ESCUCHAREl comercio –que nació en medio de la Revolución Agraria- así como la pulsión sexual, el hambre y la guerra, han sido y serán los principales motores de la historia. En todos los casos, el Hombre trata de derribar barreras para establecer nuevos vínculos, asociaciones más o menos duraderas, con el fin de suplir sus necesidades y hacerse fuerte frente a las contingencias tanto de la paz y de la guerra como de la naturaleza.
Con la aparición del comercio llegó el regateo. Esa larga, apasionante y casi eterna ceremonia tan propia de los mercaderes, en la cual compradores y vendedores discuten precio y calidad. En su inicio, debían -asimismo- acordar equivalencias en pesos y medidas, ya que cada aldea medía sus frutos de manera diferente, razón por la cual se hacía farragoso, y hasta teatral, cualquier acuerdo comercial.
La necesidad de dinamizar el juego de comprar y vender hizo que las partes, muchas veces, eligieran a un tercero –el árbitro- para zanjar diferencias. Los fallos de éste tenían carácter irrevocable y fueron tomando el valor de convenciones.
Los dientes de ballena, las conchas marinas, las cuentas de colores, el cacao o la sal hicieron las veces de moneda corriente en un mundo singular donde la plata y el oro gozaban de extremo prestigio. Sin embargo, para salvar la astucia de algunos y la ingenuidad de otros, se establecieron las primeras tablas de equivalencia de valor casi universal.
Contemporáneamente afrontaron otra frondosa discusión. Un capítulo nuevo en la larga discusión de pesos y medidas. En los jeroglíficos del antiguo Egipto es posible identificar algunas de ellas. La mano representa una medida de cinco dedos de ancho y abajo de ella un “palmo pequeño”, es decir, el equivalente de 12 dedos.
Si, como dice Protágoras, “el hombre es la medida de todas las cosas”, el cuerpo humano ha sido empleado para definir unidades de medida; el dedo, la mano, el codo –medido hasta la extremidad del dedo medio- el pie y la yarda. Al ser aceptado este vademécum, la discusión se centró en las diferencias antropométricas del rey, del señor feudal, las del mercader o del armador de las caravanas.
Se cuenta que el caos generó conflictos de difícil solución. Fueron tantas las tensiones que en muchos casos se llegó a la guerra. Los cronistas de época cuentan que las guerras púnicas tuvieron como motivación esencial cuestiones comerciales. Las flotas comerciales cartaginenses habían desalojado a los romanos del Mediterráneo con sistemas de pesas y medidas confiable, una moneda más solida, predecible y, por cierto, mejores precios.
La Edad Media complicó aún más el panorama. Cada una de las ciudades estableció sus propias reglas, según los deseos del señor feudal. Inglaterra, Francia, Italia, Austria y Rusia padecían de iguales males.
En la edición Príncipe de la Enciclopedia Francesa editada en el siglo XVIII, se describe con puntillosidad el cuadro de situación. El pie, en su acepción corriente, es definido como “la medida de todos los géneros” que existen en el comercio. Es el pie real o pie de París, que mide 12 pulgadas y 144 líneas –la pulgada mide a su vez 12 líneas y cada línea equivale a dos milímetros actuales-. Pero en Ruán el pie mide120 líneas; en Dolé, 150,30; en la ciudad de Estrasburgo, 128,27, y en la zona rural de Estrasburgo, 130,90.
La misma diversidad anota Luce Langevín en su tratado Una larga batalla contra el caos en la que se advierte en lo referente a la medida llamada aune, o ana, utilizada para medir las telas, que no solamente varía según las regiones sino de acuerdo con el tipo de tela. Así, el ana de Paris tenía tres pies, siete pulgadas y ocho líneas, es decir, 524,40 líneas para la lana, y 525,50 para las sedas. En Lille el ana tenía 305 líneas y en Saint-Maló, 597.
Esa confusión en las medidas de longitud se repite en proporciones aún mayores cuando se trata de medidas de superficie y capacidad. Así, bajo el nombre de arpent, antigua medida de superficie de los galos, se designaba un área de cien perche cuadrados, pero en el arpent de París la perche tenía 18 pies cuadrados y, en el resto de Francia, 20 pies cuadrados.
Antoine-Laurent de Lavoisier, al que todos reconocemos por sus enormes aportes a la química y establecer las reglas de la combustión animal, fue un economista de nota. Por encargo de la Academia de Ciencias, presidió una comisión especial que debía establecer, para Francia, un sistema de pesas y medidas. En su informe, refiriéndose a una medida de superficie llamada journal que equivalía a la superficie que un hombre podía labrar en un día, declara que “Da miedo pensar que tan sólo en el distrito de Péronne, cuya extensión no es muy grande, hay diecisiete medidas de journal diferentes”, provoca injusticias manifiestas a la hora de liquidar salarios, porque no guardan proporción con el esfuerzo desplegado “por los labradores”.
Medir, en consecuencia, era una tarea ardua. La diversidad de maneras de hacerlo crecía casi a diario. Las “medidas redondas” que se utilizaban en el negocio granario respondían a diversas denominaciones –boissseau, resière, setier, muid y sac-, competían en popularidad con las “medidas huecas” para los líquidos –barrique, pot, pinte, chipine y feuillete- eran distintas en cada región y según la naturaleza de la sustancia a medir.
Por el contrario, en las antiguas medidas de peso había más estabilidad. La libra –poid de marc- se utilizaba en casi todo el reino, así como la media libra o marc, y, el quarterón, equivalente a un cuarto de libra.
Eran aquellos cazos o cucharones tan usados por nuestros viejos almaceneros que motivaron tremendas disputas con nuestros abuelos a la hora de comprobar su peso exacto…
