El destino del Estado, una vez recuperado como aparato al servicio de la sociedad. Y la interpelación a los funcionarios sobre si les interesa el poder o servir a los demás . Por Enrique Martínez / Ingeniero. Presidente del INTI.
En todo el tiempo que va de este siglo ha ido instalándose en la agenda común el reclamo de una mayor presencia del Estado en la sociedad. Aquello de “achicar el Estado es agrandar la Nación” va quedando más y más lejos en la memoria. Sin embargo, no queda clara cuál es la consigna de reemplazo, aquella a la cual deberíamos adherir.
¿Qué se quiere o qué se necesita? ¿Un Estado que controle más las conductas que escapen de lo legal? ¿Un Estado que promueva más las conductas deseadas y que facilite la capacitación de los ciudadanos para ser actores de esos mejores escenarios? ¿Un Estado, finalmente, que se reintroduzca en la economía, en diversos planos de interés general? ¿Todos esos Estados a la vez?
Es muy probable que los planos de intervención deban ser complejos y diversos, como única forma de revertir un proceso de destrucción sistemática del ámbito de administración superior de toda la comunidad. Justamente por eso es muy importante -esencial, diría- contar con elementos para evaluar, para medir, cuándo es que hemos de considerar que la intervención es útil y cuándo no. Porque, por supuesto, no se trata de hacer a tontas y a locas, en nombre del “nuevo” Estado. Creo que la divisoria de aguas entre lo útil y lo inútil, que hasta puede ser contraproducente, es la función de servicio público confrontada con la conducta burocrática. Propongo caracterizar una y otra.
La burocracia prioriza las funciones de regulación y control ejercidas desde el poder que asigna una administración formal. Para construir una vivienda hay normas a cumplir. Lo esencial para poder avanzar, en ese marco, es la firma de alguien que habilite la obra. Esa firma expresa que se han cumplido los requisitos previos, pero en esencia vale por sí misma. Si el trámite está firmado sigue adelante.
En innumerables situaciones en las que no existe una regla específica a adoptar, la firma del funcionario adquiere aún más jerarquía, llegando al límite de que ese hecho construye una realidad. El poder de la firma es absoluto, abriendo el cauce para que alguien haga sin precisar exactamente qué. En definitiva: la burocracia es el gobierno de la oficina, quedando la racionalidad de los hechos cuya ejecución se autoriza o se niega, así como los efectos sobre el resto de la comunidad, para ser verificados luego de su ejecución o su no ejecución, según el caso.
El servicio público es algo bastante distinto. No se pone el énfasis en quién decide y qué poder tiene. En cambio, se focaliza el interés en el beneficio -o reducción de perjuicio- que se puede lograr para la comunidad o para sus miembros. Para lograr ese beneficio puede ser que sea necesario, con frecuencia, dictar regulaciones y establecer el modo en que se verifica su cumplimiento, pero eso es una consecuencia y no es el centro de la atención. Es un medio y no un cuasi fin, como lo es para la burocracia.
Vuelvo sobre el mismo ejemplo de construcción de una vivienda. Un servidor público revisaría de modo permanente las normas a cumplir. Lo haría tomando como referencia las mejores tecnologías de construcción y haciendo participar a constructores, usuarios y proveedores de materiales. Difundiría de manera amplia y didáctica sus conclusiones. Recién después establecería un marco regulatorio, al cual además buscaría aplicarlo con participación directa o indirecta de los sectores de productores o usuarios involucrados. La firma final en un expediente de habilitación, en tal caso, representaría algo bastante distinto de la firma del burócrata. Estaría expresando la conformidad -en buena medida colectiva- con una concepción constructiva modernizada y con el hecho de que se han evaluado sus efectos colaterales debidamente.
El Estado argentino, en su tránsito de reconstrucción, luego de la “bomba neutrónica” que representó el liberalismo de los ´90, parece moverse con más comodidad en los escenarios en que la burocracia es la forma de gobierno predominante. Ejercer un poder por delegación de los administrados y con amplias facultades para decidir, es una forma más familiar que la priorización de la mirada de los otros sobre nuestro propio trabajo, que es la característica tal vez central del servicio público. Esto no debería ser para nada sorprendente.
La Constitución Nacional de 1853 puso en blanco y negro lo que seguramente era base de la cultura política: que el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes. Sólo un siglo y medio después comenzaron a aparecer formas de democracia directa o semidirecta en la legislación, las que cuesta enormemente poner en marcha, como es el caso de las comunas de Buenos Aires o los mecanismos de consulta popular.
Me permito destacar que no está sólo en juego la forma de utilizar el poder de administración. No es sólo una cuestión de poder sino además de saber. Si en lugar de la firma de un burócrata en cada expediente estuviera estampada la firma de una asamblea de ciudadanos, eso indicaría una distribución del poder de decisión pero por sí mismo no garantizaría una mayor sabiduría en la acción. Ésta sólo mejorará si se cuenta con procedimientos de participación técnica y de control cruzado, con intervención de los afectados por las decisiones, como esquemáticamente se detalla más arriba en el caso de una construcción.
La seguridad en las construcciones de uso masivo; la calidad y celeridad del mantenimiento de escuelas y hospitales; la compra pública de bienes en la que no se incluya trabajo esclavo; el respeto por el compre nacional; la promoción de proveedores locales de alimentos de calidad para los programas de asistencia, son sólo algunas de las tantas facetas del quehacer comunitario que se modificarían de manera sustancial si pasamos del control burocrático al servicio público. Cada uno de los funcionarios nacionales, provinciales o municipales con capacidad de decisión debería preguntarse qué le interesa más: si sentirse poderoso o sentirse útil a la sociedad. Tal vez este tiempo de creación y de debate en la Argentina lleve a muchos a comprender que el auténtico y persistente poder es un subproducto de ser y parecer un servidor público. Cuando la relación se invierte, los resultados nunca son buenos.