de problemas, de menor entidad, puesto que durante mucho tiempo hemos creído que ellos eran superiores éticamente a los de otros países del concierto Latinoamericano y del Caribe. Nos hemos creído, los jueces argentinos y los ciudadanos argentinos, que en Argentina ese singular y horroroso desafío de una administración de justicia atravesada por soborno, cohecho, tráfico de influencias, corrupción al fin, no era nuestro.
Hemos creído durante muchos años que la estatura moral de nuestros jueces era infranqueable para tales cuestiones, como que también los soportes institucionales que estaban en marcha podían hacer frente a tan nefastos designios. Consideramos, con error, que el Poder Judicial parecía inmunizado ante ello. Sin embargo, el presente lo pone en severa duda.
No importa para este juicio si los casos son muchos o pocos. Aunque fueran pocos, lo cierto es que, tratándose de jueces y, por lo tanto, personas que son -o deberían serlo- modelos de ejemplaridad para los ciudadanos, basta que sea uno solo para imponer una generalizada afectación de la confianza pública. En ese delicado momento se encuentra buena parte de la administración de justicia.
No estoy en condiciones de hacer una etiología del mencionado diagnóstico, sólo me basta con saber que, de persistir dicha práctica en el Poder Judicial, el camino -socialmente hablando- es de corto plazo y las consecuencias serán demoledoras para el bien común.
Cuando señalo el Poder Judicial no me refiero en particular ni al federal ni al provincial y, de este último, ni a una provincia ni a otra, toda vez que, en rigor de verdad, cualquiera de los nombrados puede quedar en la negativa condición. De allí es que con absoluta realidad los poderes judiciales de la República tendrán que hacer una revisión minuciosa para diagramar sus sistemas de integridad, en el caso de que no tengan en ejecución ninguno, o de someter a revisión los estándares de los que estén en funcionamiento.
Por ello, resulta conveniente destacar qué cosa entendemos por un sistema de integridad en un poder judicial, puesto que no de todos los que nominalmente consideran poseerlo en rigor se pueda afirmar que lo tienen. Por de pronto, señalo que se trata en principio de estructuras que aseguran encarrilamientos disciplinarios y éticos en la práctica judicial. Lo dicho en primer lugar resulta lo más generalizado; no así lo segundo.
Además, pueden sumar otro conjunto de instrumentos que promuevan o acrecienten el valor del capital humano, y también los controles y seguimientos de los sistemas financieros y de rendición de cuentas que se cumplen dentro del Poder Judicial.
Ética de los jueces
Me habré de referir ahora al aspecto nombrado en primer lugar, que queda encerrado en una matriz mayor que se denomina de ética judicial, y para que ella pueda ser considerada verdadera institución que puede configurar un sistema de integridad, debe tener algo más que la existencia de un código de reglas éticas.
Por de pronto, debe contabilizar un cierto y determinado régimen de consecuencias que se inicien bajo un marco recomendativo ético, que luego podrán ser configurativas de instancias de mayor raigambre desde el ámbito disciplinario-administrativo y finalmente hasta, quizás, desembocar en el mismo requerimiento de destitución.
En este marco del problema, quizás uno de los elementos que se focalizan en el centro de la escena judicial y la corrupción, en mi parecer, se vincula con lo ya dicho en otras ocasiones, que es la relación que establecen los jueces con el cúmulo de poder que ellos mismos poseen y que en la mayoría de los casos -desde la ingenuidad- consideran que es una relación la que se establece, de sencilla realización y controlable en todo momento.
No hace falta decir, pero no se puede soslayar que la mayoría de los problemas éticos se presentan en la vida de un juez se relacionan en su origen con diversos inconvenientes o inconsistencias que a él se le presentan, por el modo de conducirse con el mencionado poder que, como tal, le es inherente al cargo de la judicatura que ejerce.
A ello se suma que los jueces son personas que ejercen su cargo con el poder que les es inherente -a más del que les agrega simbólicamente la sociedad-, sin una limitación temporal en sentido estricto sino que tendrán dicho poder mientras sean jueces, por lo cual se extiende por todo el lapsus en el cual no se advierta un mal desempeño en el cargo.
Ello produce una combinación amigable para la promoción de prácticas abusivas en el ejercicio del cargo y, con ello, en el más nefasto de los casos, cercanas posibles a una práctica corrupta; y en el más tenue de los supuestos, comportamientos que, sin ser corruptos en sentido fuerte, son insinuativos de ellos, que en muchas ocasiones ni siquiera son percibidos como tales por los jueces; puesto que han sido ya inmunizados por el mismo ejercicio de un poder sin tiempo de clausura. Y cuando no hay conclusión de la función y hay poder en ella, hay que extremar los recaudos para cuidar que dicho ejercicio no se vea teñido de prácticas que, al menos, pueden conllevar abuso de poder.
Desde este punto de vista y como necesidad para estos casos -más de afectación de la ética judicial que de la corrupción-, los cientistas políticos James March y Johan Olsen han señalado la existencia de diversos criterios de corrección, los cuales son formulados preventivamente y que, como tales, para muchos de esos casos son suficientes. Para otros más graves, son de una debilidad extrema.
Criterios de corrección
Entre los criterios de corrección más reconocidos se ubican los códigos de ética, los cuales, para ser tales, deben tener un sistema de consecuencias, el que -siempre he creído- debe orientar en la tarea de la reflexión interna del juez que ha tenido el comportamiento impropio.
Dichos códigos de ética habrán de tener tres grandes ejes que luego son atendidos por diferentes principios o virtudes éticas como tales. Ellos son: i) Los que evitan comportamientos que antepongan lo personal a lo público; ii) los que cuestionan la carencia en el juez de autonomía moral y política para las decisiones, y iii) los que denuncian debilidad o ausencia en la realización de la integridad.
Dichos supuestos no son, en principio, tan graves y, por ello, los criterios de corrección funcionan bien; no así cuando los hechos se instalan en la esfera delictual, como es lo relativo a los hechos de corrupción que, como tales delatan que la tarea preventiva ha sido infecunda.
Todo lo dicho puede llevar a pensar que las fallas éticas son también prácticas corruptas, lo cual -quizá- en sentido ontológico podría ser tal, aunque digo, de una corrupción de escala menor o blanca; aunque igualmente nos parece una exageración. Reservo la idea de corrupción cuando la integridad se ha perdido en modo grave y severo, no cuando ella sólo se ha afectado en modo incidental y completamente reversible. Pero no debemos olvidar que sin la previsión -que proponen los códigos- el camino a la práctica corrupta es siempre más cercana.