lunes 23, diciembre 2024
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Comercio y Justicia 85 años

Cómo La Toma pasó a ser barrio Alberdi (2/4)

Por Ricardo Gustavo Espeja (*) - Exclusivo para Comercio y Justicia
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La nación diaguita estaba integrada por etnias o parcialidades diversas: calchaquíes, quilmes, hualfines, chicoanas, yocabites, tafíes, etcétera. Sedentarios, hábiles orfebres y agricultores en una zona de secano -La Rioja, Catamarca y parte de Salta- y en otras con buen regadío –Tucumán-, fueron amos y señores de su tierra. El cultivo en terrazas siguiendo curvas de nivel y obras de aprovechamiento hídrico muy eficiente, aún utilizadas, pese al paso de los siglos, fue uno de sus mayores legados.

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Ante el cruel avance de la conquista española se convirtieron en feroces opositores de las huestes de Diego de Rojas y Diego de Almagro. Hecho que aprovecha un personaje casi salido de la picaresca iberoamericana, tal como lo describe Roberto J. Payró en El falso inca, en 1905, y en el año 2000 Piossek Prebisch, autor de Andanzas y picardías del falso inca Pedro Bohórquez. En realidad, su verdadero nombre era Pedro Chamijo, nacido en Arahal, cerca de Cádiz, en 1602.

Con los jesuitas aprendió a leer y escribir y a los 18 años desembarcó en Pisco, tentado por la posibilidad de hacer una rápida fortuna en el Virreinato del Perú, pero sus picardías no le permitieron lograr el capital que él consideraba suficiente para llamarse a sosiego. Se casó en Quinga Tambo con Ana Bonilla, una mujer perteneciente a la casta zambaiga, es decir hija de un zambo (mezcla de africano con aborigen) y una aborigen que le daba una proporción de sangre de pueblo originario era de 75% y 25% africano.

Chamijo apeló a todas sus dotes de fabulador para convencer al virrey del Perú Fernández de Cabrera y Bobadilla, conde de Chinchón (quien generalizó el uso de la quinina en las colonias hispanas y Europa como remedio contra el paludismo, recomendado para su mujer que lo padecía) para que financiara una expedición al mítico Gran Paititi, que rebosaba de oro y plata y que imaginaba cerca de las fuentes del río Marañón. La estafa fue descubierta y Chamijo huyó a Potosí donde conoció al clérigo Alonso Bohórquez y Girón, de quien tomó su apellido, simulando ser su sobrino.

En 1639 convenció a un nuevo virrey del Perú, Álvarez de Toledo, marqués de Mancera, para que financiara una nueva expedición al Marañón, que inevitablemente fracasó. Logró huir.

Esta vez dejó de llamarse Pedro para ser Francisco. Y como “no hay dos sin tres”, en 1648 persuadió a otro virrey del Perú, García Sarmiento de Sotomayor, con el mismo resultado, sólo que esta vez no pudo escapar y fue enviado a Valdivia, en el extremo sur de la Capitanía General de Chile; logró evadirse de la prisión, llegó a Mendoza -tras un breve paso por La Rioja-, para recalar en San Miguel del Tucumán.

Los calchaquíes habían estado brevemente ligados, de forma bastante laxa, al Tahuantisuyu, pero por las razones expuestas -su enconada resistencia a los españoles-, tuvo como resultado que los jesuitas fueran rechazados por haber intentado implementar su metodología de las misiones. La situación era delicada y justamente Alonso de Mercado y Villacorta había retomado el cargo de gobernador del Tucumán. Por ese entonces corrían vagas noticias, sin ningún fundamento sólido, que en tierras dominadas por los calchaquíes había fabulosas riquezas en metales preciosos pero conseguirlas exigía arduo trabajo en las montañas. Chamijo (a) Bohórquez, a la caza de ese tipo de rumores, no tardó en enterarse; pero al ser un prófugo, buscó refugio entre las poblaciones calchaquíes. Quizás ayudado por la etnia de su esposa, se presentó ante ellos como el último vástago de la familia imperial, haciéndose llamar Inca Hualpa. El cacique calchaquí Pedro Pintaguanta le brindó asilo. Los españoles, anoticiados de su presencia, lo buscaron. Los calchaquíes y el resto de los diaguitas jamás tomaron como cierta su presunción de su descendencia inca, como está documentado en el proceso que siguió al levantamiento calchaquí. El asunto es que con mucho criterio político, los nativos decidieron que los dirigiera alguien que conociera mejor las técnicas militares españolas. El Inca Hualpa puso como condición que le dijeran dónde se ubicaban los yacimientos, trato que dejó conformes a todos pues coincidieron en que los darían según los resultados de la guerra.

Tuvo un encuentro con tres jesuitas para asegurarles que un monarca cristiano obtendría resultados positivos en la evangelización de este pueblo. Eugenio de Sánchez, uno de los jesuitas presentes, obtuvo que recibiera el gobernador Alonso de Mercado y Villacorta al autoproclamado Inca Hualpa en Pomán, cerca de la ciudad de Londres, en la provincia de Catamarca.

El encuentro tuvo lugar en junio de 1657, cuando el “soberano” se presentó rodeado de todos los caciques diaguitas, en una litera de oro macizo, ostentado la borla llamada “llantu”, signo imperial de los soberanos del incario. En su argumentación señaló que habiendo un titakin -inca en el idioma diaguita, llamado kakan en su variante calchaquí- debía usarse en las tratativas. Villacorta, subyugado, le dio trato de capitán general, justicia mayor y teniente de gobernador. El obispo del Tucumán, fray Melchor de Maldonado y Saavedra, desconfió del Inca Hualpa tal vez por no tener la codicia del gobernador y otros funcionarios hispanos y puso alerta a sus amigos.

Así, el llamado Inca Hualpa pudo manejar la situación durante dos años, que aprovechó para consolidar un gobierno sólido militarizando los valles mientras establecía su capital en Tolombón, aldea que hizo fortificar y artillar con troncos adecuadamente ahuecados, reforzados con cuero, que había aprendido a construir en su prisión en Chile, que su instructor conocía por haberlos visto en la defensa de las misiones jesuíticas contra los bandeirantes. Movimientos que no pasaron inadvertidos para los españoles. El virrey del Perú, que trató de conjurar el peligro dada la combatividad diaguita, ordenó a Villacorta que apresara al llamado Inca Hualpa y lo remitiera a Charcas.

Adelantándose a los acontecimientos, ayudado por su Lorenzo Tisapanaco, dirigió el tercer levantamiento de los diaguitas. Atacó Salta y Tucumán, donde obtuvo victoria sobre los españoles. Pero una división de 200 aborígenes fue derrotada en el Fuerte de San Bernardo.

Ése fue el comienzo del declive de las fuerzas resistentes. Buscó una salida negociada.

Escribió a la Real Audiencia de Charcas requiriendo un indulto, que le fue concedido por una junta de guerra. Sin embargo de poco le sirvió. El rumor de una nueva rebelión de los diaguitas fue considerado como “prueba irrebatible” para quienes “ejercían la justicia” y sin más lo condenaron a muerte por “garrote vil”, el 3 de enero de 1667.

(*) Periodista-Historiador.

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