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Adiós a la primera gran dama del cine

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 Por Silverio E. Escudero

A los eternos habitantes de la platea, los amantes del perfume del silencio y la complicidad de las sombras del cine nos embarga una pena infinita. Agnès Varda, la mítica primera dama del más exquisito arte que el hombre pudo crear desde que puso su planta sobre la faz de la Tierra, ha muerto.
Volvemos en silencio la mirada hacia nuestra pequeña cinemateca en honor de la gran ausente. Es que, más allá de ser el ícono más insigne, más poderoso de la historia del cine, nos instruyó en los secretos sublimes de la imagen. Instrucciones que musitó ante nuestro atento oído y que sonaron como el “te amo” de nuestra más recordada amante.
El cine es una poderosa herramienta cultural -nos metió en la cabeza, de tanto insistir- que permite conocer algunos elementos de la condición humana mediante la imagen y del sonido enriquecido.
No sólo lo conforma el primer plano. Hay saber ver, mirar. Detenerse en detalles, contener el todo para encontrar el gesto, la clave que bien puede aparecer en otro plano. Para desentrañar las causas que preceden el encendido final de todas las luces de la sala.

Ese espacio que, a continuación, se llena de murmullos con el intercambio de las primeras impresiones en el café de la esquina, las que, a veces, se transforman en apasionados debates que duran hasta bien entrada la madrugada.
La chica de nuestros sueños, la que se fue cuando apenas tenía jóvenes y vigorosos 90 años, fue una dedicada maestra. Nos llevó de la mano por los escondrijos y embelezos del cine. Definió un estilo de vida que llevaremos como una marca indeleble en el orillo.
“Hay que reinventar la vida”, nos dijo. No vale la pena detenerse a imitar y filmar la gran burguesía porque es una pérdida de tiempo; nada se aportará. Si, en cambio, nos ponemos del lado de “los maginados y los forajidos”, seremos inmensamente ricos.
Busqué la obra de Agnès Varda, la única representante femenina de la Nouvelle Vague, honrada con un Óscar honorífico en 2017, en mi pequeña colección de grandes clásicos, de películas imprescindibles que me acompañan no sólo para mi solaz. Tengo un pequeño puñado de títulos. Suficientes, por cierto, para desafiar desde nuestra ínsula el adocenamiento de conciencias que propone Hollywood y la miopía de los exhibidores que no se atreven a mostrar la existencia de otro cine. El Primer Cine.

Pero señalar que Agnès es la única representante mujer de la Nouvelle Vague en realidad es faltar a la verdad. Fue la precursora, fue la musa, el artífice de uno de los movimientos culturales más poderosos que Francia ofreció a la humanidad.
Varda en La Pointe Courte (1954) -su opera prima- pone la piedra fundamental de la Nueva Ola francesa. La película está escenificada en Sète, sur de Francia. La Pointe Courte («punto corto») es una pequeña parte de la ciudad conocida como el pueblo de pescadores. Pescadores que desean cosechar mariscos de una pequeña laguna que tienen prohibido usar debido a un supuesto problema con bacterias.

Todo sucede en un mundo pequeño donde un niño muere de una enfermedad desconocida y un joven gana el derecho a cortejar a la hija de 16 años de un vecino, después de probarse a si mismo en un torneo local de justas acuáticas.
La película, en si misma, fue una aventura heroica. Se realizó casi “al fiado” y nadie, de todo el equipo, recibió una moneda a lo largo del rodaje. Film del que Philippe Noiret, en un reportaje autobiográfico, dijo con los ojos cuajados de lágrimas: “Fue el espacio que me entregó la mayor cantidad de elementos para transformarme en el actor que soy”.
Varda quiso ser y fue testigo de su tiempo. De este tiempo compartido desde barricadas diferentes y trincheras comunes. Le acompañamos, temprano, cuando era un grito solitario que denunciaba las atrocidades del colonialismo francés y las orgías de sangre que protagonizaban los belgas en El Congo. Éramos, por entonces, curiosos adolescentes a los que “les flics” criollos apalearon por primera vez bajo un gran cartel de letras rojas y verdes que se destacaba en la Central de Policía y decía: “La policía es brazo que protege y puño que no golpea”. Todo ello ante los ojos atentos del jefe de policía y del interventor federal, quienes pretendían amedrentarnos.

Luego vendría Clèo de 5 a 7, film que relata la tragedia y la tensión que vive una mujer a quien sólo le importa su belleza física durante las dos horas previas a recibir el informe médico que le confirma que padece cáncer. Tiempo suficiente para caer en la red de una adivina que le augura la muerte. “Me planteé, diría tiempo después nuestra querida Agnès a la crítica y a sus detractores, que el tiempo se vive de manera distinta cuando sufrimos, o tenemos dolor, o estamos a la espera de algo (…) El tiempo subjetivo pasó a ser el tema de la película, aquello que me interesaba explorar”.
La búsqueda del tesoro continuó. En un rincón de la biblioteca, en una caja de cartón, envueltos en tres capas de papel de astraza, encontré los álbumes de sus interminables viajes a la China maoísta, a la Cuba revolucionaria o a la California del “flower power”.
Es el más acabado registro de esos hechos trascendentales de la historia. Historia que nuestra homenajeada refleja en el rostro de las mujeres en los que se muestra el dolor, el temor y la esperanza por las promesas no cumplidas.

La última película de Varda estrenada en Argentina un año atrás, Visages Villages, revela esa pasión. Allí, junto a Jean René, más conocido por su pseudónimo JR, su fotógrafo preferido, retratan la belleza oculta de los rostros y de los pueblos. De esos pueblos que el tiempo transforma en fantasmas.
Entre las páginas añosas de estos álbumes reaparecieron otros recuerdos. Las interminables conversaciones sobre arte y cine con Samuel Dujovne, nuestro histórico librero, que pretendió alguna vez traer a Córdoba la obra de Agnès Varda. Los avatares de la política doméstica y la perversión, saña e ignorancia de los censores -porque Córdoba fue el paraíso de la censura- impidieron que ocurriera tamaño episodio cultural.

El baúl de los tesoros más queridos reservaba una sorpresa más. Entre las cosas que pertenecieron a Nadia -nuestra inolvidable compañera-, apareció una copia del mítico Loin du Vietnam (Lejos de Vietnam), film que en 1967 codirigieron Claude Lelouch, Agnès Varda, Jean-Luc Godard, Chris Marker, Alain Resnais, Joris Ivens y William Klein. Con la película recorrimos parte de la Argentina llamando a la resistencia, a sumar esfuerzos en favor del desarme y en contra de las guerras.
El film fue el mejor alegato posible contra el criminal exterminio del pueblo vietnamita. Las presiones de los servicios secretos fue tal que, en muchas ocasiones, se mostró en la clandestinidad. Los halcones del Pentágono pedían a gritos la cabeza de Agnès, Lelouch y Godart. Eran, decían, los responsables ideológicos de las marchas que conmovían las universidades estadounidenses y de sumar -por miles- a los estudiantes a cuanto movimiento de protesta estallaba en el mundo.
Sus detractores, que los tuvo y tendrá por miles, acusan a Agnès Varda de estar ausente en el Mayo Francés. Es cierto. Estaba al otro lado del océano cámara en mano retratando el movimiento de las Panteras Negras. Documento imprescindible para tener una comprensión cabal de la lucha antiimperialista, contra el racismo, razones suficientes que permitieron identificarnos -de una vez y para siempre- con aquellos que buscan la libertad.
A Nuestra Bella Dama: gloria y honor, memoria y homenaje.

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