jueves 28, noviembre 2024
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Comercio y Justicia 85 años

¡No discutamos por el vuelto!

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El ánimo de buena parte del país sigue vinculado a la suerte de la producción agrícola argentina. El regalo del cielo que representa contar con la mayor superficie arable del mundo, por habitante, así lo determina.
No está mal que eso suceda. Por el contrario. Sólo que deberíamos ser precisos a la hora de evaluar los logros, para no confundir gordura con hinchazón.
Históricamente, los precios de los granos han tenido variaciones cíclicas, pero con una tendencia a perder peso relativo frente a los precios de los bienes industriales. Esa tendencia se ha modificado. A nuestro juicio, no estamos meramente barrenando en la cima de una onda positiva de un ciclo con altibajos. Estamos frente a una tendencia sostenida de largo plazo, al parecer irreversible, debida esencialmente a la presión de demanda fruto de la incorporación progresiva de más de 1.000 millones de personas en China e India a un consumo más sofisticado de alimentos. Esa presión se ve reforzada por la insensata carrera de Estados Unidos que busca incorporar el maíz y la soja a la cadena de provisión de combustibles líquidos.
O sea: los precios de los cereales y oleaginosas han de aumentar en términos absolutos por mucho tiempo. Eso creemos.
El punto a entender es: ¿quién ganará y quién perderá con esto?
Mucho se ha hablado sobre el daño que el aumento de los alimentos produce a los más pobres. Es casi una obviedad. En este momento, sin embargo, nos gustaría dar por bueno el argumento de quienes se entusiasman con la perspectiva alcista y señalan que a los pobres – al menos a los pobres argentinos – se los puede compensar de muchas maneras: subsidiando ciertos precios en el mercado interno; acordando precios; distribuyendo alimentos, etc. No es claro el tema ni fáciles de compartir los argumentos, pero admitamos el argumento de lo que alguna gran prensa da en llamar “El Campo” (en rigor, los dueños del campo): hay que subirse a la ola, que la riqueza luego se distribuirá por la generación de más trabajo directo e indirecto y por la posibilidad de contar con recursos extra para ayudar a los que menos tienen.
Es tanta la riqueza generada, sin embargo, que ya hay varios segmentos de la cadena de valor que se podría decir que los productores han cedido sin demasiado esfuerzo. Por empezar: la comercialización internacional. Hace ya muchos años que la exportación es una tarea de transnacionales o grupos comerciales específicos. Ni el Estado, ni las cooperativas, ni ninguna firma nacional productora directa intervienen de manera relevante en este eslabón, resignando así ganancias importantes.
Le sigue el acopio interno. Esta tarea de intermediación, técnicamente necesaria, fue asumida durante mucho tiempo por un organismo oficial como la Junta Nacional de Granos y por cooperativas de productores. Hoy, la primera ha desaparecido y las segundas han reducido sustancialmente su participación frente al acopio directo de las exportadoras.
También le sigue la participación misma en la producción. Los llamados fondos de siembra alquilan hoy millones de hectáreas y los propietarios de la tierra disfrutan su renta en vacaciones eternas, sólo que mutando su estadía del hogar a Disney World, Europa, la playa, la montaña o al boliche del pueblo a jugar dominó.
Por si esto no fuera suficiente cesión, también se verifica una crecientemente costosa dependencia en los insumos. La siembra directa – nueva modalidad de trabajo que permite trabajar grandes extensiones en poco tiempo – requiere alto consumo de herbicidas y de fertilizantes. Una de las organizaciones gremiales empresarias del campo,

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