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DAÑOS Y PERJUICIOS

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Responsabilidad del médico. MALA PRAXIS. Infección provocada por restos de placenta en el útero. Dictamen pericial infundado. INDEMNIZACIÓN. Hospital público. RESPONSABILIDAD DEL ESTADO. Daños físicos y psíquicos. Improcedencia. DAÑO MORAL. Procedencia. Inconstitucionalidad de la ley 9078. COSTAS. HONORARIOS DE LOS PERITOS. Ausencia de regulación
1– La responsabilidad de la demandada por los actos de los profesionales médicos de la Maternidad Provincial está comprobada por la historia clínica que la actora tiene registrada en el nosocomio en el que fue asistida e intervenida cuando se desencadenó el proceso infeccioso posterior al parto. En tales registros consta que en el primer legrado que se le practicó se le extrajo del útero material consistente en restos placentarios, lo que pone en evidencia que en el momento del parto no se le realizaron los controles adecuados para verificar que la placenta se hubiese desprendido en su totalidad. Por lo que se está en presencia de un acto profesional cuya deficiencia está comprobada por datos objetivos como son los registros de un hospital público.

2– Sin una demostración categórica no se puede admitir que la conservación en el útero de restos de placenta pueda constituir un hecho imprevisible e inevitable en la práctica de la obstetricia. La experiencia normal sugiere que la endometritis no es una secuela habitual, normal y frecuente de los partos. Su sola existencia debe llevar a presumir la responsabilidad profesional, sin perjuicio de prueba en contrario, la que en autos no ha sido producida. En el sub lite se realizaron dos pericias (psiquiátrica y médica), pero ninguno de estos dictámenes es digno de crédito.

3– La conclusión de la pericia psiquiátrica es que la actora padece de un estado depresivo que está conectado causalmente a las intervenciones quirúrgicas (legrados) a que fue sometida. Pero para llegar a ella, el perito no cuenta con otra información que la proporcionada por la propia actora a través de su exposición personal, lo cual, en materia de prueba, es casi igual a nada. Dicho dictamen ha pasado por alto un dato fundamental en la valoración del problema, y es que un año antes del parto (según historia clínica) que desencadenó la endometritis y los legrados, la actora debió ser internada a causa de una amenaza de aborto que ella se provocó, a raíz de lo cual se le practicó un legrado. Esto es decisivo en la valoración de la cuestión, pues no se puede creer que las intervenciones practicadas a causa de la endometritis hayan generado un cuadro depresivo de la intensidad informada por el perito, y que, en cambio, no lo haya provocado el legrado anterior, siendo que éste se hizo en condiciones más riesgosas que los últimos (aborto en curso). No pueden tomarse en serio tales conclusiones, en que por omisión culpable o intencional se dejó de lado un elemento de juicio dirimente para la solución justa de la causa.

4– En lo que respecta a la pericia médica, la perito informa que es probable que, por lo expresado por el psiquiatra, haya quedado la actora “con una esterilidad secundaria funcional”. La mera probabilidad, no confirmada por ningún estudio concreto, es insuficiente, porque el deber de indemnizar existe solamente frente a daños ciertos y comprobables, no ante simples conjeturas de perjuicios posibles o eventuales. Además, al hacer derivar la probable esterilidad solamente de la patología psíquica, la perito ha venido a informar de manera implícita que no hay causas físicas u orgánicas que puedan generar esa secuela. Descartadas en autos las incapacidades invocadas en la demanda y ratificadas por los peritos, sólo queda como hecho indemnizable el daño moral –que razonablemente se puede aceptar– que generó el proceso infeccioso (con sus incomodidades, dolores, necesidad de internación, práctica de los legrados y convalecencia), y la lógica preocupación que todo esto pudo provocar por el riesgo de un eventual resultado adverso.

5– En cuanto a la aplicación de la ley 9078 planteada por la demandada, se entiende que dicha norma es inconstitucional, porque la legitimidad de las restricciones que las normas de consolidación imponen a los derechos de los particulares requieren, como justificación primaria, la existencia de un real y comprobable estado de emergencia, una situación económica apremiante que impida pagar las deudas sin paralizar al Estado. Si estas consideraciones excluyen la comprobación in continenti del estado de emergencia, las objeciones se intensifican si se piensa que esa situación, que por definición debería ser transitoria y excepcional, ha pasado a constituir el modo normal, habitual y permanente de funcionamiento del Estado. Sucesivamente se van reeditando leyes de consolidación con las que el Estado, en lugar de controlarse y restringirse para sanear sus cuentas, perpetúa y renueva su crónico endeudamiento a costa del patrimonio de sus acreedores. La renovación constante del estado de emergencia es una contradictio in adiecto.

6– La ley 9078 es inconstitucional por la extensión desmesurada del plazo que la Provincia se ha otorgado a sí misma para pagar sus deudas. Desde la sanción de la ley 8250, una espera de 16 años constituye más una alteración sustancial que una restricción al ejercicio de los derechos. De allí que la medida resulte violatoria no sólo del art. 17, CN, sino también del art. 28 en cuanto impone una restricción gravísima a las garantías reconocidas por la Carta Magna. Las leyes no pueden imponer restricciones tan exageradas que importen la desnaturalización misma de los derechos. Si la locación por más de diez años está prohibida por la ley de fondo por constituir un acto de disposición, no podría calificarse de otro modo la decisión unilateral del Estado de privar de su crédito a un particular por un lapso todavía seis años mayor.

7– Las costas deben distribuirse por su orden de suerte que cada parte deberá soportar las causadas a su instancia. Esta distribución es justa porque si bien la actora resulta perdidosa en la mayor proporción desde un punto de vista cuantitativo, no se puede ignorar que la demandada es vencida en lo relativo a la existencia de la responsabilidad y a la constitucionalidad de la ley 9078, cuestiones que no se reflejan en el valor económico de la condena, pero que, sin embargo, constituyen capítulos relevantes del litigio. En las costas no deben entrar los honorarios de los peritos, debiendo quedar sin efecto los regulados por el a quo, ya que no se concibe que tengan derecho a percibirlos quienes, lejos de cumplir su función de auxiliares de los tribunales, han inducido a éstos, con falta de diligencia en la ejecución de sus obligaciones y con parcialidad, a adoptar una decisión que de haberse llegado a dictar habría estado reñida con la justicia del caso concreto (art. 280, CPC). La obligación de dar el dictamen no se cumple si la pericia, aunque presentada regularmente, se hace en condiciones tales que no es útil para alcanzar la verdad en el juzgamiento de los hechos del pleito.

16110 – C3a. CC Cba. 11/8/05. Sentencia N° 132. Trib. de origen: Juz. 43ª CC Cba. «A., K. E. c/ Superior Gobierno de la Prov. de Cba. –Ordinario -Ds. y Ps.- Mala Praxis»

2a. Instancia. Córdoba, 11 de agosto de 2005

¿Es procedente el recurso de apelación interpuesto por la demandada?

El doctor Julio L. Fontaine dijo:

En la sentencia de primer grado se ha admitido la demanda y condenado a la Pcia. de Córdoba a reparar los daños que sufrió la actora a causa de la deficiente atención médica que recibió en el Hospital Materno Provincial con motivo de su sexto y último parto, hecho que le provocó posteriormente, por haber quedado restos de placenta en el útero, un proceso infeccioso llamado endometritis por causa del cual fue internada en el Hospital Rawson donde se le practicaron dos o tres legrados. Sobre la base de las pericias médica y psiquiátrica que asignaron a la demandante una incapacidad permanente del orden del 45%, el juez fijó una indemnización que calculó mediante la fórmula financiera de rigor y que ascendió a $12.969,60. A esta cantidad añadió la de $10.000 en concepto de daño moral, más los intereses (en ambos casos desde la fecha del evento dañoso) y las costas del juicio. La decisión es apelada por la Pcia. de Córdoba y con evidente razón, porque si bien no se puede estar de acuerdo con ella en cuanto niega la existencia de la responsabilidad, sí se debe coincidir en que no hay pruebas de que los daños hayan tenido la extensión que pretende la demandante y que ha sido reconocida en la sentencia. La responsabilidad de la demandada por los actos de los profesionales médicos de la Maternidad Provincial está comprobada por la historia clínica que la actora tiene registrada en el Hospital Rawson, nosocomio en el que, como dije antes, fue asistida e intervenida cuando se desencadenó el proceso infeccioso posterior al parto. En esos registros consta que en el primer legrado que se le hizo se extrajo del útero de la demandante material consistente en restos placentarios, lo que pone en evidencia que en el momento del parto no se realizaron o no se agotaron los controles adecuados para verificar que la placenta se hubiese desprendido en su totalidad. No se está, por lo tanto, frente a una conjetura de la perito o a diferencias de diagnósticos que son posibles y hasta frecuentes en la ciencia médica y que no implican por sí mismas supuestos de mala praxis, como se afirma en el recurso. Se trata, por el contrario, de un acto profesional cuya deficiencia está comprobada por datos objetivos como son los registros de un hospital público perteneciente a la propia demandada. Y es claro que sin una demostración categórica –que por supuesto no surge de la pericia–, no se puede admitir que la conservación en el útero de restos de la placenta después del parto pueda constituir un hecho imprevisible e inevitable en la práctica de la obstetricia. El dictamen técnico que se ha producido en el juicio sugiere todo lo contrario, pero la conclusión sería la misma aunque se prescindiera de esta prueba –que en verdad no es convincente, si bien por otros motivos a los que habré de referirme luego– porque la experiencia normal de las cosas sugiere que la endometritis no es una secuela habitual, normal y ni siquiera frecuente de los partos. Su sola existencia debe llevar a presumir la responsabilidad profesional, sin perjuicio en todo caso de la prueba contraria que en este supuesto no ha sido producida en absoluto. Pero de esta conclusión no se sigue que la demanda pueda ser admitida en la medida en que se lo ha hecho en la sentencia apelada, y esto porque no hay verdaderas pruebas de que la endometritis y los procedimientos que se adoptaron para superarla hayan tenido las secuelas dañosas afirmadas por la demandante. He señalado ya que en el juicio se han producido dos pericias, una psiquiátrica y otra médica, las cuales sumadas terminan asignando a la actora esa incapacidad del orden del 45% que he referido más arriba. Pero ninguno de estos dictámenes es digno de crédito. Comenzando por el psiquiátrico, su conclusión es que la actora padece de un estado depresivo que está conectado causalmente a las intervenciones quirúrgicas (legrados) a que fue sometida como consecuencia de la endometritis. Pero saltan a la vista dos cosas. En primer lugar, que para llegar a esta conclusión el perito no cuenta con ninguna información que no sea la proporcionada por la demandante a través de su exposición personal, lo cual, como se comprende, en materia de prueba es prácticamente igual a nada. No hay en el dictamen ningún dato que permita verificar que el descuido, el carácter ausente, la falta de atención personal, la ausencia de deseos sexuales, el miedo, la angustia, la ansiedad, el llanto constante y el sueño permanente que se atribuyen a la demandante sean hechos de la realidad y no ingredientes de una sintomatología destinada a crear artificiosamente un cuadro de incapacidad. A esto se suma, en segundo lugar, que el perito no tiene ninguna duda, tanto que lo señala tres veces en el dictamen, de que estos síntomas aparecieron como consecuencia de los legrados, pero lo notable es que falta la explicación necesaria para demostrar que esta conexión resulta verosímil en el caso concreto. Salvo una genérica y abstracta descripción de las causas y procesos de las neurosis depresivas, efectuada en términos tales que son aplicables a cualquier paciente y a cualquier evento traumático, no hay en el dictamen ningún razonamiento que justifique técnicamente desde el punto de vista de la psiquiatría cómo y por qué el sometimiento a dos o tres legrados realizados en forma impecable pudieron desencadenar este estado patológico en las particulares circunstancias personales de la actora. Este defecto, que sería suficiente para descalificar cualquier dictamen, tiene en este caso una gravedad superlativa, porque el perito ha pasado por alto un dato fundamental en la valoración de este problema, que llamaría la atención a cualquier lego en medicina que tuviera a la vista las historias clínicas tanto de la Maternidad Provincial como del Hospital Rawson, según el cual un año antes del parto que desencadenó la endometritis y los legrados, la actora debió ser internada a causa de una amenaza de aborto que ella misma se provocó colocándose “pastilla blanca y sonda” o, lo que es una expresión equivalente, “oxa y sonda endocavitaria”. A raíz de estas maniobras, declaradas por ella cuando acudió con el aborto ya en curso a la guardia del H. Rawson en febrero de 2000, se le practicó un primer legrado el 3/3/00 (precisamente en la Maternidad Provincial a donde fue derivada). Este antecedente es decisivo en la valoración de esta cuestión, puesto que no se puede creer que las intervenciones practicadas a causa de la endometritis hayan generado un cuadro depresivo de la intensidad del informado por el perito, y que, en cambio, no lo haya provocado el legrado anterior, siendo que éste se hizo en condiciones más riesgosas que los últimos (aborto en curso), y que éstos fueron practicados cuando la demandante ya tenía sobre sí la experiencia del primero. La conclusión de todo esto es evidente: si el primer legrado no sumió a la actora en un cuadro depresivo, no se comprende por qué habrían podido tener esta consecuencia los últimos, que necesariamente debieron ser menos eficientes en la provocación de una patología como la informada por el psiquiatra. Se comprende entonces que no puedan tomarse en serio las conclusiones del dictamen, en el que por omisión culpable o intencional (el perito manifiesta haber tenido a la vista las historias clínicas), se ha dejado de lado un elemento de juicio dirimente para la solución justa de la causa. Con la pericia médica ocurre poco más o menos lo mismo. La primera conclusión del dictamen indica que la retención después del parto de restos placentarios en el útero constituye un acto médico deficiente, punto con el cual se debe estar de acuerdo según lo expresado más arriba. Luego pasa el dictamen a señalar las secuelas incapacitantes que la endometritis y los legrados provocaron en la demandante. Dice en primer término la perito que es probable que por lo expresado por el psiquiatra, puede haber quedado la actora “con una esterilidad secundaria funcional”, con lo cual viene a dar pie a la pretensión de la demandante de ser indemnizada por la incapacidad de procrear que según ella le habrían causado las intervenciones posteriores a la endometritis. A causa de esta secuela, la perito eleva del 20% al 30% la incapacidad establecida en el otro dictamen con fundamento en la patología psiquiátrica. Lo primero que cabe observar es que la mera probabilidad, no confirmada por ningún estudio concreto, es insuficiente a estos efectos, porque el deber de indemnizar existe solamente frente a daños ciertos y comprobables, no a simples conjeturas de perjuicios posibles o eventuales. Lo segundo que se debe resaltar es que al hacer derivar la probable esterilidad solamente de la patología psíquica, la perito médico ha venido a informar de manera implícita que no hay causas físicas u orgánicas que puedan generar esa secuela. Lo tercero y obvio, es que si la premisa de la que parte la perito –existencia de una patología psiquiátrica– está descalificada por las razones que he señalado más arriba, necesariamente lo está también esta consecuencia, con mayor razón si el perito psiquiatra no ha llegado a informar concretamente de esta probable esterilidad, lo que de suyo desautoriza tal opinión emitida por quien no es especialista en psiquiatría. Por último, se debe hacer notar que la perito médico, que también manifiesta haber tenido a la vista las historias clínicas, incurre en la misma omisión del psiquiatra pasando por alto el legrado de marzo de 2000 practicado a causa del aborto provocado. La omisión es aquí tan relevante o más que en el caso anterior, puesto que el hecho mismo del parto de febrero de 2001 revela que el primer legrado no provocó ninguna esterilidad. Pese a ello, la perito no tiene reparos en afirmar que pudo provocarlo el último. Luego el dictamen médico incursiona en otra secuela incapacitante señalando que la actora es hipertensa y que “dicha patología es una somatización de su patología psiquiátrica” que “guarda nexo de causalidad adecuado con lo descripto en la demanda”. Por esta secuela la perito asigna a la demandante un 15% de incapacidad que se suma al 30% anterior. Pero tampoco de esto se puede hacer fe, porque la hipertensión de la actora es un dato que aparece verificado en la Maternidad Provincial ya antes de que se sucedieran los hechos descriptos en la demanda. El primer registro data, en efecto, de marzo de 2000 y se comprueba cuando la actora ingresa a este nosocomio con motivo de la amenaza de aborto a que he hecho referencia anteriormente. Parece obvio entonces que la hipertensión no puede vincularse causalmente a las intervenciones provocadas por la endometritis si ya estaba registrada en la historia clínica cuando todavía no habían tenido lugar ni el aborto de marzo de 2000 ni el parto de febrero de 2001. De todos modos, e independientemente de esto, falta en la pericia la explicación de las causas o las razones por las cuales la hipertensión arterial puede generar una incapacidad laboral del orden del 15% en una persona de 26 años. Tal cual como está formulado el dictamen, es imposible saber en qué forma y en qué medida la hipertensión compromete las potencialidades del ser humano al punto de disminuirle la aptitud para realizar actividades mediante el empleo de su cuerpo. En fin, descartadas por las razones expresadas hasta aquí las incapacidades invocadas en la demanda y ratificadas por los peritos, y comprobado además que después de los legrados realizados en el Hospital Rawson no quedaron en la actora secuelas físicas u orgánicas de ningún tipo, puesto que la endometritis posterior al parto fue exitosamente superada, sólo queda como hecho indemnizable el daño moral que razonablemente se puede aceptar que generó el proceso infeccioso, con sus incomodidades, sus dolores, la necesidad de la internación, la práctica misma de los legrados y su convalecencia, y la lógica preocupación que todo esto pudo provocar por el riesgo de un eventual resultado adverso. Teniendo en cuenta estas circunstancias, pero sin dejar de ponderar al mismo tiempo las condiciones personales de la demandante, en particular su anterior experiencia en este tipo de sucesos, opino que el resarcimiento debe limitarse a la suma de $3.000, con más los intereses a la tasa y por el tiempo establecido por el juez en la sentencia apelada. Queda por resolver la cuestión, planteada también por la demandada en el recurso, relativa a la aplicación al caso de la ley 9078, cuya inconstitucionalidad fue pedida por la demandante pero no juzgada por el juez por haber considerado éste que sus disposiciones no rigen en relación con los créditos que integran la condena. Como la demandada insiste, cuestionando este criterio, en que el daño moral no está excluido de la consolidación dispuesta por aquella ley, punto en el cual entiendo que tiene razón, deviene necesario proveer al planteo constitucional que debe entonces considerarse automáticamente reproducido en esta instancia con arreglo al párrafo final del art. 332, CPC. En este sentido, y reiterando conceptos que he expresado en otras oportunidades (entre ellas el AI N° 343 del 25/10/04 dictado por la Cámara en la causa “Suc. de Robin c/ Gobierno de la Pcia. de Cba.”) considero que la citada ley es inconstitucional. Lo es, en primer término, porque la legitimidad de las restricciones que las normas de consolidación imponen a los derechos de los particulares requieren como justificación primaria, como condición sine qua non, la existencia de un real y comprobable estado de emergencia, una situación económica apremiante que impida pagar las deudas sin paralizar al Estado. Y no hay datos concretos que permitan verificar la existencia de un estado de cosas semejante. Más bien ocurre lo contrario y para comprobarlo basta ver los actuales reclamos de aumento de sueldos de prácticamente todos los sectores de la Administración Pública, reclamos que entre otros motivos se fundan en la existencia de un superávit financiero que ha sido insistentemente destacado por la prensa. Las inversiones en establecimientos educacionales o en planes de 12 mil viviendas sociales contrastan también con esa situación de emergencia, puesto que ponen de manifiesto una capacidad económica o, en todo caso, un acceso al crédito incompatible con el estado de insolvencia. Y si estas consideraciones excluyen la comprobación “in continenti” del estado de emergencia, las objeciones se intensifican si se piensa que esa situación, que por definición debería ser transitoria y excepcional, ha pasado a constituir el modo normal, habitual y permanente de funcionamiento del Estado. Más de 10 años han pasado ya desde la ley 8250 sin que en todo ese lapso la situación haya podido ser revertida. Por el contrario, sucesivamente se van reeditando leyes de consolidación con las que el Estado, en lugar de controlarse y restringirse para sanear sus cuentas –única finalidad que podrían tener tales leyes–, perpetúa y renueva su crónico endeudamiento a costa del patrimonio de sus acreedores. La renovación constante del estado de emergencia es una “contradictio in adiecto”. También es inconstitucional la ley en cuestión por la extensión desmesurada del plazo que la Provincia se ha otorgado a sí misma para pagar sus deudas. Como tantas veces se ha dicho, ya desde que fue sancionada la ley 8250, una espera de 16 años constituye más una alteración sustancial que una restricción al ejercicio de los derechos. De allí que la medida resulte violatoria no sólo del art. 17, CN, sino también del art. 28 en cuanto impone una restricción gravísima a las garantías reconocidas por la Carta Magna. Las leyes no pueden imponer restricciones tan exageradas que importen la desnaturalización misma de los derechos. Si la locación por más de 10 años está prohibida por la ley de fondo por constituir un acto de disposición, no podría calificarse de otro modo a la decisión unilateral del Estado de privar de su crédito a un particular por un lapso todavía seis años mayor. Debo hacer presente, finalmente, que también se ha planteado en autos el tema relativo a la aplicación y constitucionalidad de la ley 9086. Sin embargo, aunque la cuestión fue introducida y sustanciada antes de la sentencia apelada, el juez omitió resolverla, lo que significa que esa cuestión ha quedado pendiente para ser decidida en la etapa pertinente, que es la de ejecución del pronunciamiento. Siendo así, no cabe por ahora que la Cámara abra juicio sobre esa cuestión. Las costas del pleito deben distribuirse por su orden de suerte que cada parte deberá soportar las causadas a su instancia. Esta distribución es justa porque si bien la actora resulta perdidosa en la mayor proporción desde un punto de vista cuantitativo, no se puede ignorar que la demandada es vencida en lo relativo a la existencia de la responsabilidad y a la constitucionalidad de la ley 9078, cuestiones que no se reflejan en el valor económico de la condena, pero que, sin embargo, constituyen capítulos relevantes del litigio. Pero en las costas del pleito no deben entrar los honorarios de los peritos. En este sentido propongo que los regulados por el juez sean dejados sin efecto, ya que no se concibe que tengan derecho a percibirlos quienes, lejos de cumplir su función de auxiliares de los tribunales, han inducido a éstos, con ostensible falta de diligencia en la ejecución de sus obligaciones, si no con parcialidad, a adoptar una decisión que de haberse llegado a dictar habría estado reñida con la justicia del caso concreto. He señalado ya que en las dos pericias se ha omitido proporcionar información que era esencial para la valoración técnica de los hechos de la causa, omisión que, sea intencional o culposa, en cualquier caso trasunta un grave incumplimiento de los deberes inherentes a la función pericial. Y se comprende que realizada de este modo, más bien induciendo a error que asesorando a los jueces, la labor pericial no pueda reputarse cumplida. El caso está regulado por el art. 280, CPC, según el cual los peritos judiciales matriculados no tendrán derecho a cobrar honorarios cuando no dieren su dictamen en la forma y en el tiempo en que les fuera requerido por los tribunales. Y es obvio que la obligación de dar el dictamen no se cumple si la pericia, aunque presentada regularmente, se hace en condiciones tales que no es útil para alcanzar la verdad en el juzgamiento de los hechos del pleito. […].

Los doctores Guillermo E. Barrera Buteler y Beatriz Mansilla de Mosquera adhieren al voto emitido por el Sr. Vocal preopinante.

Por el resultado de los votos que anteceden, el Tribunal

RESUELVE: Admitir parcialmente la apelación y reducir la indemnización fijada en la sentencia a la suma de $3.000 en concepto de daño moral, con más los intereses fijados por el juez, rechazando la demanda en todo lo demás. Declarar la inconstitucionalidad de la ley provincial Nº 9078. Costas por su orden en ambas instancias. Se dejan sin efecto las regulaciones de honorarios contenidas en la sentencia, debiendo practicarse nuevamente la que corresponde al Dr. Pablo Arturo García, no así las de los peritos que no tendrán derecho a percibir honorarios. Librar la comunicación al TSJ prevista al final del voto a la primera cuestión.

Julio L. Fontaine – Guillermo E. Barrera Buteler – Beatriz Mansilla de Mosquera ■

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