Ayer, mientras pasaba el tiempo en redes sociales buscando sobre qué escribir, se me cruzó una noticia de un medio norteamericano que me sacó una sonrisa. Trataba sobre el impacto para el ciudadano estadounidense promedio al darse cuenta de que los paquetes de los productos ahora eran más chicos que antes, producto de la inflación.
Me sacó una sonrisa porque en Argentina sabemos más que bien de qué se trata eso, algo que se llama “shrinkflation”, algo que que muy mal traducido podría ser algo así como “achiquinflación” o “encoginflación”. Es una de las formas en las que las marcas tratan de esconder el efecto de la suba de precios, vendiendo menos cantidad por más o menos el mismo valor.
Pese a que ya lo conocemos, esa etapa pasó hace más de una década. De ahí pasamos a las trampas en las etiquetas de los productos en acuerdos e precios, donde un cambio imperceptible al ojo del comprador apurado significa que en la caja se pague un 25 o 30% más que lo que marca la promoción. Así vamos aprendiendo a hacer las compras y a convivir con una economía basada en el engaño y el cambio de reglas permanentes.
Todo eso es un aprendizaje que vamos haciendo de a poco y que está normalizado, pero que no tiene nada de normal.
Eso se me hizo mucho más claro tratando de enseñarle algo de matemáticas a mi hijo.
En la escuela se usan, desde hace años, billetes y monedas para que los chicos de los primeros grados aprendan a sumar y restar. Para los de primaria en los ‘90 la cosa era bastante fácil: 5, 10, 25 y 50 centavos, 1, 2, 5, 10, 20, 50 y 100 pesos. Todo era fácilmente convertible, no solamente el peso contra el dólar. Un pebete salía 50 centavos, igual que el vaso de coca, por lo que el peso, la unidad, equivalía a ser un rey. Por esa plata se compraba un palito bombón, que era igual a dos torpedos, el helado de agua. Un chicle bueno salía 0,10, uno medio pelo 0,05, así que había que elegir si se prefería un pebete con coca en un solo recreo o 20 chicles para todo el día.
Nada de eso es tan evidente ahora que la inflación se encargó de destruir la moneda.
Como todos los niños de su edad, los míos andan por la casa juntando monedas sueltas, que a esta altura del partido son casi piezas de colección, registro arqueológico de una civilización antigua en la que existía metal circulante.
Con el tesoro sobre la mesa -en donde había también algunos billetes que trajo el Ratón Pérez-, empezó la tarea de sumar cuánta plata había. Ahí entendí lo difícil que debe ser para un niño vivir en un contexto de inestabilidad económica y alta inflación.
El momento en el que se rompió todo fue cuando hubo que sumar una moneda de 25 centavos y una de 10 pesos. Visualmente son muy parecidas, tanto en color como en tamaño. La suma nominal le salía perfecto: 35. El tema era entender que en realidad no había 35 pesos en esa pareja, sino menos de la tercera parte de eso, a la vez que la moneda que tiene el número más alto vale en realidad 40 veces menos que la otra.
La cosa se complejiza si se presta atención a las fechas. Las primeras monedas de 25 eran de 1992, pero la que teníamos nosotros era de 2012. La de diez pesos es mucho más reciente, de 2022.
La inflación en dólares desde el 92 fue 116,2%, por lo que aquella moneda de 25 centavos de peso convertible valdría hoy 54 centavos de dólar, el equivalente a $270 pesos de hoy, lo que podría juntarse con un billete de Evita y uno de Roca (o uno de ballena), uno de Sarmiento (o de Malvinas o del cóndor) y uno de Rosas (o del guanaco).
Pero vamos a ceñirnos a nuestras monedas, las que estaban en la mesa, y no vamos a pensar en la inflación de Estados Unidos. No sabemos cuándo se acuño esa moneda de 25, así que vamos a tomar el valor promedio del dólar en 2012, $4,60. Así, en aquel momento la moneda de un cuarto de peso valía 0,05 dólares. La moneda de 10 pesos de 2022 (en donde el dólar arrancó enero a $209 y lo terminó a $342, un promedio de $275) valía 0,03 dólares. En diez años, y pese a su valor nominal 40 veces superior, la moneda de $10 pasó a valer el 60% de lo que valía la de 25 centavos.
Hace 25 años atrás la relación era muy clara. El valor de las monedas era clarísimo, especialmente con las que marcaban un cuarto o la mitad de algo. Ciertos alfajores costaban un peso, otros costaban 0,25: cuatro tatines eran un milka triple. Siempre era igual. Hoy cuestan 80 pesos el primero y 230 el segundo. La relación se rompió, porque el segundo se achicó, pero además porque no se sabe cuánto va a valer cada uno mañana y porque no se pueden comprar con una unidad o con la cuarta parte de nada.
Para comprar un alfajor pequeño, tradicional merienda de los recreos antes del énfasis en la alimentación sana, hacen falta ocho monedas de $10, o una moneda, un billete de $20 y uno de $50. No hay pedagogía que alcance: la de la inflación es una matemática demasiado compleja para una criatura que todavía está aprendiendo a sumar.