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La pena de ejecución efectiva para un homicidio culposo

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l fallo en comentario condena al acusado (un funcionario municipal-inspector de tránsito) a la pena de tres años de ejecución “efectiva” e inhabilitación especial para conducir vehículos por el término de siete años por delito culposo agravado (arts. 45, 84, primero y segundo párrafo del CP).
El hecho es de especial actualidad y claramente relevante. La tasa de homicidios causados con vehículo automotor en Argentina es cada vez más alta y en la mayoría de los casos no llegan a sentencia. Y cuando el plenario tiene lugar, una condena de ejecución condicional es la norma en estos hechos.
El orden legislativo no ha sido ajeno a esta realidad y así, mediante la ley 23347, se incorporó el art. 84 bis, publicado en el B.O. el 6/1/2017, que para estos hechos (homicidios culposos causados con un vehículo con motor) prevé una pena de 2 a 5 años, con agravantes específicas que llevan la pena de prisión de 3 a 6 años.
En estos casos agravados, la pena de ejecución condicional que habilita el art. 26 del Código Penal ya no será posible. Y es probable que un hecho como el que juzgó la sentencia comentada, ocurrido en junio de 2015, podría haberse subsumido en el nuevo art. 84 bis, segundo párrafo del CP, si hubiera tenido lugar por estos días.
Aun sin poder aplicar el nuevo art. 84 bis, segundo párrafo del CP, el fallo de la Cámara Tercera en lo Criminal y Correccional, en Sala Unipersonal, de mayo de 2017, parece seguir la misma corriente de pensamiento que el legislador de la ley 23247. Esto advierte que en la ley penal vigente en el 2015, más allá del máximo y mínimo de la pena considerada en abstracto para el delito en cuestión, ya era posible el encarcelamiento. Y, por tanto, a algunos homicidios culposos cometidos mediante un vehículo con motor les corresponde no la excepción en la modalidad de condena condicional que permite el art. 26 del CP, sino la regla: la prisión efectiva.
Desde nuestro punto de vista, la selección y determinación de la sanción penal aplicada y su modalidad es adecuada. Ella se exhibe como el resultado de un análisis apropiado y suficiente de la constelación de pautas ponderables para la fijación correcta del quantum punitivo correspondiente y la modalidad de éste.
Con relación a la modalidad efectiva, parece necesario recordar que la regla de la sanción punitiva en Argentina es la prisión efectiva, siendo la de ejecución condicional del art. 26 del CP una alternativa excepcional, resultando imperioso que esta última sea suficientemente motivada.
Que ante la omisión de pronunciamiento sobre la condicionalidad de la condena – que no es el supuesto que estamos examinando- debe inferirse que ésta es de cumplimiento efectivo (la regla del 26 del CP dice que es facultad de los tribunales dejar el cumplimiento de la pena en suspenso en caso de condenas menores a 3 años de prisión en delincuentes primarios y que esa suspensión debe estar motivada bajo sanción de nulidad).
Entendemos que la modalidad “efectiva” de la sanción punitiva cumple en la mayoría de estos casos con los fines de prevención especial -al poder el autor internalizar debidamente los alcances de su comportamiento- y también de prevención general, tanto en su función positiva – de servir como afirmación de la norma vulnerada- como en su función negativa -como advertencia para que los demás integrantes de la comunidad se abstengan de similares conductas-, todo lo cual recalca y refuerza, además, la sujeción de cada persona a los deberes que le impone el rol social que ha optado por desempeñar.
Consideramos apropiado citar enseñanzas del profesor Roxin (con quien junto a otros colegas, profesores y juristas cordobeses, tuvimos oportunidad de conversar en almuerzos y cenas cuando su visita a Córdoba en el año 2001), al tratar los fines de la sanción, cuando expresa que “la pena sirve a los fines de prevención especial y general. Se limita en su magnitud por la medida de la culpabilidad, pero se puede quedar por debajo de este límite en tanto lo hagan necesario exigencias preventivo-especiales y a ello no se opongan las exigencias mínimas preventivo-generales” (Derecho Penal PG., Civitas, 1997, p. 103). Y precisamente sobre ellas pone el acento el fallo que comentamos, al justipreciar el tipo y monto de pena, el que guarda cierta “proporcionalidad” -cfr. Mir Puig, con su óptica, en Estado, pena y delito, BdF, 2006, p. 44- con la gravedad social del hecho y la necesidad “comunicativa” – así: Bacigalupo, al analizar la posibilidad de articular la teoría de la prevención general positiva con las teorías de la unión, en Derecho Penal, PG., Hammurabi, 2007, p. 43.
En palabras de la CSJN, la sanción traducida en una privación de derechos guarda “proporcionalidad” con la magnitud del contenido ilícito del hecho, o sea, con la gravedad de la lesión al bien jurídico concretamente afectado por el hecho, porque las previsiones legales expresan tales magnitudes a través de las escalas penales -cfr. “Gramajo”, CSJN, 5/9/06, sobre culpabilidad de acto, ver: CSJN, Fallos: 308:2236 y 324:4433, voto del doctor Fayt.
Por otra parte, estimamos que bajo los criterios mensuradores de los artículos 40 y 41 del Cód. Penal, el Tribunal evaluó los antecedentes del caso, el tenor de los hechos enjuiciados, el daño y la lesión causados a los bienes jurídicos protegidos, la conducción en estado de ebriedad, lo que constituye por sí una falta grave, que sumada a la velocidad, la desatención del derecho, al no cumplir con las expectativas reglamentarias que regulan el tránsito automotor, en particular, el respeto por la velocidad máxima permitida, entre otros aspectos relevantes y relevados, todo ello sopesado con las cualidades personales del autor (“inspector de tránsito”), permitió la mensuración racional de la respuesta brindando suficientes y acabados argumentos que son expuestos de modo muy claro por la sentenciante.
Emprender una actividad de riesgo como es la conducción de un rodado a las puertas de una zona poblada en notorio estado de ebriedad resulta a todas luces una defraudación de las expectativas sociales que no puede pasar inadvertida para la mirada de una sociedad que tiende a la convivencia pacífica de sus habitantes puesto que, de aceptarse la idea de que daría igual conducir ebrio que no estarlo, a nuestro juicio resultaría contrario a los fines comunicativos de la pena y del propio derecho penal.
Al respecto, basta señalar que la función simbólica de la pena con el límite puesto en la magnitud de “injusto” y grado de “culpabilidad” pretende “implantar una determinada visión del Derecho penal en las mentes de la gente el cual enfatice la invulnerabilidad, la igualdad y la libertad, ya que de otra forma no se puede esperar una aceptación de las partes. Cuanto más exigentes se formulen los fines preventivos de la pena (resocialización del delincuente; intimidación de la capacidad delictiva; reafirmación de las normas fundamentales), cuanto más extensos sean los fines de la pena, más claramente parece su contenido simbólico: Persiguen con la ayuda de una intervención instrumental del Derecho penal (en cierto modo acorde con esta práctica) transmitir (cognitiva y emotivamente) el mensaje de una vida de fidelidad al Derecho”, destacando también que no se trata de “… la aplicación instrumental del Derecho penal y de la justicia penal sino (tras ellos) de objetivos preventivos especiales y generales: transmitir al condenado un sentimiento de responsabilidad, proteger la conciencia moral colectiva y asentar el juicio social ético; se trata de la confirmación del Derecho y de la observación de las leyes. (Hassemer, W. “Derecho penal simbólico y protección de bienes jurídicos”, en Pena y Estado, Edit. Cono Sur, Santiago, 1995, p. 27).
Por último, parece apropiado recordar que la cuantificación de la pena es materia reservada a los tribunales de sentencia, criterio que resulta correcto en general, con los límites que derivan de la propia Constitución, en dos sentidos: a) que la individualización penal no resulte groseramente desproporcionada respecto a la gravedad de los hechos y de la culpabilidad, en forma tan palmaria que lesione la racionalidad exigida por el principio republicano -art. 1º, CN- y la prohibición de penas crueles e inhumanas -art. 5.2, CADH; y b) que la prueba de las bases fácticas consideradas para la cuantificación no resulte arbitraria con la gravedad señalada por la Corte en materia de revisión de hecho y pruebas -ver: “Estévez”, CSJN, 8/6/10, voto del doctor Zaffaroni■

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