Por Luis Carranza Torres* y Carlos Krauth **
Se han cumplido, días pasados, tres décadas de la caída del muro de Berlín. Estos aniversarios liminares deberían ser recordados no sólo como acontecimientos históricos sino también -o fundamentalmente – conforme el significado político social que tienen y no es nada menor: la derrota de un sistema totalitario, una de las dictaduras organizativamente más eficaces en su modo de opresión, a manos de la vieja lucha por la libertad de los individuos anónimos.
Cuando hablamos de libertad lo hacemos desde el concepto moderno. La libertad de las personas, el reconocimiento de sus derechos fundamentales, el permitir decidir por sí mismos qué hacer de sus vidas, que no quede el actuar personal subordinado al arbitrio paternalista de un grupo de personas que toman el poder del Estado y lo ejercen a su gusto y placer.
Después de la Segunda Guerra Mundial, el mundo se dividió en dos. Por un lado, el mundo capitalista y, por otro, el comunista. Alemania, derrotada en la guerra, fue el país que vivió de manera más cruda esa separación. Un mismo pueblo dividido por cuestiones políticas.
Y una ciudad, que además fue dividida por un muro: el “muro antifascista” o el “muro de la paz”, según los comunistas, y, para el resto del mundo, el “muro de la vergüenza”. Reseña el diario El País: “Era más que un muro. En realidad, era un emparedado de muerte entre dos paredones.
El perímetro exterior estaba fuertemente iluminado y su pared interior, pintada de blanco para reflejar mejor la silueta de los que intentaban huir; zanjas, dunas, torretas con vigilantes armados en la llamada franja de la muerte, alambrada de espino, vallas metálicas y trincheras y bloques de hormigón de dos toneladas de peso y entre 2,5 a 3,6 metros de altura por 1,5 de ancho. En algunas zonas, los policías patrullaban con perros y había barreras antitanques”.
¿Porque se construyó el muro? Para evitar que los berlineses del este pasaran a la República Federal, pero… ¿porque se escaparían? Sencillo, porque buscaban progreso y libertad.
Al lector seguramente no se le escapará lo paradójico de esto. Tal vez el aspecto más trágico del muro sea la cantidad de muertos por intentar cruzarlo. Se cree que cerca de un centenar murieron y unos doscientos fueron heridos. En tanto, unos cuatro mil lograron evadirlo en sus 28 años de existencia.
Precisamente hace unos días un conocido, oriundo de los Países Bajos, nos comentaba que a él le tocó trabajar en Alemania Oriental a los pocos meses de la caída del muro, y que le llamó mucho la atención que muchos de sus compañeros de trabajo tenían amigos que murieron intentando cruzar el muro.
También que las ciudades eran deprimentes aún. “En los súper no había casi nada para comprar y sólo se usaban autos soviéticos chiquitos”, afirmó. Cuando oíamos esto nos acordamos de la excelente descripción que de esa sociedad hizo Gabriel García Márquez en su libro De viaje por la Europa del este.
Es bueno que recordemos estos acontecimientos, sobre todo en estos días en los que la irracionalidad, el fanatismo y la intolerancia están de nuevo entre nosotros, ganando espacio a fuerza de atropellos, desmanes, frases incendiarias y afines, como no podía ser de otra manera. Es que los totalitarismos y autoritarismos se asientan en esas premisas. Vengan de donde vengan y los apoye quien los apoye.
Sabemos de sobra lo que pasa cuando ellos ganan: se acaba la libertad y la posibilidad de decidir sobre el destino de nuestras vidas.
Parafraseando a Thomas Jefferson, el precio de gozar de la libertad es su eterna vigilancia. No tanto de un Estado sino de los ciudadanos comunes. Aniversarios como este sirven, precisamente, para poner eso de manifiesto.
(*) Abogado. Doctor en ciencias jurídicas
(**) Abogado. Doctor en Derecho y ciencias sociales