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Panorama actual del Derecho de Menores en lo penal

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Introducción

No podemos trazar un panorama del Derecho de Menores en su dimensión penal

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sin precisar nuestro enfoque epistemológico ya que, si quedase en lo analítico

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, avistaríamos sólo al derecho en su entidad normativa y nos veríamos forzados a encarar su estudio con metas de coherencia, independencia y completitud.
Asimismo, si redujéramos el Derecho de Menores al estudio propio de la dogmática, pondríamos en consideración un determinado elenco de normas que tratan de la minoridad y que se halla disperso en nuestra legislación, y dejaríamos fuera de su alcance la crítica que vincula y contrasta las proposiciones normativas con los requerimientos de la justicia y la realidad social.
Nuestro enfoque del Derecho de Menores quiere ser integrador

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, en una búsqueda más amplia que no rehúse el desplazamiento de lo dogmático a lo crítico, que no eluda el cotejo entre lo que las normas dicen y lo que la sociedad espera, para proponer avances en la tutela de los bienes jurídicos fundamentales.

I. Niñez y corrección

Nuestra legislación civil no se refiere expresamente al niño pero lo distingue al hablar del menor de edad. Aunque centra esa distinción en la incapacidad de hecho que caracteriza a la minoridad, de su texto se desprende que la crianza y la educación constituyen las guías en el itinerario que recorre la persona desde el nacimiento hasta la mayoría de edad.
Admite en los padres -y supletoriamente en los tutores y guardadores- los deberes y derechos inherentes a la educación del niño que está a su cuidado, como asimismo los propios de la corrección moderada cuando las circunstancias lo exigen (art. 265, 278 y cc. Cód. Civil).
El reconocimiento del niño como educando en la ley civil cobra mayor fuerza en la ley escolar. Ello así desde la ley 1.420, que reconoce el derecho fundamental de aprender, lo prescribe como un deber hacia la sociedad y asigna un rol concurrente y gravitante al Estado.
La educación comprende, consecuentemente, lo cotidiano de la vida familiar y lo que el niño incorpora en el ámbito escolar. La corrección le es correlativa, pues tanto se lo encauza para el despliegue de sus aptitudes como se lo reencauza cuando sus actos comprometen su desarrollo y/o afectan la vida en común.
Hay, por consiguiente, ámbitos coexistentes de corrección para el niño: el familiar, en virtud de la potestad paterna o sustituta; el escolar, por la autoridad que sus directivos ejercen para preservar el buen desenvolvimiento institucional; eventualmente el laboral, cuando existe una relación de tal carácter dentro de lo que admite la legislación vigente; y el penal, que ejerce el Estado cuando la inconducta invade previsiones normativas que tipifican los delitos.
La concurrencia del Estado se amplía con la ley 10.903 ante el advenimiento de un nuevo escenario social

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; circunscripta hasta entonces a la instrucción pública, se extiende a la educación plena de la minoridad desamparada. Esta ampliación del deber estatal se concreta a través del ejercicio de la potestad llamada «patronato», asumida casi a regañadientes y después de prolongado debate

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, y extiende su alcance a los niños que cometen ilícitos que reprime la ley penal, complementando con sesgo educativo lo que ésta estatuye para desechar o morigerar las sanciones en razón de la edad.
La concepción del Estado benefactor, desde mediados del siglo XX, ensancha la actuación pública en la atención de la minoridad desamparada. El paternalismo resultante impregna las instituciones tutelares, fundadas en una raquítica formulación normativa, y la protección se vuelve más una realidad de hecho que un imperativo de derecho.
El reconocimiento de los derechos inherentes a la naturaleza humana, que en la segunda mitad del siglo XX encuentra su mejor expresión en los tratados internacionales

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, lleva a la Convención sobre los Derechos del Niño (ONU, 1989).
Ésta fija el marco normativo básico (art. 41) al que debe someterse la protección de los niños (las personas menores de 18 años), considerados como sujetos de derecho; de aquí en más gozan de garantías contra el ejercicio arbitrario de cualquier potestad a su respecto

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.
Incorporada a nuestra Constitución Nacional (art. 75 inc. 22), emplaza al niño como educando a un nivel jurídico fundamental. Llamado al desarrollo de su personalidad y al respeto de sí mismo y de los demás, principalmente en cuanto a los derechos fundamentales, queda confiado al cuidado de sus mayores -padres, tutores o encargados- y debe contar con igualdad de oportunidades en el acceso a la instrucción y con una disciplina escolar acorde a la dignidad humana (art. 28 y 29 de la Convención).

II. Corrección y sanción penal

En ese contexto, la Convención prevé que el que haya cometido un delito o esté acusado de haberlo cometido, reciba un trato que fomente el sentido de su dignidad y valor, que fortalezca el respeto hacia los derechos humanos y las libertades fundamentales de los demás y que promueva su reintegro constructivo a la sociedad (art. 40).
No impone ni excluye el trato penal en la niñez; sí exige que se determine una edad mínima de responsabilidad y que las penas satisfagan principios de legalidad, humanidad y necesidad, descartándose la de muerte (art. 37).
Nuestro ordenamiento interno mantiene su formulación sin modificaciones que se propongan adecuar las disposiciones a las de la Convención, pese a que ésta rige desde 1989 y a que desde 1994 tiene un carácter cimero. Hay quienes sostienen que aquéllas han quedado derogadas en virtud del principio de «no contradicción» y hasta del principio «pro homine»

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; otros entienden que no hay conflicto inevitable y que las normas preexistentes pueden ser leídas y aplicadas a la luz de las nuevas que las presiden.
Si bien nos enrolamos entre quienes sustentan la segunda posición, admitimos que no debe demorar una reformulación del ordenamiento jurídico relativo a la niñez

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. Al menos si esperamos que las nuevas generaciones lo encuentren como el instrumento idóneo para hacer efectivos sus derechos fundamentales, para gozar de la igualdad de oportunidades en los beneficios de la vida en común

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y no sólo el que les recrimine sus acciones y los condene a tratamientos de corrección pública cuando antes les ha negado el de la educación familiar y escolar.
La potestad de corrección y sanción penal para los niños -tales los menores de 18 años- fue prevista, inicialmente, en el Código Penal (art. 36 a 39); la ley 10.903 establecía las condiciones de su ejercicio en el marco del patronato estatal.
La ley 14.394 llevó las disposiciones específicas fuera del Código Penal, lo que mantiene la ley nacional 22.278. Procura así que la intervención de los órganos públicos se desplace desde lo retributivo (nota dominante en lo penal) hacia lo educativo y correctivo (acorde al fin de protección integral).
Lamentablemente, ese extrañamiento del régimen aplicable a niños no ha conseguido incardinarse en un sistema jurídico protector

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con su punto de partida en los mismos como educandos; sus lineamientos arrancan -más bien- de una distinción que formulan desde lo penal: hay niños no punibles (menores de 16 años, con inimputabilidad penal; y mayores de esa edad con excusa absolutoria cuando han cometido hechos de escasa entidad penal) y punibles (los que han cumplido ya los 16 años al cometer hechos de acción pública reprimidos con pena privativa de libertad por más de dos años).
Dos edades mínimas instituye nuestra legislación, a tono con lo que insta la Convención, para establecer presunciones absolutas de capacidad: la de 10 años para discernir lo ilícito (art. 921 y 1076 del Cód. Civil); y la de 16 años para comprender la criminalidad de las propias acciones y conducirse conforme a esa comprensión (art. 1º y 2º ley 22.278, según ley 22.803).
Esta última es la que despierta mayores controversias. Quienes pretenden reducir la edad de imputabilidad penal aducen que el niño tiene capacidad para discernir lo ilícito desde edad anterior y que podría estimarse madura desde los 14 años

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siguiendo una corriente que tiende a imponerse en el mundo

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. Quienes resisten la reducción -entre los que nos contamos

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– recuerdan que no basta con que el sujeto tenga madurez para comprender el sentido de lo que obra sino que debe tenerla para conducirse con arreglo a esa comprensión

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. Agregan que esta madurez debe apreciarse -cuando de elaborar la norma se trata- en el actual contexto sociocultural de anomia en el que el niño encuentra muy severas dificultades para conducirse armonizando los valores a lograr (materiales, de utilidad y de confort) que una intensa publicidad impone en sus conciencias, y los medios lícitos (cada vez más limitados y siempre monetarios) de los que disponen al efecto

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. Con todo, el régimen no violenta per se los principios de legalidad, humanidad y necesidad que prescribe la Convención. No deja de reconocer, al fin, que la niñez es tiempo de educación y por eso prevé un tratamiento tutelar como respuesta ante el hecho calificado como delito. Sólo admite un tratamiento penitenciario ante el delito cometido por un niño declarado culpable cuando -no obstante el tratamiento tutelar cumplido- las circunstancias indican que no se ha obtenido su corrección, que hay una peligrosidad subsistente que exige la pena como última medida al efecto.
El tratamiento tutelar tiene un carácter eminentemente correctivo; es el único posible para los niños no punibles, y el preferible para los punibles. En su formulación legal (art. 3º y 4º ley 22.278) carece de un repertorio de medidas que satisfaga los principios fundamentales de legalidad (taxatividad), razonabililidad (proporcionalidad) y seguridad (mínima suficiencia). Principalmente cuando bastan al caso las medidas disciplinarias

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, que la norma no precisa, pues cuando exige un proceso pedagógico (lo que puede llamarse con propiedad «tratamiento») halla sustento legal y responde a cánones científicos y técnicos que fijan su cauce y acotan su duración. El tratamiento tutelar opera como «probation» para los niños punibles. Halla su origen en Boston, Massachusetts (1878), y proviene de la cesura que imponía al juicio penal la intervención de jurados, verdadera pausa que obligaba a adoptar medidas en el culpable aún no penado y que se aprovechaba para someterlo a prueba para una mejor individualización de la pena

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.
Nuestro régimen legal para niños punibles exige esa cesura en el juicio, con dos momentos en el pronunciamiento judicial: uno de responsabilidad y otro de mérito, tal como hoy se propone para el enjuiciamiento de adultos en el país

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.
El tratamiento tutelar sigue al juicio de responsabilidad y tiende a evitar la respuesta penal. La implementación de las medidas requiere de una gran dosis de inventiva en el juzgador ante la escasez de opciones técnicas al efecto, salvo el estereotipo de la internación. Esa aptitud de invención hace a una administración de justicia proactiva, que promueve la adquisición de nuevas actitudes y hábitos en quien ha delinquido, y se contrapone a la todavía dominante que se limita a dar intervención a organismos técnicos para que lo intenten, siguiendo un modelo de justicia reactiva que se sienta a esperar el fracaso del niño para -aun rezongando- imponerle una pena.
El tratamiento penitenciario sigue al juicio de mérito y se ajusta a los lineamientos de la legislación ordinaria en la materia. Tiene por finalidad «lograr que el condenado adquiera la capacidad de comprender y respetar la ley, procurando su adecuada reinserción social», y debe utilizar todos los medios de tratamiento interdisciplinario que convengan al caso (art. 1º ley 24.660).
Mucho se insiste en nuestros días -pero de lege ferenda– sobre una tercera vía de justicia restaurativa

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como alternativa a la imposición de penas y medidas de seguridad. La restauración (con un principio de reconocimiento en los art. 64 y 76 bis del Cód. Penal) llevaría a una suerte de tratamiento reparatorio, de superación del conflicto a través de la sucesión agravio-desagravio, aunque más no sea con un carácter simbólico («en la medida de lo posible», art. 76 bis Cód. Penal).
De acogerse, debe llegar a la víctima como propuesta por el camino de la mediación y -para no lesionar el principio constitucional de igualdad ante la ley- debe admitir modalidades de reparación, real o simbólica, que hagan al instituto asequible a todos y no únicamente a los que cuenten con medios pecuniarios propios o de sus mayores responsables

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.

III. Corrección y sanción penal en el contexto americano

Nuestro dispositivo legal se ubica en un punto medio con referencia a las posiciones que se advierten en la legislación continental.
Una primera posición, y de fuerte cuño, es la que sustenta el Código del Niño, vigente en el Uruguay desde 1934, que establece que los niños son penalmente inimputables (art. 2º). Esta disposición, que tuvo ejemplaridad en América Latina por más de medio siglo, marcó una dirección dominante (a la que no pudo arribar nuestro país) durante la vigencia del Estado benefactor, dando protagonismo a éste por vía de Juzgados Letrados de Menores (art. 78 a 89) con amplias facultades de tutela y corrección. Es la misma tesitura que sigue la Ley Tutelar de Menores de Venezuela (1980) y que retrocede en el continente con la claudicación de los poderes públicos y una fuerte ofensiva crítica que la atribuye a expresiones políticas autoritarias y aun totalitarias.
La segunda posición tiene sus adalides en la América anglo-francesa. Canadá y EE.UU. siguen lineamientos de responsabilización temprana, difiriendo las modalidades en sus distintas provincias o estados. Domina la edad de la imputabilidad penal a los 14 años, aunque -siguiendo el modelo inglés- permite probar la capacidad de discernimiento desde edad anterior

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para atribuir la responsabilidad penal. Es interesante, empero, hacer notar que el Código Penal Modelo estadounidense (American Law Institute, 1962) fija la edad en los 16 años al efecto.
Después de la Convención sobre los Derechos del Niño, los Estados latinoamericanos se han ido encolumnando tras las propuestas legislativas de Unicef (Fondo de Naciones Unidas para la Infancia). Distinguen en la minoridad dos subcategorías: niñez (menores de 12 años) y adolescencia (mayores de 12 y menores de 18 años), y estatuyen regímenes de responsabilización temprana gratos a los centros internacionales de poder, aunque con una terminología que atenúa la significación punitiva

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.
Brasil (1990), Costa Rica (1996), Guatemala (1996), Nicaragua (1998), México (2000) llaman «niños» a los menores de 12 años, y «adolescentes» a los comprendidos entre esta edad y la de 18 años. A los primeros los eximen totalmente de responsabilidad penal y los hacen pasibles de medidas de tutela y educación; para los segundos admiten responsabilidad penal, mas con medidas varias de corrección e in extremis de internamiento que diferencien su trato del que corresponde a los adultos privados de libertad. El máximo del internamiento varía: Brasil lo fija en tres años; Costa Rica, en diez años para los menores de 15 años, y en quince para los mayores de esa edad; Guatemala, en tres años para los menores de 15 años y en cinco para los mayores de esa edad; Nicaragua, en seis años; México, en cinco años (1991).
Hay en nuestro país un debate actual sobre la necesidad de modificar la legislación vigente en la materia, inclinando sus disposiciones hacia la corriente dominante. De un lado están los que se oponen a una reducción en la edad (Asociación Argentina de Magistrados y Funcionarios de la Justicia de Menores, Consejo Nacional del Menor y la Familia, con sendos pronunciamientos en agosto de 2002); del otro lado, quienes proponen avanzar hacia una mayor responsabilización penal, reduciendo la imputabilidad a los 14 años (proyectos legislativos de los diputados Pierri, en junio de 2001, y Osorio, Pérez Martínez y Morales, en mayo de 2002).

Consideraciones finales

Nuestras palabras finales quieren condensar y reafirmar las aseveraciones que se han pronunciado en lo concerniente a la legislación vigente, con particular referencia al pacto iushumanista que le sirve de principio y fundamento.
Su incorporación a la legislación argentina no ha derogado normas preexistentes, que en general se habían adelantado -y en más de un siglo- en el reconocimiento del niño como digno de protección. Sí ha instalado la necesidad de una reformulación que dé mayor énfasis a la presencia del niño en sociedad como sujeto de derecho y como educando, y que -por sobre todo- impulse la igualdad de oportunidades efectiva.
Con todo, los resultados no serán satisfactorios sin una acción social enérgica que modifique condiciones imperantes y sumamente adversas para el desarrollo e integración de los niños, particularmente de los que viven situaciones de desventaja social por carencias o conflictos. De lo contrario, enseguida operará una progresiva deslegitimación sociológica de nuestro ordenamiento que ya preanuncian los crudos testimonios de marginación, hambre, crimen y aherrojamiento que produce cada jornada. •

<hr />

(*) Juez de Menores de 4ª Nominación de la ciudad de Córdoba.
1) Preferimos aquí calificar como «penal» lo que en el Derecho de Menores tiene un carácter sólo eventual. Dos son las razones que nos asisten: la primera, remitir al lector a lo que convencionalmente se designa con tal calificativo; la segunda, referir nuestras consideraciones a la problemática del niño que incurre en una acción prevista como delito por la ley penal.
2) Que reduce -como enseña Hans Gadamer- la Filosofía al saber de lo lógico, y lo epistemológico, a una Ciencia de las ciencias.
3) Esta concepción integradora tiene reconocimiento en la Filosofía Jurídica y en la Teoría General del Derecho: Trialista para Werner Goldschmidt; multidimensional para Fernando Martínez Paz.
4) La inmigración se descontrola en las dos últimas décadas del siglo XIX; la ausencia de una política de asentamiento produce su impacto negativo en las ciudades portuarias de recepción.
5) El proyecto original de la ley, que data de 1910 y había sido elaborado por el médico y diputado conservador Luis Agote, recién obtuvo vigencia en 1919.
6) Los pactos de Derechos Civiles y Políticos, y de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (ONU, 1966), la Convención Americana de Derechos Humanos (OEA, 1969), etc.
7) El cambio en la concepción explica -aunque no justifica- que se hable hoy de dos paradigmas en juego: el paternalista y el garantista, cargando todos los vicios en el primero (al punto de adjudicarle, antojadizamente, servicios a la doctrina represiva «de la seguridad nacional»), y todas las virtudes en el segundo (que sería el único que verdaderamente se propone dar «protección integral»). Cierta miopía, a veces hija de reparos ideológicos, impide reconocer etapas en una misma empresa: la de satisfacer el derecho de la niñez -principalmente la que se encuentra en desventaja (por carencias o por conflictos)- a condiciones de vida que le posibiliten su desarrollo integral.
8) Para unos, porque habría una deslegitimación lógica (las normas anteriores habrían entrado en colisión con las nuevas que trae la Convención); para otros, porque habría una deslegitimación axiológica (las normas anteriores estarían desconociendo los derechos fundamentales que resultan de la Convención).
9) Habíamos adelantado nuestra mirada crítica sobre la normativa vigente y aquí halla una oportunidad para manifestarse.
10) De lo contrario caeremos en una deslegitimación sociológica, a la que parece llevarnos la concepción del Estado-Penitencia (que reemplaza al Estado-Providencia o Benefactor) con la segregación masiva de niños, primero excluidos de los beneficios de la vida social y enseguida aherrojados en cárceles o sucedáneos.
11) Acarrea dos efectos negativos concatenados: el primero, que muchos juristas consideren el Derecho de Menores como un «derecho menor», como la «cenicienta de la Ciencia Jurídica»; el segundo, que se abandone la regulación legal específica a su propia suerte, limitándose la discusión posterior a la edad límite a partir de la cual una persona ingresa en la legislación penal.
12) Edad a partir de la cual nuestra legislación presume iure et de iure la capacidad para discernir lo lícito.
13) Es lo que ya dijeron, en 1976, los voceros del último gobierno de facto al reducir la edad de imputabilidad a 14 años (ley 21.338) y que no le impidió volverla, en 1983, a los 16 años (ley 22.803).
14) Cf. Nuestro «Delincuencia y Derecho de Menores. Aportes para una legislación integral», 2da. Ed., Depalma, Bs.As., 1995.
15) Cf. Roxin, Claus: «Derecho Penal. Parte General», Tomo I, Madrid, 1997, p. 822 y ss.
16) Nuestra crítica trasunta la inquietud que nos mueve desde hace veinticinco años y que no es otra que la de plasmar un ordenamiento jurídico que sirva por entero al despliegue del hombre en su niñez, y no que oculte tras las formas rebuscadas del preciosismo técnico-legal el cercenamiento real de sus derechos fundamentales.
17) Como la amonestación, la presentación de excusas al ofendido, etc. que traen otras legislaciones (por caso, la Ley Judicial Juvenil alemana, que es todavía modelo de seguimiento para otras europeas y latinoamericanas).
18) Cf. Hendler, Edmundo: «Derecho Penal y Procesal Penal de los EE.UU.», Ad-Hoc, Bs.As. 1996, p. 133.
19) Para una mejor individualización de la pena. Cf. Maier, Julio B.: «La cesura del juicio penal», en «Doctrina Penal», Ed. Depalma, Bs.As., 1987, p. 241.
20) Aunque Augusto M. Morello lo considera más de paz social que de justicia en «La justicia de frente a la realidad», Ed. Rubinzal-Culzoni, Sta. Fe, 2002, p. 13.
21) De no ser así, la restauración quedaría reservada a los pudientes y constituiría un verdadero escándalo jurídico.
22) Que va de los 7 a los 10 años, según la legislación de cada Estado.
23) Mucho hincapié se hace en las efectivas garantías de debido proceso y defensa en juicio que se dan al niño responsable desde temprana edad.

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