Laura Pantoja era reconocida por su trabajo y amada por su gente. Dejó huellas profundas en quienes tuvimos la oportunidad de conocerla y compartir con ella momentos de su vida. En su honor, hoy difundimos un texto de su autoría
“Hay que vivir hoy”, decía Laura Pantoja usualmente, revelando así la intensidad y la inmensa generosidad que la habitaron hasta el último momento de su vida. La escritora y periodista integrante del diario Comercio y Justicia falleció anteayer, domingo 8, y dejó una profunda huella en quienes tuvimos la oportunidad de conocerla y compartir con ella momentos de su vida.
Fue amada por su gente y reconocida en su trabajo. Mujer, esposa, madre, hija, hermana, amiga, compañera y excelente profesional, será recordada siempre por su espíritu inquieto y soñador y su amor por los detalles, la lectura y el arte.
Ejercía el periodismo y también escribía cuentos y poesías. Se destacaba por su gran generosidad y altruismo, características reconocidas tanto en su mundo familiar y de amigos como en el laboral. Fue también respetada y valorada por su don de gente y su profesionalismo por colegas de todas las redacciones y por sus fuentes de información.
Su convicción en actuar por el bien común la llevó a comprometerse con diferentes causas y a trabajar profundamente en el desarrollo cooperativo al integrar el Consejo de Administración de esta empresa. Impulsó proyectos de renovación tecnológica y editorial, promoviendo metodologías integrales y de amplia participación. Era cultora de la palabra justa, la colaboración permanente y el trabajo sostenido para llegar a buen puerto. Apostaba fuertemente a los procesos colectivos y metas de largo plazo.
De ideales y de acción, se fue justamente un Día de la Mujer, fecha que conmemora la lucha de las mujeres por su participación dentro de una sociedad más igualitaria y justa, ideales que Laura abrazaba y por los cuales trabajaba incansablemente.
El siguiente texto suyo fue redactado y distribuido en sus redes sociales en las vísperas del inicio de este año.
El dilema de las frutillas y los kiwis
Las palabras de una madre quedan grabadas con sangre. Me acuerdo que, de chica, mi mamá me decía que todo tiene solución menos la muerte. Lo seguí repitiendo hasta el cansancio, pero hace un tiempo que estoy en un proceso de transformación, que para algunos coaches se denomina “desprogramación neurolingüística”. Para otras corrientes modernas es deconstrucción. Lo cierto es que para mí se trata de un proceso de desencantamiento.
¿En algún momento tenía que madurar esta idealista empedernida? ¿Se trata de madurar? ¿O estoy perdiendo (quizás muchos estamos perdiendo) la ilusión? Me resisto. No quiero. Pero luego toco este punto.
Creo que no todo tiene solución, pero vamos por partes. Si la solución a la que se refería mi madre es del tipo “no conseguí frutillas, pero te traje kiwis”, ¿puede ser una solución? Quizás para mi madre sí. Para mí no lo es, pues yo quería frutillas. Se trata de aceptación. Y en esa aceptación hay todo un proceso mental detrás, en el cual la realidad debe vencer a esos duendes imaginarios que ya habían cargado en sus bolsas toneladas de frutillas, jugosas, dulces y recién cosechadas.
¿Es una solución el kiwi? No. Insisto, es aceptación. ¿Aunque quizás la aceptación sea tal vez una solución? Siempre y cuando aceptación no sea resignación.
Es necesario pasar por ese trabajo mental, físico y energético de desilusionarse y volver a ilusionarse, pero ya con el nuevo sabor del verde kiwi. Más ácido, y para los que quizás queden aún días de maduración porque siguen duros. Y convencerse de que eso es lo mejor.
Y buscar sus propiedades, sus nutrientes… Si la vitamina A, la D o la Z. Que nos mejora el cutis, que nos saca años, nos aporta inteligencia y deja la piel tersa. La otra infalible es: “Seguro que si comías las frutillas ibas a tener una alergia o una intoxicación fatal”.
Creo que como seres humanos buscamos argumentos, dentro y fuera de nosotros, para convencernos de que lo que sucede, conviene. Se trata de salvajates, conscientes o inconscientes, para poder aceptar lo que es como si fuera una solución. Pensar que el destino, que el universo, que algún dios, te tenían preparado kiwis en lugar de frutillas. Son necesidades del ser humano. Autoinflingirse argumentos llenos de valiosos deseos pero que, en definitiva, no dejan de ser una suerte de supervivencia. Al menos en ese primero momento en que mordés el kiwi.
Y acá también entra en juego la psicología. Otro plan de salvataje para el camino de la aceptación. Un poco más intrincado, claro, porque se mete en los rincones oscuros de la mente y te juega con las mismas cartas. Y, generalmente, siempre te canta un “quiero vale cuatro”. Y te hace salir como empoderada, haciéndote creer que los kiwis son mejores que las frutillas. Y uno se convence de que realmente le hacía falta el zinc, hierro, calcio y magnesio del kiwi que no tenía la frutilla.
Y de nuevo el “todo es por algo” y el “universo complota” o “algo habrá que aprender de eso”. Les juro que he sido una defensora de toda esa mística y que creo, más bien estoy segura, que han sido mis principales caballos de fuerza para ir siempre por la frutilla. No sé si estoy madurando o, para mis amigas que me conocen mucho, estoy ganando la batalla contra el onirismo crónico.
Pero de pronto me pregunto si “madurar o abandonar el idealismo” es sinónimo de dejar de creer en eso que, al menos a mí, me hace sentir como Alicia en el País de las Maravillas. Aun, con mis honorables 45 años (la palabra “años” no estaba en el texto original).
Esa suerte de espiritualidad, misterio y profundidad que se funden en una combinación que te eleva a un lugar en donde no cabe el realismo, donde el infinito mismo está pintado de frutillas.
¿Madurar es darse contra la pared y reconocer, cual niño, que los Reyes Magos no existen?
Un dilema de principios filosóficos y psicológicos, ideal para mi terapeuta que conoce mi mente y sabe que mi placer está en flotar sobre la superficie del agua y ver el cielo, desde abajo de una pequeña película de líquido con olor a jazmín. Y escuchar el latir del propio corazón en los oídos.
Lo cierto es que por prescripción médica “debo escribir” y acá estoy. Y lo cierto es que a mis hijos ya no les enseño que “todo tiene solución”, ni que tampoco todo lo que se “sueña se cumple” (eso amerita otro post). Sí les digo que la magia y la maravilla del mundo se construyen en red. Mientras dos o más crean que aún se puede ir por las frutillas, a pesar de que sólo se cosechan los kiwis, ya todo está salvado.
Y como le digo a una amiga nueva y muy querida, lo importante es rodearse de gente que crea en la magia. No la de los milagros ni la del universo que complota. Es la magia de dos o más humanos que se unen para crear, creer, abrazarse, compartir, escribir, pintar, bailar, proyectar, soñar…
Mientras dos o más personas compartan una emoción, ya estamos salvados. A veces pensamos que somos pocos los que creemos aún en esa magia (ilusión) de que hay algo más; de que todo está sustentado en una suerte de predigitación inteligente y con sentido; de que todo tiene una razón.
A veces somos pocos. A veces nos sentimos muy solos. Pero les aseguro: existen, pululan, andan por la vida comiendo kiwis a menudo.
No es que todo tiene solución, ni que nos resignamos a comer kiwis en lugar de frutillas. Es aprender a vivir, ¿no? ¡Grandulona la chiquita, ya!
Felíz año para todos y que de postre, al recibir el 2020, degusten muchas pero muchas frutillas.
Valiosa reflexión! Aprender a vivir y “Dos o más y emoción”: habrá más?
Maravilloso !! Sin dudas ,dejado huellas en su camino.
Muchas gracias por compartirlo .