Por Carlos Ighina (*)
Juan Bautista Alberdi, polémico pero ilustrado indagador crítico de nuestras instituciones, llegó a decir: “La soberanía del pueblo existía en Sudamérica, como hecho y como principio, en el sistema municipal que nos había dado España.”
Es que el tucumano, intelectualidad de formación histórico-jurídica, tenía conciencia de la importancia que habían cobrado los municipios en la historia de España, como entidades contenedoras de la vocación independiente del pueblo de la península.
El itinerario institucional del municipio había comenzado con la Constitución de Caracalla, emperador de Roma, cuando los gobiernos locales de los pueblos ibéricos se organizaron a la manera romana, es decir, con autoridades representativas de la comunidad, mandatos periódicos, principios democráticos en la elección y responsabilidad funcional de los elegidos en cuanto a sus actos. Estas pautas, pese a la distancia de siglos, habrían de repetirse más tarde en el extenso territorio colombino.
Si bien se encuentran inscriptos dentro de la tradición aragonesa, los cabildos fueron los continuadores en América de los fueros castellanos, donde la ciudad celaba por sus propios derechos, aun frente a las pretensiones de reyes y señores.
La institución que fundó la personalidad de las naciones hispanoamericanas fue principalmente el cabildo, como sostiene Pascual R. Paesa, y sin duda, en la formación de la nacionalidad argentina gravitaron los cabildos con mayor fuerza que en ninguna otra nación americana. Esto se desprende de una consideración geopolítica basada en la ubicación geográfica de las ciudades del Tucumán y del Río de la Plata, aisladas de los centros de poder por enormes distancias y dificultosas comunicaciones. Esta situación concreta derivó en el fortalecimiento del regionalismo con toda su carga adhesiva respecto de la tierra, que como ámbito entrañable sólo era concebida en cuanto aposento de la libertad.
Aquí debe buscarse el primer y mejor antecedente de la independencia americana y los orígenes de una democracia intra-hispana.
El cabildo constituyó, desde esta perspectiva, un organismo fundamental para la política estatal española en Indias. Era la instalación del cabildo lo que confería jerarquía política a una ciudad, pues sólo después de constituirse este cuerpo colegiado podía tenerse por concretada una fundación.
Eso es, precisamente, lo que hizo don Jerónimo Luis de Cabrera el 6 de julio de 1573, cuando designó a los componentes del cabildo, junto a Blas de Rosales y Hernán Mexía Miraval para que como alcaldes administraran la real justicia.
Ciertamente, ésa fue la única vez en que la autoridad principal nombró a los miembros del organismo colectivo, pues la sola forma admitida para llenar los cargos –en Córdoba y en toda América- era la de la elección por los miembros salientes como manifestación representativa. La renovación de los funcionarios se hacía cada año (cada primero de año dice nuestra acta fundacional) y en el caso de Córdoba no podían ser reelectos, pues fue preocupación de Cabrera el evitar los monopolios en la corporación.
Las reuniones capitulares, también llamadas ayuntamientos, eran presididas por el gobernador o su teniente y, en defecto de éste, por el alcalde de primer voto. Las funciones del cuerpo eran amplias y complejas porque ya peticionaba a las autoridades, como revocaba actos de gobierno, impartía justicia por medio de los alcaldes, tenía a su cargo la policía, controlaba los precios de los artículos de primera necesidad, realizaba el reparto de la tierra pública, admitía nuevos vecinos, supervisaba la matanza de ganado o las pesas y medidas y hasta asumía sobre sí la responsabilidad de la caridad pública y el sostenimiento de hospitales y escuelas. Estas actividades, que son meramente ejemplificativas, nos están diciendo de la gran similitud de funciones con el municipio actual.
Para aspirar a ocupar cargo en el cabildo se necesitaba ser vecino, es decir, aquel ciudadano que poseía “casa poblada, armas y caballo”, con residencia en el lugar desde un número de años y dispuesto a sustentar y defender la ciudad según la voluntad del cabildo. El pretendiente elevaba una petición al cabildo para que, aceptándolo, lo asentase en el libro correspondiente.
Como se ha visto, en la elección de regidores los procedimientos democráticos no se compadecen con el criterio moderno, pues el sufragio era calificado –votaban los que tenían la calidad de vecinos y además eran los cabildantes salientes-, pero es necesario ubicarse en el momento histórico, donde la formación política del pueblo revelaba formas menos evolucionadas.
En determinados períodos, ciertos cargos fueron vendibles para sostener la crisis financiera de la Real Hacienda. Sin embargo, debe destacarse que esta práctica causó desagrado en la institución capitular, que en muchos lugares la consideró dañina para su dignidad y eficacia. En la venta de los cargos se tuvo especial cuidado en excluir aquellos con jurisdicción, o sea, los que administraban justicia, tal el caso de los alcaldes de primero y segundo voto.
Pese a sus falencias y puntos criticables, el cabildo aparece, considerando la distancia de siglos respecto de los actuales conceptos de democracia representativa, como germen de un sistema más fortalecido de los intereses de la comunidad ante un poder tradicionalmente concentrado.