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Democracia o violencia

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Por Luis Carranza Torres (*) y Carlos Krauth (**)

La democracia es un sistema de toma de decisiones por el cual los ciudadanos resuelven sus desacuerdos de manera pacífica, por medio del debate de las distintas posiciones. Tal debate se caracteriza por el intercambio de argumentos y razones en el que todas las voces deben participar y ser escuchadas. En caso de que no se llegue a un acuerdo, es decir nadie haya logrado convencer a los demás y se haya conseguido un consenso o, cuanto menos, una solución de compromiso aceptable para las partes, se procede a definir el desacuerdo a través de la votación, imponiéndose así, de manera civilizada, la postura que tenga una mayoría dentro del grupo.

Si bien no se trata de un sistema perfecto es, recordando el pensamiento de Garzón Valdez, el único sistema justificado moralmente, ya que implica decidir mediante un método pacifico, en el que todos pueden y deben participar, por lo que la política a seguir no es impuesta de manera autoritaria, tal como ocurre en dictaduras (donde resuelve una persona) o en una aristocracia (en donde la toma de decisión pasa por un grupo “calificado” de personas ). 

Es cierto que, dado lo complejo de las sociedades actuales, no resulta posible que los ciudadanos participen de manera directa en todas las situaciones gubernativas; de allí que elijan a representantes para que actúen en su nombre, recibiendo el nombre de democracia indirecta.

En nuestro país, la democracia es, después de muchos vaivenes, el sistema vigente, el cual, si bien formalmente funciona, en la práctica, presenta algunas debilidades, generadas, en gran medida por muchos de quienes la declaman en el discurso para luego contradecir tales palabras con sus actos. 

El más reciente de estos errores es la propensión de algunos a tratar de imponer por la fuerza una idea. Es lo que ha pasado, por ejemplo, días pasados durante la votación de las leyes bases y reforma fiscal, cuando un grupo de violentos intentó impedir que se lleve a cabo la cesión destruyendo, quemando bienes, causando un enfrentamiento con las fuerzas policiales, entre otras alteraciones al orden público (esta metodología no es nueva, recordemos lo que paso con la discusión de la ley de jubilaciones en el 2017, en la que pasó a la fama tristemente “el gordo mortero”, a quien -después de estar prófugo de la Justicia- ésta le dio sólo un “chas chas en la cola” como escucháramos en algún sitio). 

Claramente, quienes ejercieron estos actos violentos -para hacer prevalecer su criterio-, no son democráticos, pero no son los únicos, ya que la misma calificación les cabe a quienes siendo funcionarios o integrantes de las fuerzas políticas opositoras, apoyaron, incentivaron, fomentaron, e incluso callaron y justificaron estos comportamientos. Entendemos que también aquellos que, en estas situaciones, en lugar de condenarlas, las justifican o apañan, también degradan al sistema democrático. 

La legislación es clara en este punto, por algo el artículo 22 de la Constitución Nacional expresa: “El pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por esta Constitución. Toda fuerza armada o reunión de personas que se atribuya los derechos del pueblo y peticione a nombre de éste, comete delito de sedición.”

En ese sentido, el art. 230 del Código Penal, reprime con pena de prisión de uno a cuatro años, a quienes “se atribuyeren los derechos del pueblo y peticionaren a nombre de éste (art. 22 de la Constitución Nacional)”, así como a los que a los que “se alzaren públicamente para impedir la ejecución de las leyes nacionales o provinciales o de las resoluciones de los funcionarios públicos nacionales o provinciales”, siempre que constituya un delito más severamente penado.

Existe asimismo el art. 211 del mismo Código, que reprime con pena de prisión de dos a seis años, a quien suscite “tumultos o desórdenes”. En el caso de que para ello “se empleare explosivos, agresivos químicos o materias afines, siempre que el hecho no constituya delito contra la seguridad pública, la pena será de prisión de tres a diez años”. Por su parte, el art. 212 impone una pena de tres a seis años de prisión al que públicamente incitare a la violencia colectiva contra grupos de personas o instituciones, por la sola incitación.

Queda claro que no hay margen, desde el derecho argentino al menos, para tratar de “hacer política” a las pedradas, incendiando autos o llevándose por delante a la autoridad por más invocación de cargo, representación o prerrogativas que se manifieste. 

Los argentinos sabemos lo que significa que se recurra a la violencia para resolver los desacuerdos sociales; tenemos un terrible pasado al respecto del que, lamentablemente, a la luz de lo que estamos viviendo, parece ser que muchos no aprendieron nada de esas tragedias.

(*) Abogado. Doctor en ciencias jurídicas

(**) Abogado. Doctor en derecho y ciencias sociales

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