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Agravios a la historia y cultura de Córdoba

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Córdoba, la maravillosa ínsula fundada por el genio de Jerónimo Luis de Cabrera, con su sempiterno caos, es objeto de nuestro permanente apasionamiento de caminante. Sus barrios, calles, plazas, parques y paseos, más allá de la desidia de sus intendentes y ediles, atesoran historia, mitos y leyendas.

Como todas sus ciudades hermanas es un muestrario concéntrico de las “civilizaciones” desde aquel lejano 6 de julio, cuando se escuchó en estos valles la sonora voz del fundador recitando la fórmula que daba por existente a Córdoba de la Nueva Andalucía.

Jerónimo Luis fue, también, el padre de nuestro Escudo de Armas, que dibujó a mano alzada y que, por culpa del castillo y las siete banderas, provocó la primera gran controversia de Córdoba con el poder central. Polémica que reflejó Efraín U. Bischoff en su imprescindible Eternidad de Córdoba, que generó la ira e incomprensión de muchos.

Nuestra crónica, que no guarda razón metodológica alguna, nos lleva a la residencia del humor. La simplificación y apuro que caracteriza estos tiempos de la modernidad hacen que cronistas e historiadores concluyan que “la chispa cordobesa” es producto de nuestras raíces andaluzas, lo que es medianamente cierto. La realidad, sin embargo, es un poco más compleja.

El habla y el humor de Córdoba tienen una matriz diferente y un domicilio cierto. Nacen y se desarrollan en el Barrio Güemes, el Pueblo Nuevo y el Abrojal. Punto de encuentro de los antiguos habitantes de los Pastos Comunes -españoles empobrecidos, criollos, mestizos, negros y libertos-, al que se sumaron serranos oriundos de los departamentos de traslasierra y Calamuchita, que enfrentaron en una enorme batalla cultural a los “señoritos” del centro. Dilucidada muchas veces a sopapos o, cuando se ponía demasiado áspera, con el brillo de la punta de un puñal en la antigua Placita Blanca, ahora usurpada por Dalmacio Vélez Sarsfield tras su injustificado desalojo.

De esa confluencia nació la picaresca cordobesa, que nada tiene que ver con la guaranguería que se ha impuesto -a partir de un personaje de poca monta- en el teatro de verano y algunos medios de comunicación.

La universidad y el despertar de la Córdoba industrial le dieron a la ciudad nuevos aires, nuevos perfiles que le proporcionaron una individualidad única, irrepetible e insustituible.

Ésa es la razón por la que, ante sus “murallas”, fracasaron todos los proyectos autoritarios; se rindieron los más prepotentes reyezuelos.

Lustros, decenios de lucha parecen darnos la razón.

Sería una aventura fascinante abrir ese debate para concluir en la construcción de la verdadera historia que requiere de todos un cuidadoso escrutinio de archivos y repositorios y de lectores dedicados y atentos de las colecciones de diarios que guardan sus hemerotecas. Colecciones que están en grave riesgo de desaparecer porque el Estado prefiere distraerse en nimiedades que administrar eficazmente los bienes culturales dados a su cuidado y guarda.

Es esta ciudad más que cuatrisecular la que nos hace preguntar acerca de sus padecimientos. No nos meteremos en las honduras del transporte urbano de pasajeros ni en las razones del mal funcionamiento de la planta de tratamiento de excretas de Bajo Grande y la red de cloacas, o en las dificultosas relaciones entre las autoridades del Palacio 6 de Julio y los agentes municipales, que será motivo otras crónicas especializadas.

Sí, en cambio, apretaremos las clavijas para indagar en las razones por las que agoniza la Biblioteca Municipal Arturo Capdevila que, desde su fundación, no ha recibido el apoyo suficiente para transformarse en el centro de referencia que merecería una ciudad de la trascendencia política y cultural como la nuestra.

Las preguntas son interminables. Necesitaríamos una edición integra de Comercio y Justicia para hacer el inventario de la desesperanza.

La Plaza Mayor de la ciudad hace un tiempo fue cerrada para recuperar parcialmente su solado. Concluida la obra, tomamos razón de la desaparición de especies arbóreas de singular valor botánico. La nueva Plaza San Martín aparecía distinta, extraña. Nadie supo explicar el destino que tuvieron las placas conmemorativas que rodeaban el monumento al Libertador General José de San Martín; tampoco la suerte que corrió el plaquetario que adornaba el mástil mayor de la ciudad.

Tampoco -esto es lo grave- logramos saber el destino de las cinco esculturas (de dos metros veinte centímetros de altura, sesenta y cinco centímetros de frente o ancho y cincuenta centímetros de espesor o ancho) salidas del talentoso buril de Alberto Barral que, situadas frente a un exitoso shopping, fueron removidas cuando se instaló la fuente “del perdón”.
La misma obra, en la confluencia de boulevard San Juan y la avenida Vélez Sarsfield, demostró la supina ignorancia de sus planificadores y la de quienes la autorizaron.

Se trasladó doce metros -hacia la calle Obispo Trejo- una de las más bellas esculturas de la ciudad. La del Indio, según el habla popular, titulada “Himno al Sol”. Su autor, Alejandro Preskrests, con el asesoramiento de la Academia Nacional de Ciencias, había decidido su ubicación original para que el Sol, en el solsticio de verano, le cayera en forma perpendicular y que el sol poniente del 20 de abril alumbrara su cara, según reza la memoria de la efigie y confirma la leyenda.

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