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Sobre la eutanasia y sobre el aborto

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En estos últimos tiempos se insiste –y cada vez con mayor énfasis y continuidad– en que es necesario, y acaso urgente, se sancione una ley que autorice a morir dignamente; se reclama también, que el aborto sea permitido. Se demanda así, la licitud de la eutanasia y la licitud del aborto. Fundamentalmente, la razón de la eutanasia vendría a encontrarse en una situación de enfermedad terminal del paciente, el sufrimiento, el pedido serio e insistente de dar por terminada la existencia y un pronóstico de vida relativamente corto. En lo que hace al aborto, el fundamento vendría a encontrarse en las estadísticas, al revelar éstas la gran cantidad de vidas que cobran los abortos ilegales, muchas veces practicados por quienes son ajenos al arte de curar y ejecutados en circunstancias muy propicias para que ocurra la muerte de la mujer que, en condiciones de precariedad, causó su propio aborto o consintió en que otro lo practicara. Todo esto nos llama nuevamente a reflexionar sobre la disponibilidad de la vida, sea ésta propia o ajena

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Para una persona que profesa determinada fe, la eutanasia y el aborto no podrían dejar de ser punibles, en razón de que Dios da la vida y Dios la quita. El dueño de la vida es Dios, y el hombre no puede elegir ni el día ni la hora en que dejará de existir. Parece que eso está bien, porque si ésa es la fe y la creencia, nadie puede oponerse a que se piense y que se sienta de ese modo. Sin embargo, hay quienes opinan lo contrario, porque –se dice– la vida no es de Dios, sino que la vida pertenece a la persona, y por ser de ella, puede elegir el momento en que su vida se extinguirá; sea por medio del suicidio, sea por medio de la ayuda al suicido, sea, en fin, por medio de la eutanasia. Digamos, entonces, que se encuentran dos claras y terminantes formas de resolver estos problemas que como vías paralelas, no se tocan ni se tocarán; no se juntan ni se juntarán, porque son inconciliables.
Digamos que el argumento relativo a que cada uno es dueño de su propia vida, y que por ello puede prestar su consentimiento para que otro lo mate, no deja de ser seductor, porque con él, no se hace referencia a Dios sino, estrictamente, a una cuestión humana.
¿Podría disponer la ley positiva que si media el consentimiento de quien no deseara ya vivir, el que le privara de la vida cometería un hecho lícito? Si el legislador así lo quiere, nadie se lo puede impedir. La mejor prueba de esto es la ley de Holanda, la ley belga y la ley del estado de Oregón, llamada «morir con dignidad«.
Quizás el problema no consista en saber si los que tienen a su cargo la sanción de las leyes, pueden o no pueden legislar sobre la eutanasia o sobre la impunidad del aborto. La cuestión que a nosotros nos preocupa –y que nos sigue preocupando– es saber, en todo caso, la razón, el motivo por los cuales la eutanasia y el aborto son punibles, y cuál es la razón por la cual se dice que no deben ser punibles. No basta, para fundamentar la ley, entender que la vida pertenece a Dios o entender que la vida pertenece a la persona. En eso, tan sólo en eso, no se puede fundamentar la ley positiva.
Es frecuente –y esto sucede en cualquier parte del mundo–, que el Derecho se vea constreñido o urgido a resolver conflictos que a menudo ocurren; son conflictos que tienen lugar, ocurren en determinadas situaciones y requieren que sea la propia ley, la encargada de resolverlos. Esos conflictos ya no son resueltos por el juez, sino que son resueltos por la ley, en razón de que ella autoriza a la destrucción de un determinado bien jurídico. Esto se puede verificar, por ejemplo, en la legítima defensa, donde el conflicto lo crea el agresor que, sin derecho, quiere lesionar o matar a la persona o a un derecho del agredido. Quien se defiende legítimamente, es decir, mediante una reacción, se halla autorizado por la ley no sólo a impedir o a repeler el ataque, el acometimiento, sino que se halla, también autorizado, a destruir un bien jurídico del agresor. Si éste quería matarlo, puede, en defensa de su vida, causarle la muerte a aquél. Esta es la forma en que jurídicamente se resuelve este conflicto. Hay veces que para evitar que ocurra un mal mayor, las leyes facultan a causar un mal menor, porque es de interés que se salve el bien que más vale. Es que, en definitiva, las leyes facultan a destruir un derecho ajeno, para salvar al derecho propio que vale más. No vale más porque sea propio, sino porque tiene mayor valor. He aquí otra situación conflictiva, porque es preferible que se robe o se hurte algo, para evitar con ello que una persona muera. En fin, podemos acaso encontrar otra situación de conflicto, y es la que se presenta, por ejemplo, en el deber de guardar el secreto profesional y el deber de decir la verdad. Si el secreto se viola, se comete un delito, y si se calla la verdad, se comete falso testimonio. ¿Cómo y de qué manera se puede resolver este conflicto? Por lo común, las leyes dicen que el secreto debe prevalecer. Y es tan cierto esto, que las normas jurídicas impiden que los jueces reciban declaración del médico, del sacerdote o del abogado.
Vamos a preguntarnos ahora, si existe algún tipo de conflicto entre el médico que mata en eutanasia y el enfermo que ha consentido en que aquél lo mate. Tan cierto es esto último, que las leyes sobre la eutanasia regulan un caso de homicidio ejecutado con el consentimiento del que ya no quiere vivir, y el médico que es quien lo mata. Nosotros hemos aprendido, y también hemos enseñado en la Universidad, que matar a un moribundo es homicidio; y hemos aprendido y enseñado también, que matar a un condenado a muerte antes de la intervención del verdugo, es igualmente, un homicidio punible. Pues bien; ¿qué conflicto se manifiesta entre el médico y el que quiere que lo maten? Nosotros, aunque nos esforcemos, no vemos ni hemos podido ver, ningún conflicto; por el contrario, vemos un acuerdo de voluntades al que se ha llegado sin fuerza, sin coacción, sin error y con discernimiento, donde el acuerdo se traduce en que uno le quitará la vida al otro, en razón de que ese otro le ha dado su consentimiento. En este sentido, las leyes de Bélgica y de Holanda, a igual que la del estado de Oregón, han dispuesto que la vida pertenece en propiedad, y que la persona es la dueña o la propietaria de ella. Que, por lo tanto, puede disponer de su vida en determinadas situaciones. Acaso esta toma de posición tenga el grave y serio inconveniente de considerar que la vida es una cosa, como son cosas los objetos materiales y susceptibles, entonces, de ser dispuestos; se pueden vender, se pueden donar, se pueden alquilar, etc.
Cuando las leyes consideran que la eutanasia es un hecho punible, ¿lleva eso a concluir que lo hacen en razón de que la vida pertenece a Dios, ya que es Él quien la da y es quien la quita? Todo pareciera dar a entender que el derecho positivo se hallaría subordinado en estos aspectos a la ley divina. Sin embargo, ello no es así, porque cuando la eutanasia se reprime, lo que en verdad hacen las leyes es ver en la eutanasia una hipótesis carente de conflicto alguno entre quien resulta víctima y quien resulta victimario. No hay estado de necesidad y no hay legítima defensa. En síntesis, las leyes de Holanda, de Bélgica y de Oregón carecen de todo fundamento, y se basan en que Dios no es el dueño de la vida de nadie; es decir, en una afirmación, o contra afirmación de pura fe, porque el único dueño, el único propietario de la vida es quien la tiene

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¿Puede alguien disponer de la vida de otra persona? Si dispone, será un homicida, porque disponer de la vida de alguien es matar. Empero, existe en la ley holandesa una disposición que ciertamente puede causar hasta asombro. Es que el derecho que tiene el médico para matar ya no se limita al que dispone de su vida. Ahora resulta que cuando el necesitado de morir sea un menor que no ha cumplido 16 años de edad, y hubiese decidido dar por finalizada su existencia, el consentimiento de los padres es indispensable. Si, por el contrario, ha llegado a los 17 años de edad, ya el consentimiento de los progenitores resulta innecesario. En el primer caso, los padres dirán al médico: ratificamos la voluntad de nuestro hijo que tiene 15 años y se halla necesitado de que lo maten, y le damos entonces a usted, nuestro permiso para que lo mate. Ésa es nuestra expresa voluntad

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Quizás pueda entenderse que como la eutanasia se reprime, nuestras leyes se han inspirado en aquello de que el dueño de la vida de los hombres es Dios, y que así, esas leyes encuentran su razón de ser en cuestiones de fe. Cuando eso se dice, nuevamente aparece el sofisma, porque no es que la ley penal hubiese encontrado la razón de su existencia en ese principio. Lo que ocurre es que la eutanasia se reprime como delito porque –lo decimos de nuevo– no hay conflicto entre quien resulta víctima y quien es el matador.
Vamos a suponer que la ley argentina se hubiese modificado, y que ya aquel acuerdo de voluntades tuviera eficacia para matar lícitamente y para morir lícitamente. ¿Cómo podríamos llamar a ese acuerdo de voluntades? No tenemos dudas de que sería un acuerdo lícito, y no tenemos dudas de que el acto sería un acto jurídico, del cual se derivarían derechos y obligaciones. Por su parte, la víctima, tendría derecho a que el médico la matara, y éste tendría el derecho a matarla. Si miramos la otra cara de la moneda, podríamos decir que la primera, es decir la víctima, tendría el deber jurídico de soportar que el médico pusiera fin a su existencia, y que éste tendría la obligación de darle muerte. Es que de los contratos se derivan derechos y obligaciones.
Pues bien; ¿qué ocurriría si, por ejemplo, la víctima incumpliera el contrato? ¿Qué ocurriría si se opusiera a la actuación del médico, por haberse arrepentido? Tendremos que admitir que habría quebrantado el contrato que, desde luego, era un acto jurídico llevado a cabo de conformidad con la ley. Esta es la cuestión, porque con ese quebrantamiento le habrá impedido al médico el ejercicio de su derecho a matarla, y entonces la víctima quedará sujeta a las acciones civiles reparatorias e indemnizatorias que han surgido como consecuencia de la ruptura del acto jurídico. Es que, con toda seguridad, el médico podría demandar hasta por daño moral. ¿Se puede imaginar una demanda en estos términos? ¿Se puede imaginar mayor absurdo?
Vamos a referirnos al aborto. Hubo un tiempo en que los abortistas encontraron un argumento que utilizaron una y mil veces para concluir que la vida de las personas no comenzaba con la fecundación, sino que la concepción ocurría tiempo después; comenzaba un poco más adelante. En su razón, entendieron que cuando el aborto tenía lugar antes de que comenzara propiamente la vida, en realidad no se mataba a nadie, porque aún no había comenzado la existencia de las personas. Ese argumento ya no se utiliza más. Luego de la fecundación in vitro, o mediante un procedimiento que se conoce como proceso de ectogénesis, todo cambió

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. Abandonada aquella trinchera, los abortistas debieron retirarse a otra, y desde allí, comenzaron a lanzar nuevos proyectiles en defensa de la tesis. Los nuevos proyectiles se tradujeron en el derecho que tiene la mujer para organizar y planificar su familia y, además, se hizo hincapié en el embarazo proveniente de una violación. Cuando ello ocurría, la mujer tenía derecho a abortar porque no tenía el deber jurídico de conservar la existencia de un hijo no deseado ni querido. Estos son los fundamentos que, hoy por hoy, sostienen los partidarios del aborto.
Pero hemos oído decir también que el aborto no debe reprimirse penalmente, porque, en todo caso, la mujer embarazada puede disponer libremente de su cuerpo. Cuando esto último se dice, se revela una grave e insospechada regresión; hasta podríamos decir que se ingresa al túnel del tiempo, y se va a parar a las primeras épocas del Derecho Romano, donde se consideraba que el nasciturus no formaba sino parte de las vísceras de la mujer. Posteriormente, el mismo Derecho Romano castigó al aborto. ¿Será posible que se digan todavía estas cosas? ¿Saben quiénes entienden que la mujer es dueña de su cuerpo, y que no ven en el aborto sino una cuestión de vísceras, que regresan al mundo de la Antigüedad y que por ello son antiguos? Pero esas afirmaciones relativas a las vísceras, insospechadamente llevan a una situación más grave aún. Con ellas se afirma, tácitamente, que la mujer embarazada es la dueña del hijo que porta, con lo cual habríamos regresado, ahora, a la esclavitud, donde las personas no eran personas sino cosas. Conforme con ello, el nasciturus, mientras sea tal, será una cosa y no ya una persona. A esto lleva el hecho de decretar la impunidad del aborto.
Un argumento que sostienen los abortistas es el derecho a planificar la familia. Esto puede estar muy bien; cada uno es dueño de planificar la familia en la forma en que lo considere mejor o conveniente. En todo caso, la paternidad responsable es un deber. Pero, ¿admite esa responsabilidad, que se pueda abortar? ¿Admite que se pueda matar a un inocente que nada tuvo que ver, ni tiene que ver en esa planificación? Es que la mujer que ha concebido a un hijo por haber sido violada, le dirá a éste lo siguiente: «Como no te quiero, y no te deseo, te mato». Si la persona por nacer hablara, podría responderle a esa madre lo siguiente: «Pero yo no soy quien te violó, no soy el violador; soy un tercero inocente». ¿Qué haría esa persona por nacer? Pediría auxilio; pero sus súplicas no serían oídas por nadie, en razón de que a ella, todos, precisamente todos, la quieren matar: los que no son legisladores como los que lo son; la quieren matar los que sancionan la ley y los que la promulgan. ¿Será tan importante la persona por nacer para que todos la quieran matar? Juzgamos que la ley no la puede abandonar, porque si la abandonara, se habría decretado, oficialmente, la pena de muerte. Esa pena que no se aplica a un asesino, pero que se aplica a quien nada ha hecho. Su pecado es tan sólo vivir y crecer.
Si en la eutanasia el conflicto era inexistente, también es inexistente aquí. El aborto sentimental es de sentimiento y otro fundamento no tiene.
Sin embargo, hay un aborto donde es posible encontrar un conflicto, no aparente, sino real. Nos referimos al aborto terapéutico en que el embarazo pone en peligro a la que será madre; para decirlo más enérgicamente, en peligro de muerte, en peligro de perder la vida. Hasta podríamos decir que es la persona por nacer la que causa ese riesgo. Para evitar esa muerte, las leyes generalmente declaran, previo consentimiento de la mujer, que ese aborto –que desde luego debe ser practicado por un médico– ya no es punible. Pero, en todo caso, si la mujer rechaza la intervención médica, nadie la puede tocar. Este es un derecho personalísimo, intransferible e insustituible.
La impunidad de este aborto, ¿será porque la vida de la mujer vale más que la vida de la persona por nacer? ¿No son acaso dos vidas y dos personas? No es una cuestión de cantidad, de mayor o de menor cantidad; las dos vidas valen exactamente lo mismo. Ello, porque como vidas, son iguales.
¿Qué queda para el aborto sentimental y para la eutanasia? No queda nada, porque se fundan en la nada.
Por fin, encontramos en el Código Penal vigente otro aborto que no es reprimido como delito, porque resulta justificado como el anterior. En esta oportunidad, la muerte recae en quien ha sido concebido por un acto de violación, y la víctima de la violación ha sido una mujer idiota o demente. En este caso, como la persona es enferma de la mente y no puede expresar su consentimiento, la decisión corresponde al representante legal. El fundamento de tal aborto se encuentra en evitar la contaminación de la raza o, lo que es lo mismo, en la pureza de ella. Curiosamente resulta que cuando el violador es un enfermo mental, y la mujer tiene salud mental, el aborto es punible. Científicamente, ¿se ha comprobado que cuando la mujer es idiota o demente, el hijo correrá igual suerte? Y si ello se ha comprobado, ¿no será cierto que el Código Penal ha recepcionado la eugenesia fundada en que las personas enfermas mentales no deben nacer ni vivir porque ofenden a la pureza de la raza?
Estas son nuestras preocupaciones y nuestras reflexiones sobre el aborto, sobre la eutanasia y sobre la eugenesia ■

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1) Advertimos, no obstante, que el acento no se pone en el aborto como la muerte de la persona por nacer, sino que el acento se pone en la muerte de la mujer. Así, para evitar que ocurran muchas muertes (las muertes de las mujeres, las muertes de los concebidos), deberían quedar como hechos permitidos. Total, se mata a alguien para que, eventualmente, no mueran otros. Hemos oído muchas veces decir que, como el aborto no se puede suprimir, lo que hay que hacer es directamente derogarlo. A esta simpleza se le podría responder en el sentido de que así como también hay muchos homicidios, muchos robos o muchos secuestros, lo conveniente sería derogar el delito de homicidio, el que prevé el robo, y el que reprime el secuestro. Hay veces que realmente cuesta creer que se digan tantas cosas sin sentido.
2) Hemos oído decir muchas veces que, como la tentativa de suicidio no es punible, ello vendría a ser la prueba acabada de que el dueño de su vida es el que intenta el suicidio. Esto tiene más bien cara de sofisma que de verdad. La tentativa de suicidio no es punible, porque con ella no se pone en peligro ni se destruye un bien o un derecho ajeno. Castigar la tentativa de suicidio sería lo mismo que castigar por medio de la ley positiva un pecado que ofende a Dios.
3) Con lo cual, el consentimiento de los padres vendría a representar algo así como una especie de bendición.
4) Consideramos fundamental el libro de Jean – Marc Varaut, Lo posible y lo prohibido, Ed. Atlántida, traducción de Rosa Corgatelli, 1ª. edición, Bs. As., 1989.

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