Desde la ventana que ofrece el proceso de mediación es posible observar los acontecimientos sociales que afectan nuestros días. Aun con temáticas que pueden diferir unas de otras, un eje nos atraviesa a todos los que convivimos en esta sociedad: la inseguridad y el miedo.
A ellos se suman nuevas reacciones, como la justicia por mano propia que, con los riesgos de un efecto multiplicador, da señales de la fragilidad de las estructuras que sostienen la vida en sociedad y revela la oscuridad de la condición humana.
A partir de escuchar los relatos que traen los involucrados en un conflicto, cualquiera sea su naturaleza, se advierte que el pánico moral no es sólo una construcción sistemática de la amenaza proveniente de algunos perversos que acechan a los ciudadanos normales, o de sectores vulnerables que amedrentan a los más favorecidos.
El pánico moral no proviene de la simple construcción de la opinión pública que un sector de la sociedad logra articular en función de los intereses de querer vivir más liberados de la presión que impone el miedo y la desconfianza.
El pánico moral cunde porque se percibe la amenaza por una multiplicidad difusa de fuentes y si bien es posible que la sensación de devastación, de caos y desorden sea algo mayor de la que los hechos ameritan, ésta existe en un nivel inusual en la sociedad argentina.
Inmersos en una situación de vulnerabilidad asistimos a un significativo crecimiento de homicidios y criminalidad, a un uso creciente de la violencia, que genera un alto nivel de desconfianza en los poderes públicos, por la incapacidad de impedir o cohibir la violencia en manos de criminales y al grave problema que se genera con respecto a la insuficiencia de la ley, cuando sus fallos construyen, en lo social, la percepción de impunidad.
En el espacio que otorga el procedimiento de mediación es común escuchar, una vez logradas la confianza y credibilidad de los actores, que con el creciente miedo al afuera el hombre es exilado de las calles y des socializado, recluido en su interior. A medida que se aísla en su vida privada y se condena a la soledad, percibe a un otro con la sombra que otorga la desconfianza y le agiganta el miedo.
Prendido al televisor en el repliegue de su vida íntima, ve desfilar una y otra vez, replicado hasta el cansancio, al delincuente que tomó por sorpresa una familia, al asesino que violó y mató una joven, al ladrón que murió acribillado en una esquina, o al político que baila porque le conviene el rating de un programa.
A medida que se hunde en su vida privada la soledad se agiganta, como el miedo que se apodera del imaginario y se transforma en terror social, con lo cual puede sentir que la criminalidad sitió la ciudad, que los homicidios treparon, que los efectos que causa la ingestión de drogas avasalla, que el mundo estalla.
En ese conjuro contra la socialización y la generación de otros caminos para abordar los conflictos interpersonales evitamos el contacto con el otro, sospechoso de quien tenemos que cuidarnos. No sólo porque tal vez piensa diferente sino porque ante la circunstancia de pensar distinto la agresión, el desprecio y la soberbia se naturalizan y generan una paranoia: la de sentirse vigilado o perseguido.
A pesar de que el pánico se adueñó de nuestros días, se huele en el aire y se filtra entre las paredes, la vida sigue. Los niños nacen en la mayoría de los casos esperados con amor, el vecino acude cuando lo necesitamos, el médico asiste con responsabilidad, el policía arriesga su vida, el mecánico arregla los frenos, la maestra educa al niño. Y los mediadores…, los mediadores invitamos a que la persona que tenemos enfrente pueda pensar en objetivos más que en problemas. Que levante la mirada y focalice hacia adelante, que respire profundo el aire de la mañana, prosiga la marcha, cumpla lo mejor que pueda con su tarea y ponga pies a sus sueños.
* Mediadora, magister en Antropología