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Las mujeres en las cárceles: una realidad de invisibilidad

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La incorporación de la perspectiva de género en el contexto penitenciario mundial ha sido un proceso extremadamente lento y puede afirmarse que todavía se encuentra en una etapa germinal de desarrollo. Ni siquiera los propios sistemas penitenciarios han sido objeto prioritario de las políticas públicas, por lo que menos aún lo han sido las mujeres, que conforman un grupo minoritario dentro de un ámbito muchas veces relegado como es la cárcel.
El olvido, con relación a la prisión, no guarda proporción sólo con su “funcionamiento” o el “mejoramiento de sus condiciones” sino que es anterior.
El concepto de igualdad y su necesario desarrollo constituye la base para pensar en la idea de “perspectiva de género”. Los instrumentos internacionales, tanto los de carácter “general”, tales como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH), así como aquellos pensados –si se quiere– para la población femenina y/o penitenciaria, como la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer, la Convención sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación sobre la Mujer (Cedaw, por sus siglas en inglés), las Reglas Mínimas de las Naciones Unidas para el tratamiento de los reclusos y las Reglas de las Naciones Unidas para el tratamiento de las reclusas y medidas no privativas de la libertad para las mujeres delincuentes (Reglas de Bangkok), así como los pronunciamientos judiciales basados en ellos, han ido ampliando progresivamente la interpretación del principio de igualdad, desde una igualdad meramente formal a una sustancial o material.
Es que ya no se transita sobre la base de un tratamiento idéntico a todos sino de uno que se adapte a cada realidad. Ello ha permitido mejorar la comprensión de las situaciones de desventaja que afectan a distintos grupos vulnerables, entre ellos, las mujeres.

Orígenes del encarcelamiento de la mujer
La dispar relación entre género y privación de libertad se advierte desde antes del propio nacimiento de la cárcel. En efecto, mientras los hombres infractores eran castigados a trabajos forzados o bien sometidos a suplicios y, eventualmente, a ejecuciones públicas, las mujeres –con excepción de las “brujas y alcahuetas”– eran castigadas al confinamiento en conventos, muchas veces por transgresiones de tipo moral.
Avanzando en la historia, la instauración de la prisión en el siglo XIX encuentra hoy sus fundamentos en el principio de igualdad y en la finalidad correctiva o resocializadora de la pena. La idea subyacente es que, en el caso de las mujeres, esa corrección de que se habla estaba relacionada con el encauzamiento moral de su conducta, conforme a un modelo de esposa, madre o religiosa. Con estas finalidades, bajo la tutela de la Iglesia Católica, surgieron las primeras cárceles de mujeres.
Con el surgimiento de la escuela positiva en el ámbito penal en el siglo XIX, nace un interés en la persona del “delincuente”, fuera hombre o mujer, constituyéndose la cárcel en un espacio de observación privilegiado.
En cuanto a infraestructura, gestión y oferta programática en el interior de los centros, históricamente los recintos destinados a la reclusión de mujeres –casi siempre conventos o construcciones precarias adosadas a las cárceles de hombres– no han sido objeto de mayor atención por parte de las autoridades políticas. Esta situación no ha variado sustancialmente hasta nuestros días, particularmente en Latinoamérica. Por eso se ha afirmado que la población penitenciaria femenina constituye una minoría vulnerable que se ha visto tradicionalmente invisibilizada tanto para la investigación académica como para la formulación de políticas públicas.
Con todo, a pesar del sostenido aumento de la privación de libertad femenina en el mundo, las mujeres encarceladas siguen siendo una minoría cuya situación ha sido largamente invisibilizada.
Desde la década de los 80 se ha incrementado el número de mujeres en reclusión por delitos relacionados con drogas, disparándose a partir de los 90. Este fenómeno se ha registrado a escala mundial, y América Latina no ha sido una excepción. Es que, como adelantamos, cada vez son más las mujeres que se insertan en los circuitos del tráfico de estupefacientes, ya sea como consumidoras, vendedoras al menudeo y/o transportistas locales (incluyendo en la prisión), nacionales e internacionales.
En distintos países del mundo, la población penitenciaria femenina, pese a seguir representando una minoría, ha crecido a una tasa superior a la población masculina.
En el 80 por ciento de los sistemas penitenciarios, las mujeres representan entre dos y nueve por ciento de la población penal y desde el año 2000 hasta la fecha del reporte analizado, el número de mujeres y niñas en prisión se ha incrementado aproximadamente en 50 por ciento.
No obstante lo anterior, dentro de todas las aristas en que esta discriminación se puede proyectar con relación a este grupo, hay dos que llaman la atención: la maternidad y la exclusión social. Esta última entendida como eliminación de derechos sociales tales como el trabajo, la educación, la salud, la cultura, la economía y la política, a lo que otros colectivos sí tienen acceso y posibilidad de disfrute, y que terminan por anular el concepto de ciudadanía.
La razón para destacar estos dos factores radica en un criterio de incidencia numérica, pues las mujeres en conflicto con la ley tienen más hijos y presentan mayores índices de exclusión social en comparación con la población general.

Causales de involucramiento de las mujeres en esta tipología delictiva
Una primera observación que podemos efectuar es que “el aumento del número de mujeres encarceladas por drogas no indicaría solamente su mayor involucramiento en el tráfico, sino que también es producto del enfoque de la persecución penal”. Es decir, no sólo las mujeres participarían más en actividades de venta y transporte de drogas sino que estas actividades son más perseguidas.
Por otra parte, no podemos dejar de advertir que las mujeres ocupan los eslabones más bajos de la cadena delictiva. Se desempeñan principalmente como cultivadoras, recolectoras, vendedoras al menudeo, correos humanos (lo que se suele conocer como “mulas” o “burreras”, entre otros nombres) e introductoras de drogas en centros de reclusión. Es decir, con pocas excepciones, ellas son la mano de obra fácilmente reemplazable de las redes criminales transnacionales.
En América Latina, las circunstancias socioeconómicas constituyen la principal motivación por la cual las mujeres “eligen” realizar una actividad ilícita, ya que la región tiene el índice más alto de desigualdad económica del mundo, y un alto porcentaje de la población que vive en pobreza e indigencia en la región está constituido por mujeres. Las parejas hombres suelen aparecer como figuras claves para el reclutamiento. Las redes de traficantes son estructuras caracterizadas por valores machistas y de liderazgo masculino. Si bien se han registrado casos de mujeres con poder, estas representan una minoría, pues la mayoría de las mujeres ocupa lugares secundarios y desechables. La venta al menudeo en sus distintas modalidades (en lugares públicos, a domicilio y en puntos de venta ad hoc) es la franja más amplia del mercado de sustancias psicoactivas e involucra a un conjunto de actores muy heterogéneos.
Por otro lado, es importante resaltar el aumento de los hogares monoparentales con jefatura femenina, lo que se traduce en que las mujeres a menudo son las únicas responsables de sus hijos y cumplen dobles o triples jornadas laborales para poder convertirse en el sustento económico de la familia y, al mismo tiempo, no desatender las responsabilidades que les son asignadas como madres o abuelas, por lo que el peso de los cuidados de niños y hasta personas de la tercera edad recae enteramente sobre ellas, empujándolas a veces a buscar en la venta de drogas una manera de combinar sus múltiples obligaciones.
Esta situación se refleja en el perfil de las mujeres encarceladas por delitos de drogas en América Latina: muchas de ellas son madres solteras que entran al negocio de las drogas solamente para poder alimentar a sus hijos.
Las relaciones de género son otro elemento causal de cómo y por qué las mujeres cometen delitos de drogas, puesto que suelen involucrarse en estos actos ilícitos a partir de sus relaciones familiares o sentimentales, ya sea como novias, esposas, madres e hijas, y en cumplimiento de los roles asignados por relaciones de género marcadas por una asimetría entre hombres y mujeres. La mayoría de estas mujeres procede de los estratos sociales más marginados y socialmente excluidos, y no cuentan con los medios económicos ni con el conocimiento legal o el capital social para proveerse de una defensa legal adecuada. Asimismo, una vez que son aprehendidas, las mujeres en reclusión suelen ser abandonadas a su suerte y dejadas en un estado de indefensión plena. Dicha situación se agrava en los casos de mujeres extranjeras, indígenas o de aquellas que son aprehendidas lejos de su lugar de origen y cuyas familias no cuentan con los medios para asistirlas o ni siquiera se enteran de que su familiar ha sido detenido.

Narcotráfico y feminización de la pobreza
En el contacto con el sistema de justicia penal y penitenciaria, las mujeres suelen ser sometidas a formas específicas de violencia. En el hecho de que constituyan una minoría en todos los sistemas penitenciarios del mundo subyace su invisibilización y consecuente discriminación en el sistema carcelario. Algunos aspectos señalados en distintos estudios sobre el tema son: la falta de centros propios para mujeres; las violaciones y el abuso sexual ejercido por el personal de los centros en contra de las mujeres; la falta de atención a los problemas de salud mental, más agudos en el caso de las mujeres que entre los hombres en prisión; los daños infligidos sobre las hijas e hijos de las mujeres en prisión (en el caso de los que viven con ellas como de los que están afuera); la menor oferta de oportunidades educativas, laborales y de capacitación, entre otros.

Introductoras de drogas en
centros penitenciarios

Las introductoras de drogas en centros de reclusión son un sujeto colectivo poco visibilizado, incluso en los estudios especializados. Es que las mujeres recurren –con dichos fines– a todo tipo de escondites, entre ellos, la vagina. A este grupo pertenecen tanto mujeres que buscan sobrevivir transportando drogas a cambio de una ganancia generalmente irrisoria, como mujeres que las transportan para llevarlas a un familiar interno. En el caso de aquellas que lo conciben como un “trabajo”, cabe resaltar que son el eslabón más débil y pobremente remunerado de una lucrosa red delictiva conformada por internos y traficantes que operan fuera de las prisiones.

Transporte y tráfico internacional
El transporte de drogas por medio de un territorio o de un país y el tráfico internacional –es decir, la introducción o extracción de drogas entre países por medio de correos humanos– abarca una vasta variedad de sujetos, motivaciones, métodos de ocultamiento, sustancias, ganancias, formas de involucramiento y “carreras profesionales”.
En la categoría “mulas” coinciden mujeres de niveles culturales y socioeconómicos muy diversos, desde primaria incompleta hasta estudios universitarios y desde una situación de pobreza extrema hasta clase media. Generalmente, son también el grupo más heterogéneo en cuanto a nacionalidad, y conforman el grueso del grupo de internas extranjeras en las prisiones, puesto que se desenvuelven en las rutas internacionales del tráfico de drogas. Tanto en los países de tránsito (por ejemplo, Argentina, Ecuador y México) como en los de destino (Inglaterra y España, entre otros), la mayoría de las mujeres procedentes de distintos países de América Latina están acusadas de tráfico internacional de estupefacientes.
Las formas de transporte más comunes son paquetes de drogas escondidos en el equipaje o fajados alrededor del cuerpo –generalmente en la zona del abdomen y de los glúteos– o cápsulas de cocaína o heroína deglutidas y acumuladas en el estómago. Esta última forma es la más peligrosa para la salud, ya que las cápsulas pueden abrirse y causar oclusión intestinal y la muerte. El pago por transportar la mercancía depende principalmente del lugar de destino, del sexo de la mula (a los hombres se les paga más) y de la droga transportada; otros factores que influyen en la tarifa son la calidad del patrón y la experiencia de la misma mula. Las personas que ganan cifras más sustanciosas, “algunos miles de dólares”, transportan droga propia; generalmente, comienzan trabajando para una organización como mulas y, una vez establecido el contacto con las personas que reciben la droga en el país de destino, usan sus ingresos para comprar más droga y establecer su microrred, contratando a su vez a otros correos humanos. Aparte de estos casos, que representarían una minoría, la mayoría de las mulas funciona como empleadas ocasionales y reemplazables.
En las historias de las mujeres que participan en el tráfico internacional, el vector de involucramiento suele ser el novio, el esposo o alguna otra figura masculina con la que existe un lazo de confianza previa, de amistad o sentimental. El involucramiento puede ser consciente –es decir, la mujer sabe que va a transportar drogas a cambio de una remuneración económica– o bien fruto de engaño o incluso forzoso.
En nuestro país, alrededor de 70% de las reclusas estarían presas por delitos de drogas. El estudio sobre mujeres en prisión del Centro de Estudios Sociales y Legales (CELS), el Ministerio Público de la Defensa y la Procuración Penitenciaria de la Nación de Argentina indica que en el caso de las mujeres extranjeras el porcentaje aumenta a 90%, es decir, nueve de cada diez mujeres extranjeras en las cárceles de Argentina están acusadas de delitos de drogas. La mayoría son originarias de otros países latinoamericanos.

Situaciones penitenciarias
que reflejan la discriminación

Mención especial merece el caso de las mujeres embarazadas y de lactantes. Es que, muchas veces, las mujeres que viven en prisión con sus hijos a menudo no tienen acceso a la debida atención médica antes y después del parto ni a atención pediátrica, alimentación especial, leche o pañales. En ese sentido, la Regla 5 de las Reglas de Bangkok señala: “Los recintos destinados al alojamiento de las reclusas deberán contar con los medios y artículos necesarios para satisfacer las necesidades de higiene propias de su género, incluidas toallas sanitarias gratuitas y el suministro permanente de agua para el cuidado personal de niños y mujeres, en particular las que cocinen, las embarazadas y las que se encuentren en período de lactancia o menstruación”.
Las actividades laborales disponibles para las mujeres suelen ser escasas y poco funcionales para su integración en la economía formal después de salir de la cárcel. Generalmente, para las mujeres se contemplan principalmente actividades de manualidades, como el bordado, la costura y la fabricación de muñecos de peluche, la cocina, la belleza, la elaboración de alimentos o actividades informales dentro del centro, como el lavado y planchado de ropa.
Normalmente las naves industriales y los talleres de zapatería, carpintería, panadería y similares se ubican en los penales de hombres. Otro aspecto que sobresale en los trabajos sobre mujeres en reclusión es el trato diferencial que regula el régimen de las visitas familiares e íntimas. Las mujeres ven restringido, prohibido o anulado el ejercicio de sus derechos sexuales, puesto que en muchas cárceles de mujeres o en las secciones para mujeres en los centros mixtos, se aplican criterios más rígidos para la concesión del derecho a la visita íntima. Este hecho ha dado lugar al texto de la Regla 27 de las Reglas de Bangkok: “En caso de que se permitan las visitas conyugales, las reclusas tendrán el mismo derecho a ellas que los reclusos de sexo masculino”.

Visitas familiares a las reclusas
y el vínculo con sus hijos

Con respecto a este punto, está comprobado que las mujeres en reclusión reciben menos visitas que los hombres, lo cual depende de varios factores: un primer elemento es la distancia del centro al domicilio de la familia. Los gastos de transporte pueden obstaculizar esta vinculación, ya que las personas en reclusión suelen pertenecer a núcleos familiares de escasos recursos. Sin embargo, lo que más influiría en el abandono progresivo de las mujeres en reclusión por parte de sus familiares y amistades son las creencias acerca de lo que es propio de una mujer y sus responsabilidades. Ello explica también por qué los hombres en reclusión, en cambio, reciben más visitas por parte de sus madres, esposas, novias, amantes, hijos, etcétera. Por otro lado, además de las cuestiones relacionadas con la vida en prisión, deben considerarse aquellas medidas destinadas a mantener y fortalecer los lazos con los hijos que viven fuera de la prisión, ya sea con otros familiares u otras personas, en instituciones o por su cuenta.
Comprobado está que la separación de sus hijos tiene implicancias severas para la salud mental de las mujeres y contribuye a la desintegración familiar y a menudo a la institucionalización de las y los menores de edad. Las Reglas de Bangkok hacen énfasis en la responsabilidad que tienen las autoridades penitenciarias de hacer los esfuerzos necesarios para mantener estos vínculos. Por ejemplo, la Regla 4 establece: “En la medida de lo posible, las mujeres serán enviadas a cárceles cercanas a su hogar o sus centros de rehabilitación social, teniendo presentes sus responsabilidades de cuidado de los niños”. Asimismo, las Reglas 22 y 23 prohíben las sanciones de aislamiento o segregación disciplinaria a las mujeres embarazadas, a las mujeres con hijos y a las madres en período de lactancia, y establecen que las sanciones disciplinarias para las reclusas no comprenderán la prohibición del contacto con sus familiares, en particular con sus hijos.

La realidad penitenciaria
en nuestra cárcel de Bouwer

Según las estadísticas penitenciarias que se dieron a conocer en el año 2018, en el complejo penitenciario de la ruta 36 hay 270 mujeres alojadas, entre procesadas (217) y condenadas (53).
Del total de reclusas, 70 por ciento tiene entre 20 y 40 años y –en consonancia con lo que venimos señalando– la mayoría de ellas se encuentra privada de la libertad por delitos relacionados con la “infracción a la ley de estupefacientes”.
Respecto a las visitas, las internas “mujeres” son visitadas una vez al mes; mientras que los hombres las reciben hasta cuatro veces, lo que se traduce en un alto porcentaje de reclusas que se encuentra en situación de total abandono afectivo.
En Córdoba hay nueve niños menores de cuatro años que viven en la cárcel con sus madres. El Servicio Penitenciario dice estar preparado para contenerlos. Según información proporcionada por el propio Servicio, el lugar está dotado para alojar y brindar contención a las madres y sus niños. En el sector A2, hoy viven nueve madres con hijos y dos embarazadas. Cinco que fueron incorporadas al régimen de salidas transitorias familiares, salidas que se efectivizan algunos días de la semana o del mes, autorización que precisamente se fundamenta en “afianzar vínculos con su familia”.
Las madres tiene entre 23 y 37 años, y casi todas están detenidas por venta minorista de estupefacientes. Asimismo, cuentan con un convenio con el Hospital Pediátrico y llevan a los niños una vez al mes para los controles. Dentro del Módulo hay una guardería y, siempre según la información oficial, una vez al día ingresa una psicomotricista. Una nutricionista prepara un menú especial y en el lugar también hay un patio con juegos. Por su parte, las reclusas manifiestan que la realidad tras los barrotes es muy diferente.
En Córdoba, el Tribunal Superior de Justicia junto al Gobierno provincial puso en funcionamiento el día 6 de abril de 2018 las Unidades de Defensorías Móviles, que funcionan en el interior de los establecimientos. Se trata de un nuevo servicio que facilita el acceso a la justicia y brinda asesoramiento para la defensa de los derechos de las personas privadas de su libertad. El Ministerio de Justicia y Derechos Humanos aportó el espacio físico acondicionado con conectividad para que, tres veces por semana, un equipo de especialistas de la defensa pública pueda asistir al lugar para oír a los internos, detectar problemáticas y plantear líneas de abordaje. El objetivo es brindar información y asesoramiento jurídico, representarlos ante autoridades administrativas y judiciales, y realizar tareas de divulgación de derechos.
Por su parte, el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos dispuso la creación de un observatorio de prevención de la violencia de género y fortalecimiento de los derechos humanos de las mujeres privadas de la libertad, con un equipo interdisciplinario conformado por profesionales del Polo de la Mujer junto a la Secretaría de Justicia. “Su misión será identificar y abordar las problemáticas y necesidades específicas de la población de mujeres y diseñar y promover información y políticas públicas orientadas a garantizar sus derechos fundamentales. Esta tarea será realizada con la colaboración de otras instituciones”, señala el comunicado del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos.

Conclusiones
En las cárceles abundan historias de mujeres ligadas especialmente a delitos relacionados con estupefacientes, aquellas que, por ejemplo, estaban acompañando a su pareja a hacer una entrega, y, al ser detenidos por las fuerzas de seguridad, éste las acusa de ser las dueñas de la droga.
Con lo anterior no se pretende presentar a las mujeres como “víctimas” de los hombres, ya que si bien hay situaciones de coerción y engaño, también en muchos casos las mujeres delinquen de manera consciente, ya sea para hacer frente a una situación de emergencia, o bien como actividad complementaria de otras fuentes de ingreso o incluso como parte de un desarrollo individual en el medio criminal. Sin embargo, dentro de esta pluralidad de funciones y motivaciones, hay una serie de elementos que suelen ser invisibilizados y que, al contrario, deberían ser tomados en cuenta a la hora de diseñar e implementar políticas públicas de prevención.
A su vez, las condiciones de encarcelamiento que prevalecen en los países de América Latina, a menudo en centros de detención alejados del domicilio de origen y plagados de irregularidades y deficiencias estructurales, conllevan una revictimización sistemática.
Como lo afirma de manera contundente la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), “la práctica penitenciaria debería cumplir con un principio básico: no debe añadirse a la privación de la libertad mayor sufrimiento del que ésta representa”.
Las Reglas de Bangkok pueden servir de plataforma para diseñar e implementar un sistema penitenciario sensible a las situaciones y necesidades específicas de las mujeres en prisión y como tal deberían ser incorporadas a los sistemas penitenciarios de los países de América Latina.
Las niñas y niños en prisión deben ocupar un lugar central en las preocupaciones de las instituciones. Se requiere un monitoreo constante, meticuloso y al mismo tiempo respetuoso de los derechos de los niños y de sus madres (y padres, en caso de que haya niñas y niños viviendo con ellos en prisión).
La fase de reinserción es crucial. Tanto dentro de las prisiones como afuera deberían fortalecerse programas de capacitación laboral y de oferta de trabajo que rompan con los estereotipos de género, pero también que respondan a las posibilidades de empleo real para las mujeres que salen de la cárcel; destinar recursos a programas que faciliten la reinserción de las personas que salen de prisión a la sociedad, como casas de medio camino, apoyo psicológico, asistencia para resolver cuestiones prácticas que pueden ser muy difíciles para alguien que sale de prisión y más con el estigma que implica tener antecedentes penales (por ejemplo, encontrar vivienda, abrir una cuenta en un banco, conseguir un trabajo, un seguro médico, etcétera).
Tenemos que tener siempre en cuenta que el tratamiento no se puede soslayar y que es lo que en definitiva las va ayudar al salir de nuevo al medio libre, ya que además del estudio y el avance que haya logrado la reclusa a nivel educación, es mediante el trabajo remunerado dentro de la cárcel, con que la interna forma su fondo propio, con el cual contará al momento de recuperar la libertad, y podrá –por ejemplo, si trabajó cosiendo pelotas de fútbol en la cárcel– comprar una máquina para coser y dedicarse a esa misma tarea, y al recuperar su libertad, estar en condiciones de trabajar en ello, sin necesidad de golpear puertas frente a las que, probablemente por su condición de exdelincuente, no será fácil que le sean abiertas.
Con relación al Patronato de Liberados, sería muy importante que por su intermedio se pueda incorporar una serie de asistencias que consistan no sólo en la obligación de las liberadas de asistir a firmar al juzgado periódicamente, sino que efectivamente se constituya en una tutela pospenitenciaria para que de acuerdo con su capacidad de oficio y estudio puedan canalizarlo en el medio libre. También podría –por medio del mismo patronato– darse asistencia a las familias de las liberadas, para que a través de ellos se pueda mejorar la reinserción de la persona. Asimismo, podrían celebrarse convenios con empresas privadas para que el patronato se comprometa a efectivizar controles, dando así seguridad a las empresas para que puedan contratar a estas personas . Para ello sería necesario e importante contar con una mayor cantidad de asistentes sociales. En definitiva, integrar al Patronato de Liberados para que –trabajando en forma conjunta– ello redunde en beneficios para todos.
Somos conscientes de que ésta no va a ser la solución, pero sí una “vía de solución”. Lo expuesto, lejos de ser una crítica a la realidad penitenciaria actual, pretende ser una contribución a la investigación en el campo de las políticas penitenciarias con enfoque de género, al tiempo de constituirse también en una invitación al mismo objetivo.

Por Inés María de Olmos y Vanina Danzo ♦

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*) Abogadas. Integrantes de la Fiscalía de Ejecución Penal de Primera Nominación. Poder Judicial de la Provincia de Córdoba.

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