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Clara López celebró sus 80 años y brindó por memoria, verdad y justicia

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Pionera en la lucha por los DDHH, a pocos días de que se retome en Córdoba el juicio de La Perla.

Clara se acomoda con las manos la falda animal print que combina con la chomba gris plomo y el saco blanco de modal que le regalaron para la ocasión. Está tan bonita que da gusto verla… le susurraría al oído el Nano Serrat.
El exceso de peso dificulta su traslado de la cama a la silla de ruedas pero sus hijos ya están cancheros después de tantos años.
A toda prisa parten de la calle Garlot hasta la Javier Díaz.  Clara podría transitar el barrio con los ojos cerrados. Lo conoce desde niña, cuando sus padres decidieron mudarse de Ascochinga a la ciudad para estar más cerca de los médicos. Don Enrique Aurelli y doña Asunta habían navegado por separado en el barco que los trajo desde Italia, a principios de siglo; pero el destino, generoso con los inmigrantes de entonces, los encontró para enfrentar la dura vida en América.

Primero radicados en las sierras cordobesas y luego del nacimiento de Clarita, en 1932, cuando la epidemia de poliomielitis, en barrio Jardín: la cementera Corcemar había aceptado a Enrique como obrero.
A causa de la polio, Clara quedó con una pierna más corta que la otra pero la renguera no le impidió presumir a Héctor en las academias Pitman.
Héctor López era un chofer de colectivo muy buen mozo, caballero y piropeador, según cuentan, con quien tuvo seis hijos: Azucena, Beatriz, Héctor, Liliana, Domingo y Julio. Convivieron algo más de una década.
En 1969, el año del Cordobazo, otro chofer se cruzó en la vida de Clara: era el conductor del camión que el nono Enrique había dejado a cargo antes de morir. Con Carlos tuvo a su séptimo hijo, a quien llamó con el nombre y el apellido de su abuelo porque su padre no era muy constante en materia de amoríos y la dejó antes de lo previsto. Fue por ese tiempo que Biqui (así apodaban a Héctor, su primer varón) comenzó su militancia en el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT)-Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), donde conoció a Liliana Páez, su compañera (fusilada en la Penitenciaría de barrio San Martín -UP1- en 1975).

El día en que secuestraron a la pareja cambió para siempre la vida de Clara, una mujer común y corriente, que cocinaba, lavaba, planchaba y cuidaba niños propios y ajenos. Incluso por esa época atendía junto a Julito un puesto de lomitos y choris en el parque Sarmiento. Eran demasiadas las bocas para alimentar.
El encierro de Biqui en las distintas cárceles del país duró casi trece años. Cuando salió en libertad, su madre se había transformado en referente indiscutida de lucha por los derechos humanos de Córdoba y, luego, de Argentina.
En un primer momento rastreó a su hijo y a su nuera por cielo y tierra, como todas las madres de aquel tiempo. Y cuando los encontró se dedicó a recorrer el país en busca de otros hombres y mujeres que estuvieran atravesando la misma situación que ella y los ayudó a organizarse.
Su compromiso político aumentaba con los allanamientos y las persecuciones. En Buenos Aires conoció a Lilian y Lucas Orfano, a Angelita y Remy Vensenttini, a Cata Guagnini, a Mabel Gutiérrez, Clarita Israel, Mauricio, Polda Segalli, Emma Bidón Chanal y a tantos otros militantes que dieron forma a la incipiente organización Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas. Sus muletas la llevaron incluso a Brasil, en donde desenfundó los “caramelos” que contenían dentro las denuncias de los presos escritas con letra casi microscópica, en finos papeles de cigarrillo “impermiabilizados” con celofán. Denuncias que hizo pública Clamor, organización de derechos humanos brasileña.

Con la ayuda de Osvaldo Bayer y su amiga Lilo Stich, coordinaron desde Alemania acciones de denuncia y solidaridad no sólo con Argentina sino con otros países de Sudamérica. Participó de la creación de Fedefam, la Federación Latinoamericana de Asociaciones de Familiares de Detenidos-Desaparecidos de Latinoamérica.
Colaboró activamente con el pediatra Roger Becerra en la creación del Taller Julio Cortázar, un espacio de contención mediante el arte que intentó reparar el alma de los más pequeños de esas familias ultrajadas. (Apadrinado por Joan Manuel Serrat, el Taller Julio Cortázar fue el embrión de H.I.J.O.S., otra organización emblemática).
Clara pasó a la silla de ruedas en 1995, a causa de un accidente cerebrovascular que le afectó el lado sano de su cuerpo e incluso el habla. Pero es evidente que la lucha le corre por las venas porque, aun postrada la mayor parte del año, cada 24 de marzo se incorpora en su asiento rodado para encabezar, con el puño en alto, las sucesivas marchas por memoria, verdad y justicia.

Esa noche, el club está repleto. “La nona podría armar su propio partido político”, bromean algunos. Claro que sí: siete hijos, 23 nietos, 28 bisnietos y tres tataranietos (dos en camino). Si a ellos les sumamos las nueras, yernos y amigos de la familia y la militancia, somos más de un centenar quienes aguardamos las 12 de la noche para brindar por el cumpleaños número 80 de esta querida matria argentina, que no pudo con su genio y aceptó el desafío del micrófono para hilvanar unas palabras.
Sólo encontró una, que balbuceó con la copa en alto: “¡Desaparecidos!” A ellos quería ofrecerles ese momento, quizás uno de los más felices de su ajetreada vida.

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