Por Carlos Ighina (*)
Villa Allende ha ganado el prestigio de ser el umbral de la verde imponencia de las Sierras Chicas y en ese mérito no ha tenido poca importancia su particular y distintiva arquitectura de la tercera década del siglo que feneció.
Al arquitecto Augusto César Ferrari se le deben varios testimonios constructivos que hoy significan otros tantos hitos referenciales de particular valor estético en la localidad. Allí está, sin más, erguida en su alta majestad, como primera y mayor expresión de una serie de concreciones edilicias prohijadas por Ferrari, el neogótico de la Iglesia Parroquial de Nuestra Señora del Carmen, que con suelto y esmerado proyecto jerarquiza el espacio urbano de Villa Allende desde 1926. Levantada sobre terrenos donados hacia 1899 por la señora Mercedes Goicoechea de Allende y en el sitio donde estuvo establecida una antigua posta para viajeros en el camino al Alto Perú, destaca como dignos de mención los frescos que la decoran.
Y es en la calle Del Carmen, signada por la presencia del templo, donde pueden apreciarse otros ejemplos del talento de Ferrari, tanto como para sumar alrededor de una docena de residencias dotadas todas de un encanto muy personal.
Una de ellas es “La casa del cura”, llamada así porque alguna vez perteneció al padre Gastón Vergonjeanne, primer párroco de Villa Allende. Luego fue la vivienda de la familia Grasso, pero originariamente fue propiedad de la señora madre del arquitecto-artista, para quien éste la diseñó y construyó. La señora de Ferrari donó a su tiempo la casa al padre Vergonjeanne, que la habitó; y el religioso, a su vez, la legó al doctor Grasso, reconocido médico del pueblo.
El arquitecto Ferrari concibió y edificó su propia casa frente al ex Castillo Hotel, también obra suya, con el tono seductor de los antiguos cuentos de hadas, ornada con preciosas torrecillas. Sin embargo, tan delicado recinto iba a servir para cobijar una tragedia: la muerte de su pequeña nieta por ahogo en la piscina, que llenaría de congoja al artista y lo haría alejarse de Villa Allende.
El Castillo Hotel sirvió, en la década de los años 30, para alojar a las familias cordobesas que hacían de Villa Allende una meta turística no demasiado lejana, pero que ofrecía la alternativa del sosiego y las bondades del clima introductorio a las serranías. Las formas que le concedió Ferrari incorporaron el Castillo Hotel a los atractivos de la villa, promoviéndolo como un lugar sugerente capaz de invitar a la ensoñación, en medio de las delicias del tiempo libre.
Aún podemos solazarnos con otras residencias imaginadas por Ferrari en la tradicional calle Del Carmen. Una de ellas es la casa almenada ubicada casi al lado de la residencia del arquitecto; y otra, asimismo de gracioso esquema, estaba distinguida por el color rosa de sus partes exteriores.
También construyó viviendas en la región cercana, con nombres de amena referencia, como “La cigarra”, “El rancho” y “La golondrina”, entre otros.
Es probable que su vinculación con los padres capuchinos de Nuestra Señora de Pompeya lo relacionase con la comunidad de la orden en Córdoba, que proyectaba erigir un gran templo en Nueva Córdoba. Es así que con el padre Juan de Ansoaín se puso de lleno en esta extraordinaria tarea de la construcción del ambicioso edificio, para el que trazó los planos y creó un ornato pleno de significaciones. La iglesia del Sagrado Corazón de Jesús se levantó entre 1926 -apenas inaugurada la parroquia de Villa Allende- y 1934, siguiendo las predilecciones de Ferrari por el neogótico religioso y conteniendo en su conjunto las remembranzas de las catedrales del Medioevo.
Con el tiempo, Córdoba consideró a “Los capuchinos” -como normalmente se nombra el templo-, por voto de su vecindario, con el carácter de “maravilla artificial”, mientras que eclesiásticamente se lo instituyó como “primer santuario cristológico”.
Las figuras de Moisés y el Bautista presiden el ingreso, y una serie de columnas, todas ellas diferentes entre sí, hacen referencia a distintas culturas precristianas.
La fachada aparece rematada por dos torres; una de ellas en aguja, proyectada hacia el cielo, alude a la trascendencia del alma y su vocación de altura infinita que la conduce al Creador; mientras que la otra, trunca, interpreta a la materia que muere.
En el interior, el techo abovedado presenta la obra de destacados pintores que colaboraron con Ferrari, junto a representaciones del cielo nocturno de Córdoba en distintos meses del año.
En la decoración frontal, Ferrari, como casi 20 años atrás en Messina, recurrió al auxilio de la fotografía. Con su cámara convocó a los más diversos personajes, reclutados muchos de ellos entre los obreros que llevaban adelante los trabajos de albañilería, a quienes llegó a fotografiar desnudos, además de mendigos, amigos y familiares. Con los almohadillados sobre sus espaldas aparecen semejando los roles de columnas a modo de atlantes o telamones. Valido de las fotografías de Ferrari, el escultor Ramaciotti los plasmaría en la piedra, junto a impresionantes gárgolas, recogiendo antiguas tradiciones de la arquitectura medieval religiosa y aun de los templos griegos.