Por Silverio E. Escudero
El mesianismo ha desembarcado en América Latina. Llegó para quedarse. Ha constituido en una poderosa red política que se extiende desde el río Bravo hasta los confines de Tierra del Fuego, dispuesto a dar batalla contra el Estado laico y las libertades ciudadanas, características distintiva de nuestra cultura política.
Frente político que integran católicos conservadores, tradicionalistas y ultramontanos encabezados por sedevacantistas. Seguidores del difunto Marcel Lefrebvre, reunidos en torno a la Hermandad Sacerdotal San Pío X, la Fraternidad Sacerdotal de San Pedro y el Instituto Cristo Rey Sumo Sacerdote, el Opus Dei, los Legionarios de Cristo y el Verbo Encarnado entre otras congregaciones de similares perfiles que retroceden en el tiempo.
Grupo al que se suman, con enormes diferencias teológicas y metodológicas, las iglesias evangélicas y pentecostales y todo aquel conjunto de credos que nacieron o se extendieron por la región de la mano del Instituto sobre la Religión y la Democracia (que monitorea la CIA) creado por el Departamento de Estado de EEUU durante la administración de Ronald Reagan.
Esta asociación de hecho, de carácter transitoria, logró que muchas usinas de pensamiento e intolerancia selectiva conciban la democracia como parte de la religión y la religión como una ideología, como un partido político. Aun cuando puedan parecer doctrinariamente incompatibles, porque desde la fe niegan al hombre la capacidad de discernimiento para atender los terrenales y tangibles negocios del Estado.
Son argumentos contemplados por Nicolás Maquiavelo en su Discursos sobre la Primera década de Tito Livio. Sostenía que la iglesia procura alzarse con el poder político para transformarse en “la elite (que) siempre actúa en la elite” en busca maximizar su poder. De esa forma busca “competir con el César”, usando como arma el otorgar valor a una vida por venir sobre la actual, apoderándose para sí de las verdades y ritos “que permiten alcanzar tan preciado premio; es lo que llamaríamos hoy una estrategia ideológica”.
“De igual manera considera que la pluralidad de dioses del paganismo producía menos conflictos políticos que la idea monoteísta de carácter absoluto de un solo dios y una sola verdad”, anota Gonzalo Bustamante, profesor de la Escuela de Gobierno de la Universidad Adolfo Ibáñez de Chile, en su ensayo Maquiavelo: la iglesia como Anti-Cristo.
Los fundamentalismos le reservan horas aciagas al continente latinoamericano. Horas de violencia y complicidad reflejadas en la defensa corporativa a los pedófilos y pederastas que protegen entre el humo del incienso.
Existe una resistencia a reconocer el rol protagónico de la mujer en la vida social y política y una intransigencia frente a la urgente introducción en la currícula escolar de la Educación Sexual Integral (ESI). Se niega la igualdad de género (que es lo mismo que someter a la mujer a tratos discriminatorios, pagarle en sus trabajos menos que al hombre) y el derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo.
Mientras en las calles, a viva voz, la mujer marcha y reclama a lo largo de toda América Latina el reconocimiento de su espacio, que incluye aborto legal, seguro y gratuito para que la clandestinidad no continúe matando.
La intransigencia religiosa en la política muestra su naturaleza perversa desde lo más profundo de la historia. Cualquiera que fuera el dios y sus poderes que el hombre inventara, reclama –según sus exégetas- su cuota de sangre.
América era tinta antes de la llegada de Colón y lo es después. Continente de mestizos que reniegan de su esencia, de ser confluencia de todas las etnias y, entonces, desde el estrecho de Bering hasta el canal de Beagle se montan altares, horcas y piras sacramentales para eliminar al que cree en un dios diferente, tiene otro rito o se le antoja ser ateo.
Esa sociedad conservadora que avanza ha vuelto para cobrar su libra de carne. Como ya ocurrió en otras instancias de la historia.
El proceso de pentecostalización/evangelización de la población está acusado de las mayores aberraciones y las ONG que trabajan con poblaciones aborígenes levantan sus voces ante tanto atropello.
Los misioneros exigen que los nativos abominen su color de piel. Prohíben, por ser demoníacas, el uso de sus lenguas, sus tradiciones, hábitos, costumbres y modos de vida que, para los líderes religiosos invasores resultan incomprensibles. No hace falta retrotraerse 500 años. Sucede a la vuelta de la esquina.
La locura mística que llega tiene un correlato económico y financiero. Debe evitar que se desbarranque el sistema capitalista y permitir que maximicen ganancias las empresas y consorcios internacionales. Esta decisión esconde entre sus pliegues el huevo de la serpiente.
Tan particular mosaico es una bomba nuclear de acción retardada. Más temprano que tarde terminarán enfrentándose católicos, evangelistas y pentecostales. Colisión que, si bien está latente, sucede a diario. Se cuentan por miles los episodios de violencia entre quienes disputan la tenencia exclusiva de la “verdad teológica”.
Sin embargo, aún hay detalles que les permiten transitar juntos. No admiten que la diversificación del campo religioso en el continente sea una realidad que cuestione la existencia de un dios único y verdadero.
La presencia de las religiosidades de raíz africana se ha convertido en un potente actor de la cultura latinoamericana. En Cuba, Brasil, Venezuela, Perú y el Caribe y Centroamérica, la santería, el candomblé, la umbanda y el vudú tienen enorme preponderancia política.
Religiones de raíz africana que han extendido su influencia en Argentina y Uruguay como en el resto de América Latina. Al igual que las de cuño orientalista, que florecen en las Guayanas y en las Pequeñas Antillas.
Los sincretismos desalojan otras expresiones de la religiosidad popular como la Difunta Correa, el Gauchito Gil, San La Muerte o los cuasi olvidados Pancho Sierra y la Madre María, en Argentina. En Chile son “las animitas”; Santa Colonia, en Perú; el Doctor Hernández, en Venezuela y Colombia, y el Nino Fidencio de México, entre miles de expresiones que se vuelcan sobre toda Latinoamérica. A las que se unen, cada año, las masivas procesiones del Mayo de la Cruz. Sincretismo e hibridación que es usado por los factores de poder como formas de control social y adocenamiento de conciencias.
Los cultos de los pueblos originarios de nuestra América, en este escenario de disputa territorial y política, tienen escasa o nula incidencia. Aunque se hayan transformado en receptáculos de creyentes católicos urbanos que sostienen haber apostatado y se zambullen en el culto a la Pachamama.
Los presidentes Juan Evo Morales Ayma y Andrés Manuel López Obrador, en sus campañas proselitistas, se apoyaron en los rituales dispersos de los aborígenes americanos. Después de los respectivos triunfos entregaron, de manos de una junta de caciques y líderes espirituales en ceremonias especiales, el bastón de mando de pueblos originarios.
Estos “neorrituales” pretendían recuperar antiguas raíces, aunque las puestas en escena estuvieron cargadas de excesos y recibieron severas críticas. Las exageraciones en México sirvieron de excusas a los guadalupanos -servidores y devotos de la Virgen de Guadalupe- para declararle la guerra al gobierno. Sus radios y estaciones de televisión claman venganza porque López Obrador ha ofendido a la Patrona de México, dicen.
“(La liturgia de los actos de El Zócalo) restauran el paganismo en el país en el que la Virgen eligió a Juan Diego para extender su manto protector sobre el país”, afirmaron.
Un país que, según el papa Francisco, el diablo castiga “con mucha bronca por esto (aparición de la Virgen de Guadalupe)”. “Creo que el diablo no le perdona a México que ella haya mostrado allí a su hijo (…) México es privilegiado en el martirio por haber reconocido, defendido, a su madre”, sostuvo.
En tanto, la guerra ya está entre nosotros. Guadalupanos y evangélicos del derechista Partido Encuentro Social, integrante de la alianza gubernamental, luchan a brazo partido en calles y plazas. Los muertos se cuentan por cientos, aunque la prensa internacional nada diga.