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ENCUBRIMIENTO

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Presupuestos. Bien jurídico protegido. Autonomía del delito. Acción típica. Conductas positivas y/o negativas. Homicidio de la cónyuge. Agravante
1– En autos, la conducta desplegada por el condenado encuentra adecuación en el tipo previsto por el art. 45 y 277 incs. 1 b) y 3 a) –este último en función del art. 79–, CP. Por ende, su accionar penalmente responsable es constitutivo del delito de encubrimiento agravado por tratarse el hecho precedente de un delito especialmente grave. Con relación a la calificación señalada, cabe destacar que los presupuestos del delito de encubrimiento son: 1. La existencia de un delito anterior, cometido por un tercero; 2. Que la acción haya sido ejecutada sin la existencia de promesa anterior; 3. No haber participado en la comisión del delito principal; 4. Actuar después de la comisión del delito. (Voto, Dra. Etcheverry).

2– En autos, las distintas conductas atribuidas al imputado consistieron en la dolosa ocultación, alteración y desaparición de un conjunto de pruebas relativas al homicidio de que había sido víctima su esposa, con la finalidad de que se confundiera la verdadera causa de su muerte con una génesis accidental –no criminal–. Así, en la especie se alteraron lugares, se borraron rastros, se tiró el único proyectil que quedó en el escenario del crimen, se disfrazó el aspecto del cadáver, se manipuló a personas para evitar que se pudiera determinar el origen del deceso, en fin y para no caer en reiteraciones innecesarias, se eliminaron todos los elementos útiles para la demostración de la existencia del delito, confundiendo y obstruyendo el accionar de la Justicia. (Voto, Dra. Etcheverry).

3– Más allá de las distintas posiciones que se sustentan en doctrina y jurisprudencia, lo cierto es que la figura del encubrimiento no es imaginable sin un delito anterior con otro autor. “… La afirmación de que el delito encubierto y el encubrimiento son dos entes diferentes no significa que no exista relación, en absoluto, como no carecen de relación el padre y el hijo (…). Pero una vez nacido aquél, ya es otro individuo, con características psíquicas y somáticas diferentes. Lo mismo pasa con el encubrimiento (elementos tipificantes diversos de los del delito originador). Mas no puede prescindirse, en ningún caso, de un delito precedente”. Ahora bien, es evidente que no es necesario “…que se haya probado definitivamente quién fue el autor, así como las circunstancias de tiempo, lugar y modo de ese delito siempre, claro está, que mediante el proceso lógico de la sentencia se llegue a la conclusión de que hubo un delito anterior. Delito que debe estar comprobado, pues, no estándolo (…), no hay encubrimiento”. (Voto, Dra. Etcheverry).

4– El encubrimiento es un delito que atenta directamente contra el bien jurídico administración de justicia, impidiendo, perturbando o entorpeciendo su accionar en procura de determinar las connotaciones de otro ilícito, sea referido a sus intervinientes o sea a la recuperación de los objetos vinculados con aquel. Se trata de un injusto autónomo, aunque conexo y consecutivo a otro hecho delictivo que debe preexistir como presupuesto o condición para su existencia. Aunque las situaciones de éste se relacionan necesariamente con delitos cometidos por terceros, la autonomía se explica desde que la actividad del encubridor no se une causalmente a la del sujeto encubierto. Si tal vinculación existiere, aunque fuese estrictamente subjetiva (promesa de encubrir un delito que se va a cometer), la conducta pasaría a ser una participación en el delito del tercero. (Voto, Dr. San Martín).

5– El art. 46, CP, establece con precisión los presupuestos en los que se edifica la figura del encubrimiento, y así instala por un lado que “debe haberse cometido o mediado un delito” – en el que el agente no hubiera participado– y por el otro recrea “la ayuda que debe necesariamente ser posterior, sin derivar desde ningún punto de vista, del producto de una promesa pretérita de colaboración”. Carece por completo de toda virtualidad la especie del delito precedente, importando sólo y únicamente su existencia, desde que el favorecimiento del agente activo por un ilícito que en definitiva no ocurrió como tal, o en el que él no hubiera intervenido, lo alejan de su enmarque típico. No posee influencia alguna –para la verificación del injusto en trato– la circunstancia de que el beneficiado por el encubrimiento resulte o no sancionado punitivamente, ni tampoco opera como obstante de fuste para la adecuación del tipo penal, su falta de conocimiento acerca de la calificación legal del injusto precedente, resultando el único reparo exigido, que sepa la existencia del ilícito precursor. (Voto, Dr. San Martín).

6– El obrar del agente activo de este ilícito puede quedar evidenciado –de conformidad con la normativa que la reglamenta– a través de una conducta positiva, esto es, la ayuda presentada para eludir la investigación de la autoridad o para sustraerse de su acción (sin sobrar remarcar que cualquier persona puede cometerlo) o bien por un comportamiento negativo, consistente en este caso en la omisión de denuncia, quedando exclusivamente reservada sólo para quien está jurídicamente obligado a promover la persecución penal de un delito de esa índole. La prestación de la ayuda con las finalidades típicas –más allá de haber conseguido o no el resultado perseguido– pone de cara al autor frente al ilícito, en tanto no haya intervenido en el injusto pasado, desde que, como es sabido, no es punible el autoencubrimiento. (Voto, Dr. San Martín).

7– El ilícito se conjuga con dolo directo, admitiéndose el eventual, sólo en lo relativo al entorpecimiento de la actividad de la autoridad. Debe mediar conocimiento de la producción del ilícito precedente y la derivación inmediata de la relación entre ese conocimiento y los vestigios, rastros, productos y/o evidencias, con aquél, siendo que la “duda” o “sospecha” equivale a este caso exclusivo, al alcance de ese conocimiento positivo. Por lo demás, la determinación de la existencia del delito precedente se debe hacer de conformidad con las reglas de la sana crítica razonada, y no obsta para su acreditación cualquiera de las posibilidades probatorias –incluida la de indicios– para forjar convicción recreativa. (Voto, Dr. San Martín).

16886 – Trib. en lo Crim. Nº 9 San Isidro. 11/7/07. Causa Nº 1537. “Carrascosa, Carlos Alberto s/ Homicidio calificado o encubrimiento agravado”

San Isidro, 11 de julio de 2007

1) Cuestión relativa a la calificación legal del delito.
2) Cuestión que se refiere al pronunciamiento que corresponde dictar.

A LA PRIMERA CUESTIÓN

La doctora María Angélica Etcheverry dijo:

De acuerdo con la descripción de los hechos que se tuvieron por legalmente acreditados al tratar las correspondientes cuestiones en el veredicto que antecede*, la conducta desplegada por el condenado encuentra adecuación en el tipo previsto por el art. 45 y 277 incs. 1 b) y 3 a) –este últ. en función del art. 79–, CP. Por ende, su accionar penalmente responsable es constitutivo del delito de encubrimiento agravado, por tratarse el hecho precedente de un delito especialmente grave. Con relación a la calificación señalada, cabe destacar que los presupuestos del delito de encubrimiento son: 1. La existencia de un delito anterior, cometido por un tercero. 2. Que la acción haya sido ejecutada sin la existencia de promesa anterior. 3. No haber participado en la comisión del delito principal. 4. Actuar después de la comisión del delito. De modo particular, según reconocida doctrina: “La finalidad es la de hacer desaparecer, ocultar o alterar los rastros, pruebas o instrumentos del delito o a asegurar el producto o el provecho del mismo. Hacer desaparecer significa suprimir, quitar de delante, por cualquier medio, como sería quemar, lavar, borrar, evaporar, diluir, embadurnar, pintar, arrancar, engullir, etc. (…) Alterar es transformar una cosa en otra distinta, hacerla irreconocible, cambiar su esencia, su forma, apariencia, color, tamaño, de tal manera que no sea o no parezca la misma o no sirva para lo que servía, sea como objeto o como prueba (…). Rastros son señales, vestigios de carácter material, que han quedado sobre las personas (víctimas o no del delito), lugares, objetos, etc. (…). Es, por ejemplo (…) casos clásicos del que lava el arma blanca, limpia la de fuego, para que desaparezcan los rastros de sangre y los vestigios de pólvora; así como el que lava el piso para borrar rastros de sangre, lo aplana para que desaparezcan los de pisadas, etc.” (Millán, Alberto S., El delito de encubrimiento, Abeledo- Perrot, Bs. As., 1970, pp. 141/142). Y continúa diciendo este autor que “… pruebas son los diversos medios con los cuales se logra o se persigue lograr el esclarecimiento de la verdad acerca de la comisión de un delito, es decir, acerca de la comprobación del cuerpo del delito. Comprende todos los medios probatorios, pero se hace referencia, en especial, a los materiales, con significación afectiva o eventual para dicho esclarecimiento. Se incluyen, por lo tanto, documentos, objetos, signos, estado de lugares, aspecto de personas, ubicación o desubicación de efectos del sitio en que debían encontrarse o como fueron dejados después del delito; en fin, cualquier acto que signifique una evidencia, un indicio, una circunstancia, una indicación que pueda ser útil para la demostración tanto de la existencia de un delito y su autor, como de las circunstancias objetivas y subjetivas que lo han rodeado; asimismo, que puedan servir para la determinación del encuadramiento verdadero del delito, de modo que cualquier desaparición, ocultación o alteración pueda conducir a que se altere el reproche penal” (Íd. anterior, p. 143). Creo que ha sido demostrado acabadamente al tratar la cuestión pertinente que las distintas conductas atribuidas al imputado consistieron en la dolosa ocultación, alteración y desaparición de un conjunto de pruebas relativas al homicidio de que había sido víctima su esposa, con la finalidad de que se confundiera la verdadera causa de su muerte con una génesis accidental –no criminal–. Así, en la especie, se alteraron lugares, borraron rastros, se tiró el único proyectil que quedó en el escenario del crimen, se disfrazó el aspecto del cadáver, se manipuló a personas para evitar que se pudiera determinar el origen del deceso, en fin, y para no caer en reiteraciones innecesarias, se eliminaron todos los elementos útiles para la demostración de la existencia del delito, confundiendo y obstruyendo el accionar de la Justicia. Con respecto a la discusión acerca de si se trata de un delito autónomo, y más allá de las distintas posiciones que se sustentan en doctrina y jurisprudencia, lo cierto es que la figura en cuestión no es imaginable sin un delito anterior con otro autor. En una posición intermedia, el propio Millán señala: “…la afirmación de que el delito encubierto y el encubrimiento son dos entes diferentes no significa que no exista relación, en absoluto, como no carecen de relación el padre y el hijo (…). Pero una vez nacido aquél, ya es otro individuo, con características psíquicas y somáticas diferentes. Lo mismo pasa con el encubrimiento (elementos tipificantes diversos de los del delito originador). Mas no puede prescindirse, en ningún caso, de un delito precedente” (Ibid., p. 42). Ahora bien, es evidente que no es necesario “…que se haya probado definitivamente quién fue el autor, así como las circunstancias de tiempo, lugar y modo de ese delito siempre, claro está, que mediante el proceso lógico de la sentencia se llegue a la conclusión de que hubo un delito anterior. Delito que debe estar comprobado, pues no estándolo (…) no hay encubrimiento” (Ibidem, p. 49). Por todo lo expuesto, como ya adelanté, Carlos Alberto Carrascosa ha de merecer el correspondiente juicio de reproche, por ser autor penalmente responsable del delito de encubrimiento agravado, por tratarse el hecho precedente de un delito especialmente grave. Doy mi voto en tal sentido, por ser ello mi razonada y sincera convicción (arts. 45 y 277 incs. 1 b) y 3 a) –este últ. en función del art. 79, CP–; y arts. 375, inc. 1, 399 y cctes., CPP).

El doctor Luis María Rizzi adhiere al voto de la Sra. jueza preopinante.

El doctor Hernán Julio San Martín dijo:

Coincido con la opinión de la colega que lleva la voz cantante, desde que el ilícito descripto y probado en el segundo tramo del apartado primero del veredicto debe calificarse como constitutivo del delito de encubrimiento agravado por tratarse el hecho precedente de un delito especialmente grave, en los términos de los arts. 45 y 277 incs. 1 b) y 3 a) –este últ. en función del art. 79–, CP. Ésta y no otra es, a mi juicio, la significación jurídica que en definitiva los sucesos merecen. Habiendo los esmerados defensores particulares cuestionado el presente enmarque, habré de señalar las razones por las cuales el tipo legal en ciernes se corresponde con el injusto recreado. Principio humildemente por señalar, a modo de breve introducción complementaria, que –como bien se sabe–, el encubrimiento es un delito que atenta directamente contra el bien jurídico administración de justicia, impidiendo, perturbando o entorpeciendo su accionar en procura de determinar las connotaciones de otro ilícito, sea referido a sus intervinientes o sea a la recuperación de los objetos vinculados con aquel. Me parece importante resaltar que se trata de un injusto autónomo, aunque conexo y consecutivo a otro hecho delictivo que debe preexistir como presupuesto o condición para su existencia. Aunque las situaciones de éste se relacionan necesariamente con delitos cometidos por terceros, la autonomía se explica desde que la actividad del encubridor no se une causalmente –así lo reseña Carlos Creus en su obra Derecho Penal -Parte Especial, Tº 2º, pág. 339, Ed. Astrea– a la del sujeto encubierto. Si tal vinculación existiere, aunque fuese estrictamente subjetiva (promesa de encubrir un delito que se va a cometer), la conducta pasaría a ser una participación en el delito del tercero. Razones de estrictez probatoria sólo permitieron establecer en el debate que dichos presupuestos de intervención aun siquiera desde la óptica de una colaboración secundaria, como aquella que legitima el art. 46 del Catálogo Represivo –en su primer segmento– han quedado por fuera del marco de la delimitación prefijada como objeto principal de este juicio, tal como se instaurara en definitiva el contexto del veredicto que antecede. La norma establece con precisión los presupuestos en los que se edifica la figura, y así instala por un lado que debe haberse cometido o mediado un delito –en el que el agente no hubiera participado– y por el otro recrea la ayuda que debe necesariamente ser posterior, sin derivar bajo ningún punto de vista, del producto de una promesa pretérita de colaboración. No sobra remarcar que carece por completo de toda virtualidad la especie del delito precedente, importando sólo y únicamente su existencia, desde que el favorecimiento del agente activo por un ilícito que en definitiva no ocurrió como tal, o en el que él no hubiere intervenido, lo alejan de su enmarque típico. Téngase en claro que no posee influencia alguna –para la verificación del injusto en trato, claro está– la circunstancia de que el beneficiado por el encubrimiento resulte o no sancionado punitivamente, ni tampoco opera como obstante de fuste para la adecuación del tipo penal, su falta de conocimiento acerca de la calificación legal del injusto precedente, resultando el único reparo exigido que sepa la existencia del ilícito precursor. A manera de ejemplo, traeré sólo a la memoria del lector dos conocidos posicionamientos jurisprudenciales de la Cám. Nac. en lo Criminal y Correccional. El primero, de la Sala 1ª, en causa Nº 37.427 “Peñalva, Ariel”, del 6/9/90, pub., en JA 1991 -II-595, donde se estableció: “Si bien no es necesario que se individualice al autor o víctima del delito precedente, es forzoso, en cambio, que el delito encubierto haya sido acreditado en su existencia objetiva, lo que bien puede hacerse inclusive dentro del mismo proceso contra el encubridor” (sic). El segundo y último, correspondiente a la Sala VII, de igual Órgano, dictado en causa Nº 13.522 del 5/3/91, autos “Oviedo, José”, publicado en JA 1991-IV- 566 donde se sentenció: “La existencia de un delito anterior resulta presupuesto imprescindible para la configuración del delito de encubrimiento, no siendo suficiente su sola inferencia” (sic). Prosiguiendo con el análisis, me permito sostener que el obrar del agente activo de este ilícito puede quedar evidenciado –de conformidad con la normativa que la reglamenta– a través de una conducta positiva, esto es, la ayuda presentada para eludir la investigación de la autoridad o para sustraerse de su acción (sin sobrar remarcar que cualquier persona puede cometerlo) o bien por un comportamiento negativo, consistente en este caso en la omisión de denuncia, quedando exclusivamente reservada solo para quien está jurídicamente obligado a promover la persecución penal de un delito de esa índole. La prestación de la ayuda con las finalidades típicas –más allá de haber conseguido o no el resultado perseguido– pone de cara al autor frente al ilícito, en tanto no haya intervenido en el injusto pasado, desde que, como es sabido, no es punible el autoencubrimiento. Con especial hincapié dejo en claro que el conocido en doctrina como “favorecimiento real” –ilícito de pura actividad que se verifica, más allá que alcance o no sus logros– está dado por quien hiciere desaparecer (proporcionado por medio de la destrucción del objeto o quitándolo del teatro de los acontecimientos de modo tal que no pueda ser válidamente empleado por la autoridad), ocultamiento (esto es, la disimulación del objeto) o alteración (representado por el cambio o modificación para entorpecer su empleo por la autoridad para determinar conclusiones, individualizaciones o responsabilidades) de los rastros (vestigios materiales dejados por el delito), pruebas o instrumentos del delito (o sea los medios materiales empleados para ejecutar el hecho con los alcances prefijados por el art. 23 del Catálogo Represivo, de cualquier naturaleza que resulten dichas probanzas, quedando comprendidas en el concepto las cosas, documentos e incluidas las personas) o asegurar el producto o el provecho del mismo (se relaciona íntimamente con el botín, en definitiva con el cometido del hecho). Algunas connotaciones aclaratorias que, sin ánimo de hacer docencia o ingresar en terrenos dogmáticos –hasta si se quiere impropios de la labor jurisdiccional–, deben quedar sí diáfanamente establecidas, para transitar correctamente la óptica del caso en análisis, dejaré ahora puntualizadas. Son muy escuetas y no ofrecen la menor controversia interpretativa. Sobre esta base de entendimiento, la maniobra de hacer desaparecer requiere positiva y naturalmente la intransigente intencionalidad del realizador, direccionada hacia la obtención de determinados logros. Así, quien gestiona algo (en el sentido ahora en análisis), simplemente trata de conseguirlo, y quien ayuda a ese cometido no hace otro cosa que abastecer la obtención de ese algo. Lo que en definitiva debe darse no es otra cosa que un querer específico de hacer desaparecer, alterar o asegurar ese bagaje de condimentos que hacen a la cuestión; pero, a su vez, con la férrea voluntad materializada hacia impedir o entorpecer con ello la actividad de la administración pública. Si bien alguna corriente muy minoritaria –vgr. Carrara– estipuló la posibilidad del conato, con nuestra propia normativa aparece como inatendible, desde que cualquiera de los actos ejecutivos que se realice importan su consumación, ya que la sola búsqueda del resultado culmina por perfeccionarlo acabadamente. Lo peculiar del tipo legal en ciernes es que las reglas generales que sobre la participación criminal instaura la parte general de nuestro derecho represivo, no se presentan como aplicables a este enmarque jurídico, desde que el cómplice –quien ayuda a realizar alguna de las acciones típicas– reviste en este caso en particular las características propias y reservadas al autor. En similar sentido se ha expedido el Trib. de Casación Penal, Sala 2ª, al tratar la figura con relación a las plurales intervenciones de los distintos agentes activos y sus obrares disímiles –ver P 5153 RSD- 843-1 S 23-10-2001– cuando sostuvieron: “Tanto la inicial actitud demostrada por el imputado como su proceder en conjunto…, les es atribuible a ellos… cuando no se pudieran dar precisiones sobre aquella, toda vez que se trata de una conducta que atenta contra la administración de justicia y obstaculiza el descubrimiento de la verdad real de los hechos delictivos, apareciendo irrelevante discurrir sobre las circunstancias de tiempo, modo y lugar de su operación, de manera que ello en nada afecta a la subsunción de esa parte de los hechos en la figura penal contenida en el art. 277 inc. 3, CP” (sic). Para ir finalizando esta breve y complementaria introducción, debe decirse que el ilícito se conjuga con dolo directo, admitiéndose el eventual, sólo en lo relativo al entorpecimiento de la actividad de la autoridad. Debe mediar, como dijimos, conocimiento de la producción del ilícito precedente y la derivación inmediata de la relación entre ese conocimiento y los vestigios, rastros, productos y/o evidencias, con aquel, siendo que la “duda” o “sospecha” equivale a este caso exclusivo, al alcance de ese conocimiento positivo. Por lo demás, la determinación de la existencia del delito precedente se debe hacer de conformidad a las reglas de la sana crítica razonada, y no obsta para su acreditación cualquiera de las posibilidades probatorias –incluida la de indicios– para forjar convicción recreativa. Establecida –así como dije– esta plataforma rectora, dejemos explicitadas ahora las conductas que el enjuiciado ha perfeccionado –accionares corroborados en la cuestión primera del veredicto– y que dan cabida –sobradamente, a mi juicio– al perfeccionamiento de la significación jurídica que propusiera la colega que se expidiera en primer término y que en la emergencia acompaño con las precisiones hasta aquí argumentadas. En este orden de ideas, solo resta traer a referencia las distintas conductas que han sido probadas –como quedara demostrado– en la cuestión primera del veredicto, precisamente en su acápite final, harto demostrativas de la configuración del ilícito reseñado. Producido el óbito como consecuencia directa de un obrar matador delictivo por parte de persona o personas diversas del interesado, el propio enjuiciado ha perpetrado directamente o a través de quienes coadyuvaron a tal cometido, acciones inequívocamente direccionadas a presentar el epicentro de los acontecimientos de una manera diversa a la realmente ocurrida, de modo tal de desviar a la autoridad, en su labor investigativa, en los mismísimos prolegómenos del suceso que tuvieron como consecuencia el luctuoso episodio. Carrascosa instauró como coartada elusiva a instantes del óbito, para confundir al entorno y con ello a la autoridad, la idea de una muerte accidental, de modo tal de evitar así la pesquisa que pudiera traer luz respecto de la verdadera causa de ocurrencia letal. Con su accionar, permitió la modificación del escenario del crimen –hipótesis del “pituto” mediante– e impidió seleccionadamente –siempre en los instantes posteriores a la muerte– el acceso al cuerpo de su cónyuge, de ciertos allegados que bien podrían haber puesto fin a su pretensión distorsionante. Estableció reparos para que los representantes de la empresa funeraria manipularan libremente el cadáver y a través de sus allegados, además obtuvo un certificado de defunción alterado donde se mutaba justamente la causal del óbito ocultándose así lo traumático de la muerte operada. Impidió por intermedio de un familiar cercano y amigos íntimos la rápida intervención policial. Todo este complejo catálogo de conductas encastra como mano en guante con las previsiones del tipo legal del encubrimiento agravado sostenido ab initio de la cuestión y deja por fuera y desprovista de contenido serio toda otra argumentación diversa que pretenda inválidamente edificarse al respecto. Sumando estos argumentos a los referidos por mi colega preopinante, Dra. Etcheverry, adhiero a la calificación legal por ella sustentada (arts. 45, 277 incs. 1 b) y º a) –éste últ. en función del art. 79–, CP; y arts. 375, inc. 1, 399 y cctes., CPP).

A LA SEGUNDA CUESTIÓN

La doctora María Angélica Etcheverry dijo:

Conforme fuera resuelta la cuestión que antecede y en atención a lo expuesto en los ítems pertinentes del desarrollo del veredicto, tomando como base mensurativa las pautas establecidas normativamente por los art. 40 y 41, CP, y teniendo en cuenta el temperamento jurisprudencial establecido por el Trib. de Casación Penal de la Pcia. de Bs. As., en el fallo: “Tablado, Fabián S / Homicidio”, de fecha 27/6/00, que, en lo que ahora interesa destacar, posibilitó la necesidad de que a partir del punto medio de la penalidad amenazada comiencen a operar las atenuantes y agravantes, en una y otra dirección de la escala sancionatoria, de forma tal que ninguna diminuente y/o severizante tenga el mismo peso relativo, dependiendo su incidencia en la escala correspondiente “de las circunstancias del caso” –conforme reseña el art. 171, Const. Pcial. bonaerense–, propicio que se condene a Carlos Alberto Carrascosa a la pena de 5 años y 6 meses de prisión, accesorias legales y costas, en orden al ilícito enrostrado y ya significado jurídicamente –por entenderla adecuada al caso–. Si bien es cierto que la ley penal vigente no establece una regla “general” u “ordinaria” –como antaño se denominara– a partir de la cual se deba componer concretamente el monto sancionatorio a imponer –tal y como positivamente la contenía el Código de 1886 (Ley 1920) en su art. 52 y la ley de reformas de 1903 (Nº 4189) en su art. 6º, que específicamente reglamentaba el término medio entre el mínimo y el máximo de la escala penal del tipo correspondiente, hito éste que los jueces podían abreviar o prolongar con arreglo a las circunstancias atenuantes o agravantes del caso específico–, considero que aquella metodología de selección se presenta en la actualidad como la más justa, desde que suministra un parámetro de fijación equidistante, estableciendo así un punto de ingreso certero para la libre y racional dosificación sancionatoria. Más allá de las críticas que pudiere recibir el postulado de estandarización o de transformar los juicios de valor en cantidades numéricas, lo cierto es que al validarse este mecanismo de cuantificación, la opinión del magistrado se torna inequívocamente previsible para el justiciable, en todos los casos similares, lo que trae aparejado un presupuesto de seguridad beneficiante, estableciendo un marco unificador sistemático, metodológico y homogéneo que da por tierra con toda posibilidad de desproporción ante situaciones análogas. Y no está de más señalar que lo argumentado se corresponde sin hesitación alguna no sólo con la lógica aristotélica instaurada en la «teoría del justo medio» –consistente en evitar los extremos– y establecida a partir del aserto: «En su justo medio, entre las pasiones contrarias, ha de hallar el hombre la razón del bien», sino, además, resulta coincidente con la proposición de Tomás de Aquino, quien desde su pensamiento entendió que sólo «lo equitativo es lo justo”. Posicionarse en los extremos de cada escala, para desde allí ascender o descender de acuerdo con la evaluación de los diminuentes o severizantes verificados, importa –a mi juicio–desde lo dogmático generar situaciones de iniquidad y, si se quiere, hasta ponen en crisis los conceptos de justicia y de igualdad ante la ley. Por lo demás, quienes así abrevan, desatienden –a mi modo de ver las cosas– la inveterada doctrina legal por la cual se dejara sentado nítidamente que la imposición penal tanto de los máximos sancionatorios como de los mínimos legales resulta de excepción y se encuentra reservada exclusivamente para los supuestos extraordinarios que así lo justifiquen. Basta como ejemplo, en tal sentido, lo sostenido por la SCJBA en P 62.632, sentencia del 23/4/2003 en los autos “B., H. A. s/ estupro agravado”, cuando señaló: “La inexistencia de agravantes y la concurrencia de atenuantes no implican por sí la necesidad legal de imponer el mínimo de pena contemplado para el delito respectivo”. La escala penal prevista por la figura en ciernes posee –como es sabido– una penalidad que oscila de un piso mínimo de un año a un máximo de seis, y teniendo en cuenta expresamente las atenuantes verificadas en la cuestión cuarta del veredicto y las agravantes señalizadas en la quinta, me posiciono in re por encima de ese término medio, sin llegar al máximo, por la verificación de los atenuantes ponderados. Al respecto, debo señalar también que las modificaciones introducidas a este capítulo por la ley 25246 –y menos aun las introducidas por la ley 25815 que no se refieren específicamente al punto– no han afectado el bien jurídico tutelado, que continúa siendo de modo esencial la administración de justicia –que puede verse perturbada o entorpecida, en la individualización de los autores y partícipes de un delito, en virtud de la conducta desplegada por el encubridor–. A pesar de ello, como bien se señala en la obra dirigida por D´Alessio, dicha realidad no da razón de todos los aspectos implicados en la figura, ya que entiendo que no es un dato menor la afectación del bien jurídico del hecho previo –es decir, del hecho encubierto–. Y ello, justamente, ha sido considerado por el Legislador al prever formas agravadas de encubrimiento –atendiendo al ilícito que se encubre– (AA.VV., Código Penal comentado y anotado, D´Alessio, Andrés José – Director, La Ley – Fondo Editorial de Derecho y Economía, Bs. As., 2004, p. 903). Así las cosas, considero que dentro de la escala penal prevista para el delito cometido debo tener en cuenta la gravedad del delito encubierto –considerado no abstractamente, sino teniendo en cuenta el vínculo que unía al condenado con la víctima, lo que justifica un mayor reproche para su conducta– y, bajo ese prisma –conjugados los atenuantes y agravantes mensurados oportunamente–, he llegado al monto de pena que estimo adecuado; y así lo voto. Paralelamente, debo señalar que el pronunciamiento sancionatorio ahora arribado coloca al reo frente a una nueva perspectiva desde la óptica de su coerción, toda vez que la presunción de acierto de los fallos judiciales deja sin contenido las razones que han posibilitado, al día de hoy –sin entrar a juzgar la decisión jurisdiccional que en la etapa preparatoria le permitiera al imputado gozar de ese beneficio, por no corresponder a mi función– la libertad ambulatoria de la que goza, pudiendo solamente neutralizarse válidamente a través de la imposición de una medida de coerción que no torne ilusoria la realización del derecho de fondo y el peligro de fuga consecuente. Por tal motivo y de conformidad con la manda legal del art. 371, CPP, al haber recaído una penalidad de efectivo cumplimiento, aparece como inevitable sujetarlo a la jurisdicción mediante su detención, la que por cierto aparece como proporcional al inequívoco aumento verificado de peligro cierto de frustración de los fines últimos del proceso. Rigen los arts. 12, 19, 29 inc. 3, 45, 277 incs. 1 b) y 3 a) –este últ. en función del art. 79–, CP; y 375 inc. 2°, 530 y 531, CPP.

El doctor Luis María Rizzi dijo:

El problema de la cuantificación de la pena no encuentra soluciones convincentes que puedan partir de reglas fijas, ignorando las particulares características de cada caso en concreto. No es posible fijar en forma unánime los criterios relevantes que habrán de resultar decisivos a la hora de establecer la difícil graduación de la pena. Claro que la Justicia representa aquí, de modo más evidente, la finalidad hacia la que se deben alinear los resultados del proceso, pues de todos ellos la pena es en particular el que más variable y opinable resulta según la subjetividad de los jueces en la apreciación de las características objetivas del hecho y particularidades del imputado. A fin de graduar la sanción en nuestro caso, considero que ha transcurrido un lapso considerable entre la comisión del h

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