Días pasados tuvimos que atender una exposición que nos fue requerida sobre el tema que se indica en el título de la presente contribución y, por ello, quiero ahora volver sobre algunos aspectos reflexionados al respecto. A tal fin y como es adecuado, habré de colocar el tema en el contexto en que debe considerarse.
Advierto de que no aspiro a reproducir dicha presentación en estas pocas líneas sino que la traigo a colación para poder señalar que en tal ocasión repasé con mejor detalle el instrumento que la Comisión Iberoamericana de Ética Judicial -prevista por el art. 83 del Código Iberoamericano- ha formulado respecto a la formación en principios y virtudes éticas judiciales.
Acerca de dichos dictámenes, en diferentes ocasiones nos hemos ocupado de comentarlos -coincidiendo la mayoría de las veces con sus conclusiones- atento a que resultan por demás orientativos para las prácticas individuales de jueces y juezas y para los mismos tribunales de Ética, allí donde ellos tienen funcionamiento, como es el caso del Poder Judicial de la Provincia de Córdoba. Es sobre dicho instrumento que quiero hacer algunos aportes, puesto que detrás de un nombre poco significativo se esconde una riqueza digna de mayor atención y provecho.
Nos referimos al décimo dictamen, que fue realizado el día 16 de octubre de 2020, habiendo sido su ponente el comisionado Luis Porfirio Sánchez Rodríguez. El tema en consideración tiene una incuestionable trascendencia tanto teórica como práctica, puesto que de nada sirve tener estupendos instrumentos que orienten la conducta ética de los jueces si no existe en ellos un estímulo que naturalmente los movilice a su reconocimiento, ejercicio y difusión.
Aunque mucho me pese en lo individual, debo señalar que aun dentro del espacio judicial que he integrado activamente hasta hace poco tiempo, no todos los jueces/juezas conocen efectivamente acerca del funcionamiento que tiene el Tribunal de Ética Judicial. Por carácter transitivo, tampoco están del todo sensibilizados respecto al código y, menos aún, de los instrumentos de actualización que a tal respecto se dictan y que, como tales, en muchos casos son los únicos que brindan orientación para el abordaje de temas a veces nuevos u otros que, siendo ya corrientes las cuestiones que abordan, tienen lateralidades no advertidas con antelación.
Así, el tema de la formación en principios y virtudes éticas tiene una trascendencia notable puesto que de nada sirve producir instrumentos si antes no existe una télesis en los mismos jueces a cooperar para su propia formación en dichos principios y virtudes éticas. El Código Iberoamericano a tal efecto brinda la correspondiente piedra de toque en su art. 29 -en el capítulo IV que se refiere a Conocimiento y Capacitación-, cuando indica: “El juez bien formado es el que conoce el Derecho vigente y ha desarrollado las capacidades técnicas y las actitudes éticas adecuadas para aplicarlo correctamente”. Esto se complementa en cuanto indica: “La obligación de formación continuada de los jueces se extiende tanto a las materias específicamente jurídicas como a los saberes y técnicas que puedan favorecer el mejor cumplimiento de las funciones judiciales” (art. 30 ib., los subrayados, nuestros).
Huelga agregar que una judicatura con una mejor formación en ética judicial habrá también de redundar en un superlativo cumplimiento de la función y gestión judiciales, por el simple hecho de que todo deterioro ético que los ciudadanos visualicen en el juez/a tiene un impacto expansivo negativo sobre el colectivo judicial sin más.
Recordemos que en el último relevamiento del que tenemos información, publicado por la consultora de opinión Isonomía, se ha señalado que el índice de desconfianza en el Poder Judicial argentino es cercano a 75% (https://www.lanacion.com.ar/politica/ocho-cada-diez-argentinos-no-confia-justicia-nid2603178/), lo cual ha llevado ese coeficiente a rangos muy superiores a los que, por lo general, ha tenido la desconfianza ciudadana en los poderes judiciales en general.
Que las instituciones por sí solas no modifican los comportamientos de los actores institucionales no parece cuestión novedosa pues se ha referido a ello enfáticamente Guillermo Lariguet en su ensayo -por demás recomendable en su lectura- El aguijón de Aristófanes y la moralidad de los jueces (https://doxa.ua.es/article/view/2013-n36-el-aguijon-de-aristofanes-y-la-moralidad-de-los-jueces). Lariguet señala que la relación insoslayable entre ética y derecho se materializa en las personas, más que en los procesos y las reglas establecidas.
Sin embargo, dicha formación genera como auténtico desafío pensar acerca de cómo ejecutarla, para que no termine siendo una parodia de formación y que con ello se sume a la ignorancia del tema -hoy presente- la banalidad que se puede llegar hacer de él, que tendría consecuencias verdaderamente bochornosas.
También como en diversas ocasiones lo he señalado, la situación se agudiza en nuestro país, donde no existe un proceso de aspirantes a la carrera judicial como acontece en diferentes lugares de Europa y Latinoamérica y el Caribe. Porque ni siquiera tenemos un proceso de inducción a la práctica de la función y gestión judicial de los nuevos cuadros profesionales que habrán de ocupar dichos roles institucionales.
Naturalmente, se podrá indicar que a aquellos que son integrantes del Poder Judicial no les resulta necesaria dicha gestión de inducción, puesto que tienen una connaturalidad con los nombrados principios y virtudes éticas. Si bien ello puede ocurrir en algunos pocos casos, la mayoría tiene (en el mejor de los casos) todavía una información difusa respecto a tales tópicos.
Sabemos también que estos capítulos de inducción a las responsabilidades éticas son inherentes en general a todos los integrantes del Poder Judicial, aunque el Código de Ética Judicial, en virtud de su regla 2, comprenda como sujetos de su aplicación sólo a quienes ocupen una posición de funcionarios y magistrados. Esta inducción tiene una realización compleja de concretar. Mas que la inducción y/o sensibilización sea compleja, no puede ser excusa para no continuar pensando en las vías adecuadas para dicho abordaje.
El dictamen en cuestión propone una serie de alternativas de formación que resultan muy adecuadas, especialmente para personas adultas, con criterios formados respecto a determinadas cuestiones morales, y siguiendo aquí las tesis de L. Kohlberg.
En ese orden y sin brindar una lista completa de caminos pedagógicos, sugiere el dictamen análisis de casos prácticos mediante el desarrollo de dilemas éticos personales del juez, o dilemas éticos del juez en el ejercicio del acto de juzgar, la utilización de recursos artísticos, literarios, fílmicos o, incluso, actividades deportivas como medios complementarios para fortalecer el desarrollo ético y la práctica de las virtudes éticas de quienes tienen la iurisdictio.
A tal respecto, también debo señalar que el Poder Judicial, en convenio con la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Córdoba, ha dictado, con todo éxito, varias cohortes de una Diplomatura en Ética Judicial. De la misma manera, en sus programas de ofertas autoadministradas de capacitación, que el Centro de Perfeccionamiento “Ricardo C. Núñez” del Poder Judicial de Córdoba brinda, se encuentra disponible una oferta sobre ética judicial que, lejos de ser un producto teórico, está claramente orientado a la discusión de casos a la luz del mismo Código de Ética Judicial para magistrados y funcionarios de Córdoba.
Sin embargo, todavía eso no es suficiente y por ello los elementos que nos quedan como variables del diagnóstico no son muchos, por ejemplo:
I) Los instrumentos que estamos utilizando no son los adecuados.
II) Los que hemos tenido gran parte de esa responsabilidad en la materia de ética judicial hemos fracasado total o parcialmente.
III) Tenemos una matriz socialmente extendida que descree de las responsabilidades éticas naturalmente y sólo se siente constreñida por ellas en cuanto asoma algún perjuicio potencial o actual.
Seguramente existen más variables que estas tres, pero ellas son suficientes para la formulación de un diagnóstico presuntivo del problema, para cuya patografía no tengo terapéutica alguna. Sólo volver a pensar en la cabal importancia que tiene para la construcción de la sociedad fraterna la práctica de los valores públicos que, al fin de cuentas, se transforman después en realizaciones de virtudes públicas de todos los ciudadanos, en especial aquellos que tienen responsabilidades institucionales.
El acto de juzgar connota, además de las responsabilidades funcionales que conocemos, una responsabilidad moral de quienes lo cumplen, puesto que es central ese acto para la vida comunitaria. Porque con él se distribuye aquello de cada quien. Pero, a la vez, quien lo hace es visualizado como actor social principal y, por ello, es inherente a su investidura la de ser -o no- ejemplar para los demás.
He reflexionado antes de ahora: ¿cuántas veces, verdaderamente, los jueces ante los otros somos tales?..