es la “moralización de los concursos” [temática adelantada en alguna reunión preparatoria organizada por la Universidad Nacional de Córdoba y Fespresa], que sigue el debate inagotable sobre cuándo un concordato se reputa abusivo y que buena parte de las discusiones más candentes versan sobre la posibilidad de exclusión por hostilidad. Este desarrollo no versará sobre esta última cuestión –pues se centrará en la cuestión de la potencial abusividad del acuerdo–, pero me permito destacar la sana línea que fijan los fallos –ambos de primera instancia– recaídos uno en un juzgado cordobés (“Banco del Suquía SA”
) y otro nacional (“Telearte”).
Si bien se mira, todos los temas en cuestión muestran una inquietud profunda para hacer aplicables elevados estándares éticos a las soluciones preventivas, típica reacción pendular frente a la exacerbada flexibilidad promercadista de la ley 24522 en su versión original. Y esa inquietud y los intentos que se realizan desde la cátedra o desde el pretorio para concretar el nuevo
, me permití apuntar que la tensión entre justicia y certeza está en su máximo nivel, pero que ésta es –según el sentir social– la hora de la Justicia. Y es sabido que por muy loable que resulte tal meta, sólo un razonable equilibrio entre ambas permite vivir dignamente en un Estado de Derecho que merezca tal nombre. La permanente persecución de justicia en el caso concreto, más allá de las previsiones generales de la ley, consigue únicamente –en la práctica– exorbitar las facultades de los jueces (al menos, en lo formal), convirtiendo a quien debería ser el árbitro imparcial en un nuevo jugador del partido…
El tema trasciende largamente lo concursal (me remito al referido trabajo conjunto con mis amigos Barreiro y Lorente). En verdad, tiene mucho que ver con esta terrible realidad globalizada, con la crisis de valores consecuente, con la exaltación de un individualismo insusceptible de incardinarse en proyectos colectivos (el único derecho a tutelar es el mío –aquí y ahora– y cualquier intento de someterlo al bien común es una lisa y llana prueba de autoritarismo). A nivel “macro” muchos pensadores y comunicadores
están señalando que ello lesiona nuestro modelo civilizado e igualitario de vida. Como la turba que clamaba por Barrabás
, como las presiones insostenibles de los grupúsculos güelfos contra las comunas gibelinas –o viceversa–
, como las patotas de «crudos» y «cocidos»
que amargaron a los gobiernos de la Organización Nacional, hoy parece ser más importante integrar un grupo con sólida capacidad de hacerse oír –aunque los medios de protesta excedan los límites de la propia ley penal– para que los derechos sean resguardados. Ya no basta tener razón. Hay que manifestarse, hacer sentadas, cortar calles, salir gritando en los noticieros de mejor banda horaria; que esa parece ser la vía para que los derechos propios sean atendidos. ¡Y guay de quien ose sostener que no hay derechos absolutos (CN, art. 14), que todos ellos están subordinados, en tanto tal límite no importe su negación, al interés general! Y este marco sociológico es enemigo de la reflexión acertada, del análisis profundo y, por si fuera poco, de la medición de las consecuencias mediatas de aquello que se avizora como una necesidad inmediata.
Los evidentes abusos de la ingenua libertad que prescribió la ley 24522 (mitigados, en parte, por la existencia de límite de quita) –tan celebrados en su hora por calificada doctrina–, han llevado a una reacción inversa. Todo concordato por solo hecho de ser tal está a tiro de ser visto como predatorio. Esto y la resurrección del
. Consecuencia mediata: menos empresas sobrevivirán, más trabajadores perderán su empleo, el Fisco percibirá menos impuestos, etc., etc.
Lo hemos hecho a través de buenas intenciones (que, según enseña la sabiduría popular, sirven para empedrar el camino al infierno). Es cierto que el límite de quita histórico (con un pago mínimo del 40%) era arbitrario. Pero no es menos cierto que estaba tasado,
En el fondo, todos los límites que fija la prudencia del Legislador son arbitrarios: ¿por qué se es mayor de edad a los 21 años? (antes ocurría a los 22); ¿por qué es extemporáneo un escrito presentado en el primer minuto posterior a las dos primeras horas de despacho (en la Capital Federal: las fatídicas “nueve y treinta y uno”?); ¿por qué es suficiente la conformidad de la mitad más uno de los acreedores que representen dos terceras partes del capital computable? Respondo: porque así lo exigen elementales principios de certeza.
Aunque el ejemplo no es de los más simpáticos (y en el fondo de mi alma siempre me he preguntado si éste no era, casualmente, uno de esos rarísimos casos donde hay que ultrapasar los límites formales), traigo a cuento el famoso caso «Saguir y Dib» sobre edad para donar órganos, y en concreto el dictamen del Procurador General que defendía el límite legal de 18 años en contra de un planteo de una hermana que con 17 años y 10 meses quería donar un riñón a su hermano
. A pesar de lo fácil que era ponerse del lado de los padres y hermanos, el Procurador dijo: “No dejo de advertir, empero, que el argumento de los recurrentes, respecto a que dentro de apenas dos meses y 10 días la menor podrá decidir por sí misma y efectuar la donación –pudiendo la demora resultar fatal– conmueve al ánimo de quien no tenga plena conciencia de los principios básicos sobre los que se asienta el orden jurídico vigente en nuestra sociedad, pero carece de fuerza de convicción si se tiene presente que no es tarea de los jueces juzgar la bondad de las leyes ni atribuirse el rol del legislador y crear excepciones no admitidas por aquél”.
Hoy son 17 años y 8 meses, ¿cuál será mañana la edad exceptuada? Que el derecho sea seguro, que no sea interpretado y aplicado hoy y aquí de una manera, mañana y allá de otra, es, al mismo tiempo, una exigencia de la justicia (Radbruch, Gustav, «Arbitrariedad legal y derecho supralegal», p. 36).
No puede obviarse que las soluciones preventivas siempre importan repartir pobreza y –consecuentemente– importan un sacrificio para el acreedor. Resulta justo que, ya que hay un sacrificio, éste pese también (y aun, de modo preferente) sobre los socios del ente concursado. Pero insisto –porque si nos olvidamos de esto, de cuál es la finalidad última de las soluciones rehabilitatorias, corremos el riesgo de caer en la declamación vacía– siempre entendiendo que no hay otro modo de superar la crisis que socializando el daño (en pos de evitar un daño que se reputa conjeturalmente mucho mayor como es la quiebra).
Ni el deudor es necesariamente un
No es cuestión de aceptar abusos. Esto ni siquiera merece repetirse –tampoco necesitaba de ley expresa como lo demostró la CNCom, Sala “C” en “La Naviera”–. Pero tampoco debe afectarse la certeza al punto de que se desvirtúe el rol imparcial del juez (y se lo exponga a zelotes, a los güelfos o a los crudos modernos). La magnífica bandera de la moralidad se merece ser alzada con el realce de la libertad. Y, llamativamente, esa libertad hoy es difícil de obtener en esta sociedad sujeta a una dinámica de grupos. Así pues, arbitraria o no, tal vez vaya siendo hora de repensar la fijación del límite de quita por los auténticos delegados de la soberanía popular: los legisladores. Quizá tal límite admita flexibilizaciones en casos especialísimos –en un sentido u otro–, pero a la postre podría ser un buen intento para recuperar ese equilibrio entre justicia y certeza que rompió la ley 24522, que exacerbó al paroxismo la ley 25563 y que, a los hechos me remito, no ha podido restablecer la más que bien intencionada previsión del actual art. 52, inc. 4 (versión de la ley 25589).
Por cierto, es más sencillo predicar la necesidad de un límite “tasado” que fijar cuál debería ser tal límite (aun cuando se lo acepte soslayable, en más o en menos, en ciertas situaciones excepcionales). Resulta seductor predicar sin más el retorno a nuestra tradición sobre el punto –es decir: restablecer el piso del 40%-. La cuestión tiene sus bemoles porque cabría preguntarse en qué medida podría el Congreso de la Nación establecer tal límite, cuando es obvio que la Nación Argentina –al renegociar su deuda externa– fijó parámetros de mucho mayor sacrificio para los acreedores (incluso, desde un punto de vista estratégico, cabría preguntarse si tal fijación no podría utilizarse por los accipiens disconformes como un argumento que girara en derredor de un potencial «acto propio»). Podría argumentarse que no es analogable la situación de un Estado, gerente del bien común y obligado a atender necesidades básicas impostergables de un número significativo de habitantes, que la de un deudor particular. De hecho, este argumento ya ha sido levantado en alguna ocasión. Sin embargo, parece un argumento más efectista que efectivo: en esa línea de análisis, una fundación destinada al bien público (más allá de sus inveterados fracasos en el área e, incluso, una hipotética pésima administración) se sentiría con derecho a contar con un límite más flexible que una gran empresa proveedora de bienes y servicios y dadora de trabajo (aun cuando su crisis fuera imputable exclusivamente a razones exógenas). No son los nobles fines del deudor los que podría justificar el sacrificio de los acreedores –porque si fuera así, se estaría autorizando una suerte de expropiación implícita sin indemnización. El otro gran tema del eventual restablecimiento de un límite sería, porque el criterio del valor presente (se comparta o no su aplicación –sobre lo cual he expresado mis dudas más de una vez–) parece haberse hecho carne en el ánimo judicial. En tal caso también debería preverse la tasa de descuento para su cálculo (pues el eventual silencio de la ley volvería a dejar el tema en las manos del arbitrio judicial) ■
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1) VI Congreso Argentino de Derecho Concursal y IV Congreso Iberoamericano de la Insolvencia, Rosario, 28 y 29 de setiembre de 2006.
2) Véase del suscripto: “Despedida a la taxatividad del art. 45 de la LCQ ma non troppo”, ED, ejemplar del día 27/6/05.
3) “Vientos de cambio en el derecho mercantil, en los tiempos de la posmodernidad”, Errepar, DSC, Nº. 211, junio 2005, pág. 661 (“La página del Director”).
4) Vienen a cuento las opiniones de dos destacados periodistas, de indudable compromiso democrático pero provenientes de matrices ideológicas divergentes. Dijo Joaquín Morales Solá: “..La sensación en muchos sectores es que si se sale a la calle se consiguen cosas. Pasó en los años 90, que si se recurría a los medios se conseguían cosas. Hoy no. Pasamos de nimiedades de alumnos protestando por un profesor a los cortes por las papeleras. Cada uno que hace eso consigue cosas…”, (reportaje en Noticias del 18 de marzo de 2006, pág. 34). Escribió J.M. Pasquini Durán: “Desde hace más de un mes, alrededor de un millar de entrerrianos de Gualeguaychú se alzaron convencidos de que sus intereses estaban en riesgo por la instalación de las papeleras –sería más propio decir pasteras– sobre la ribera uruguaya. Dado que se trata de actos basados más en emociones que en el rigor del análisis, se desbandan con mucha facilidad. Sin reconocer otra obligación que no sean sus propios deseos, la desobediencia civil que procuraba llamar la atención sobre un riesgo verdadero de contaminación ambiental devino a poco de andar en una posición de terquedad caprichosa, impregnada de narcisismo mediático y absurda xenofobia. Ahora, en vez de aportar soluciones al problema pasó a ser parte del problema, lo mismo que la contraparte uruguaya…», Página 12, Panorama Político, sábado 18 de marzo de 2006, p. 4.
5) “…Barrabás era un bandido, un rebelde, un insurgente, un combatiente por la libertad, depende del punto de vista….», Crossan, John Dominic, ¿Quién mató a Jesús?, p. 155.
6) Los güelfos y los gibelinos constituyeron en Italia dos facciones políticas enfrentadas durante los s. XII, XIII y XIV. Su pugna se inició a partir de la coronación del emperador Federico I Barbarroja, al intentar imponer éste su autoridad en Italia con la oposición del Papado y de los defensores de las liberades comunales (güelfos) y el apoyo de los gibelinos. Más tarde estos enfrentamientos tuvieron un alcance exclusivamente local.
7) Tema tratado incluso en “Juvenilia” (1884) de Miguel Cané y que versaba sobre las discusiones de intereses entre las gentes del interior y los porteñistas acérrimos.
8) Esto hubiera hecho las delicias del Restaurador de las Leyes, don Juan Manuel de Rosas, quien durante su largo gobierno autocrático suprimió la legislación falencial.
9) Debo la posibilidad de esta cita a la generosidad del Dr. Javier A. Lorente.