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La novedosa y controversial categoría de “adultos” plasmada en el art. 26, CCCN

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Sumario: I. Introducción. II. Los menores en el Código de Vélez Sársfield. III. El art. 26 del Código Civil y Comercial. IV. Nuestra postura. V. Conclusión

“Nosotras (las leyes) proponemos hacer
lo que ordenamos y no lo imponemos
violentamente, sino que permitimos
una opción entre dos, persuadirnos
u obedecernos; y el que no obedece
no cumple ninguna de las dos.”
Sócrates(1)
I. Introducción
A lo largo de la evolución del derecho privado los criterios aplicables a los límites a la capacidad, principalmente aquellos establecidos según la edad de las personas, han ido variando según las circunstancias de tiempo y lugar o conforme a ciertas consideraciones sociológicas de cada Estado. Así, en el Derecho Romano, tal como nos lo recuerda el maestro Orgaz, se estableció la mayoría de edad (y por ello la capacidad plena) a los 14 años para los varones y 12 años para las mujeres, con los límites consagrados por la ley Pletoria “que establecía sanciones contra quienes, aprovechando de la inexperiencia de un menor de 25 años, hubiesen concluido con él algún acto que le fuera perjudicial”(2).
A partir de la sanción y puesta en vigencia (1/8/15) del Código Civil y Comercial de la Nación (CCyCN), y de conformidad con la recepción del bloque de constitucionalidad, los nuevos codificadores receptaron los principios básicos consagrados en los Tratados de Derechos Humanos. Entre ellos se destaca “el interés superior del niño”, acogido como uno de los pilares de la Convención de los Derechos del Niño (CDN) y, a partir de él, la consagración del principio de la capacidad progresiva de los sujetos de derecho que ella protege. Este nuevo paradigma implica, entonces, una mayor participación de niños, niñas y adolescentes en aquellos actos que involucren toma de decisiones para el ejercicio de derechos no patrimoniales, sin la necesidad de haber alcanzado la mayoría de edad a tal fin.
La noción de progresividad de la capacidad, principalmente, se ve reflejada en el art. 26, CCyCN, que distingue, entre los menores de edad, dos categorías de adolescentes: a) menor de 13 a 16 años, y b) menor de 16 años en adelante, estableciendo para éstos distintas facultades en cuanto a las decisiones relativas a su vida o salud.
Con relación a la segunda categoría –es decir, los menores de 16 años de edad–, entendemos que la norma en cuestión considera “adultos” a los adolescentes que hayan alcanzado la edad de 16 años sólo para aquellas decisiones atinentes al cuidado y disposición del propio cuerpo, asemejándolos así al mayor de edad (18 años). Y es, en definitiva, esta nueva categorización lo que intentaremos desarrollar y fundamentar a lo largo del presente trabajo.

II. Los menores en
el Código de Vélez Sársfield

Antes de introducirnos en la cuestión referida a los menores de edad en el Código Civil y Comercial vigente, debemos recordar que la capacidad es la aptitud o grado de aptitud que tiene una persona para adquirir derechos y contraer obligaciones y, además, para ejercer dichos derechos y cumplir con las obligaciones asumidas. Esa definición se desprende fácilmente de la clasificación que efectuara el Dr. Vélez Sársfield al momento de regular la capacidad (e incapacidad) partiendo de su fragmentación en capacidad de derecho (poder adquirir/contraer) y capacidad de hecho (poder ejercer/cumplir).
Por su parte, la incapacidad es, entonces, la ausencia de estas aptitudes, y –en el caso de esta última categoría– puede ser a su vez absoluta o relativa, es decir que el sujeto no podrá realizar por sí mismo ningún acto jurídico o podrá realizar sólo aquellos que la ley le autorice.
Así, cuando Vélez Sársfield legisló sobre la incapacidad de hecho –tomando como fuente el Esboço de Freitas–, estableció que ésta podía ser absoluta o relativa; todo ello a los fines de que, fuere cual fuere el grado de incapacidad que afecte a una persona, esa restricción legal siempre tendría por fin último la protección o el velo del declarado tal, y no que esa incapacidad de obrar implicara algún tipo de perjuicio ni –menos aún– un castigo o sanción para ese sujeto de derecho.
De este modo, en el Código Civil velezano, “el principio básico general es el de capacidad plena de las personas” y “sólo se restringirá por disposición de la ley (art. 53)”(3). Este principio no sólo se plasmó también en el actual Código Civil y Comercial sino que profundizó aún más, tal como veremos más adelante.
Con la reforma efectuada en el año 1968, mediante la sanción de la ley 17711, se establecieron sólo cuatro tipos de incapaces absolutos de hecho: a) las personas por nacer; b) los menores impúberes; c) los dementes y d) los sordomudos que no saben darse a entender por escrito; las dos primeras incapacidades son “normales” (basta con la declaración legal del art. 54), mientras que la tercera y la cuarta son incapacidades “eventuales o anormales” (necesitan además de una declaración judicial). Quedaba así establecida la incapacidad relativa de los menores adultos, es decir aquellos que hubieran alcanzado los 14 años de edad, quienes sólo tenían capacidad para celebrar aquellos actos expresamente establecidos por la ley (art. 55, Código Civil), esto es, los actos lícitos.

III. El art. 26 del Código Civil y Comercial
A partir de la promulgación y entrada en vigencia del Código Civil y Comercial aparece un nuevo régimen de capacidad de la persona humana formulado a través de las categorías expresamente establecidas a partir de su art. 22 y hasta el 50 inclusive.
Pero el que ha merecido mayor crítica por parte de la doctrina resulta ser el art. 26 de dicho cuerpo legal, en tanto se ocupa de regular el ejercicio de los derechos por parte de aquellos sujetos que no hubieran alcanzado la mayoría de edad establecida por su predecesor (art. 25, CCyC).
Así, en sus primeros párrafos este artículo 26 reza:
“La persona menor de edad ejerce sus derechos a través de sus representantes legales.
“No obstante, la que cuenta con edad y grado de madurez suficiente puede ejercer por sí los actos que le son permitidos por el ordenamiento jurídico. En situaciones de conflicto de intereses con sus representantes legales, puede intervenir con asistencia letrada.
“La persona menor de edad tiene derecho a ser oída en todo proceso judicial que le concierne así como a participar en las decisiones sobre su persona”.

Estos tres primeros párrafos configuran lo que podemos denominar parte general relativa a la capacidad de los menores. De su lectura podemos afirmar que ya no se establece una incapacidad total, porque –conforme lo dispone la Convención de los Derechos del Niño– se otorga a esta clase de sujetos el derecho a ser oídos y a ejercer por sí los actos que les son permitidos por el ordenamiento jurídico, siempre y cuando cuenten con edad y grado de madurez suficiente.
Hasta aquí no son muchos los cambios realizados al régimen de la capacidad de los menores –que no hubieran alcanzado la edad de 13 años– respecto al viejo Código de Vélez y sus reformas.
Lo que sí podemos observar claramente es que el Código Civil y Comercial abreva en el principio de la capacidad progresiva de los niños, establecido por la Convención que a ellos se refiere, en especial los enumerados en los arts. 5 y 12 de dicha Convención, en los cuales se alude a un proceso evolutivo de la infancia y adolescencia, configurado por diferentes etapas de desarrollo psicofísico. Con la adopción de los principios de la Convención de Niños se produce el cambio de perspectiva, virando de ese modo hacia el nuevo paradigma de “capacidad progresiva”.
Recordemos que el concepto de “capacidad progresiva” refiere a “procesos de maduración y de aprendizaje por medio de los cuales los niños adquieren progresivamente conocimientos, competencias y comprensión, en particular comprensión de sus derechos, y sobre cómo dichos derechos pueden materializarse mejor” (4) .
De este modo, según la edad, facultades y grado de madurez de tales niños, niñas y adolescentes, se determinan en la legislación de fondo distintas categorías en cuanto a su capacidad de decisión sobre ciertos actos atinentes a su integridad psicofísica, en especial aquellos actos que puedan comprometer su salud. Esta afirmación se ve ostensiblemente reflejada en los párrafos siguientes del art. 26, en cuanto dispone:
“Se presume que el adolescente entre trece y dieciséis años tiene aptitud para decidir por sí respecto de aquellos tratamientos que no resultan invasivos, ni comprometen su estado de salud o provocan un riesgo grave en su vida o integridad física. Si se trata de tratamientos invasivos que comprometen su estado de salud o está en riesgo la integridad o la vida, el adolescente debe prestar su consentimiento con la asistencia de sus progenitores; el conflicto entre ambos se resuelve teniendo en cuenta su interés superior, sobre la base de la opinión médica respecto a las consecuencias de la realización o no del acto médico.
A partir de los dieciséis años el adolescente es considerado como un adulto para las decisiones atinentes al cuidado de su propio cuerpo.”

Se establecen así nuevas categorías de menores de edad para la toma de decisiones atinentes al cuidado de su propio cuerpo, a saber: a) menores de 13 años; b) adolescentes, o menores entre 13 y 16 años; y c) adolescente/adulto o adulto de 16 años.
Así, la metodología utilizada por el codificador para estos actos de cuidado y disposición del propio cuerpo parte de considerar incapaces a los menores de 13 años. En tanto a los menores entre 13 y 16 años de edad les otorga capacidad para decidir por sí o con la asistencia de sus progenitores, según si el tratamiento sea invasivo o no. Y concluye con la máxima capacidad otorgada en su último párrafo a aquellos adolescentes que hubieran alcanzado los 16 años, sólo –reiteramos– en lo que se refiere a esta clase de decisiones atinentes a su salud y disposición del cuerpo.
Sobre esta cuestión, destacados autores de la doctrina nacional –tales como Julio C. Rivera, Guillermo Borda, María Victoria Tagle, entre otros– hacen especial hincapié en sus obras actualizadas de Derecho Privado – Parte General. Así, entienden algunos que “la incorporación de categorías de menores resulta injustificada y muchas veces no tiene relevancia en los hechos”(5). Lo cierto es que las categorías se encuentran reguladas también en este Código Civil y Comercial, por lo que su aplicación resulta contundente.
Adentrándonos entonces en el análisis global de la norma, diremos que los tres primeros párrafos (así como de su precedente art. 25) lucen bastante claros. De este modo, el art. 26 establece ciertas capacidades de hecho de manera progresiva. En primer lugar, concede para todos los menores el “derecho a ser oído”; en segundo término, respecto al cuidado del cuerpo, permite a los adolescentes (13/16 años) decidir por sí mismos “respecto de aquellos tratamientos que no resultan invasivos, ni comprometen su estado de salud o provocan un riesgo grave en su vida o integridad física”, requiriendo para esa clase de tratamientos peligrosos o invasivos solamente la “asistencia” de su progenitor (cuestión que merece un estudio aparte y más profundo en otros trabajos). Debemos aclarar que, en lo que respecta a este trabajo, por razones metodológicas no nos detendremos a analizar cuándo se considera que un tratamiento es o no invasivo o peligroso, siendo ésta –además– una cuestión sobre la que no hay acuerdo en la doctrina. Nos dedicaremos a analizar, en cambio, el último párrafo de la norma en cuestión. Y debemos destacar que la metodología utilizada por el codificador, en su redacción, parte de la incapacidad de obrar plena de los menores de edad para concluir con la capacidad máxima otorgada en su último párrafo a aquellos adolescentes que hubieran alcanzado los 16 años.
Así, el art. 26 antes transcripto, establece ciertas capacidades de hecho de manera progresiva. En primer lugar, concede para todos los menores el “derecho a ser oído”; en segundo término permite a los adolescentes (13/16 años) decidir por sí mismos “respecto de aquellos tratamientos que no resultan invasivos, ni comprometen su estado de salud o provocan un riesgo grave en su vida o integridad física”, requiriendo para esa clase de tratamientos peligrosos la asistencia de su progenitor; y finalmente considera “como un adulto para las decisiones atinentes al cuidado de su propio cuerpo” a aquellos que cumplieran los 16 años.
Es decir que no sólo no es necesaria la asistencia de ningún progenitor –ni representante legal– para realizar esta clase de actos referidos al cuidado del propio cuerpo una vez alcanzada la edad requerida por la ley de fondo, sino que tampoco se restringe en modo alguno, en este caso, según sean o no actos invasivos o riesgosos de su salud. La capacidad de decisión sobre su propio cuerpo en estos nuevos –y a estos efectos– adultos es plena.
Podemos afirmar, entonces, que con esta nueva clase de “adultos” de 16 años de edad (o mayoría de edad anticipada)(6) aparece una tensión o contradicción en el sistema normativo. Esta antinomia se produce entre la ley general (art. 26 in fine del CCyCN) y las leyes especiales –dictadas con anterioridad al mencionado Código– que regulan esta materia (tales como las leyes 26529, 24193 y 26743, entre otras), que no han perdido vigencia ni se encuentran derogadas expresamente por este último.
Es así que, en dichas regulaciones especiales, únicamente las personas mayores de edad, es decir aquellas que hayan alcanzado los 18 años, son capaces para tomar decisiones referidas a la vida o a la salud, quedando estrictamente vedada la posibilidad de ejercer o tomar decisiones al respecto a quienes no hayan alcanzado esa edad.
Sin perjuicio de que la doctrina y la jurisprudencia actualmente no tienen una respuesta clara y precisa con relación al alcance de la capacidad para la toma de decisiones atinentes al cuidado y disposición del propio cuerpo –o, si se quiere, para el total ejercicio de los derechos no patrimoniales ––, de aquellos menores que hayan alcanzado los 16 años de edad, la gran mayoría de los doctrinarios de nuestro país están contestes en afirmar que ––para el ejercicio pleno de los actos que regulan las leyes especiales ––, sigue siendo necesario haber alcanzado la mayoría de edad (18 años) para aquellas decisiones atinentes al cuidado y disposición del propio cuerpo, a pesar de sostener también que la redacción de la norma en cuestión –art. 26, in fine – resulta poco clara e imprecisa.
Es que, precisamente con relación a la problemática referida a la redacción y el lenguaje utilizado por el legislador, la mayoría de la doctrina considera un error la utilización en la norma de términos y clasificaciones provenientes de otras ciencias y ajenas a la ciencia jurídica para definir categorías (en este caso, la categoría de “adulto”) que no le son propias. Sobre esta cuestión, autores como Rotondi –tal como nos lo recuerda el ilustre Dr. Carrió– afirman que “las categorías jurídicas no presuponen identidad con las categorías y conceptos de otras ciencias, sino que se inspiran más bien en conceptos vulgares…”(7).
Esta clase de yerros no son nuevos en nuestro ordenamiento jurídico, puesto que ya el propio Vélez Sársfield había sido fuertemente criticado por utilizar en el Derecho terminología de otras ciencias, al tipificar en el Código Civil primigenio el estado de demencia con términos médicos, al referir como “demente” a aquella persona que “se halle en estado habitual de manía, demencia o imbecilidad” (art. 141 del CC original); los fuertes cuestionamientos trajeron aparejado el cambio de esa definición (ley 17711) por una fórmula más jurídica y técnica, alejada de denominaciones médicas(8), que estableció que serían declarados tales “las personas que por causa de enfermedades mentales no tengan aptitud para dirigir su persona o administrar sus bienes”.
De modo tal que, 150 años después, volvemos a tropezar con la misma piedra. Sin perjuicio de ello, la norma en cuestión está vigente y su aplicación no puede ser motivo de duda alguna.

IV. Nuestra postura
En la actualidad, en virtud de los cambios socioculturales y los avances científicos y tecnológicos, los menores adquieren mayores habilidades y aptitudes desde temprana edad ampliando no sólo los confines de su capacidad, sino también sus actitudes para desenvolverse socialmente; todo lo cual les permite una mayor autonomía y participación en los actos referidos a su persona según el grado de madurez y discernimiento alcanzado.
De este modo, observamos que esta nueva regulación referida a la capacidad, plasmada en el art. 26 in fine del CCyCN, al establecer que: “A partir de los dieciséis años el adolescente es considerado como un adulto para las decisiones atinentes al cuidado de su propio cuerpo”, crea una nueva categoría legal de capacidad –precisamente para aquellas decisiones atinentes al cuidado y disposición del propio cuerpo –, al definir como “adulto” a aquellos adolescentes que hayan alcanzado la edad de 16 años, asemejándolos, en lo que a esta clase de actos se refiere, al mayor de 18 años de edad.
Así, como se dijo con anteriormente, esta nueva categoría da lugar a una clara tensión en nuestro sistema normativo entre la ley general (art. 26 in fine del CCyCN) y las leyes especiales atinentes a la salud –preexistentes al CCyCN, como lo son la ley de pacientes (ley 26529), ablación y trasplantes de órganos (ley 24193) e identidad de género (ley 26743)– que mantienen como edad mínima de capacidad de disposición los 18 años.
La disquisición doctrinal surge a partir de la implementación en la norma referida de dos conceptos ajenos al vocablo jurídico, como son los términos “cuidado” y “adulto”.
Con respecto al primero, entre sus distintas definiciones la Real Academia Española define también “cuidado” como: “Estar obligado a responder de ello”(9) o –lo que es lo mismo – que se es responsable por todo lo relativo a aquello que esté bajo su cuidado.
Siendo ello así, de conformidad con los principios de “autonomía y capacidad progresiva”, entendemos entonces que la palabra “cuidado” –a la que refiere el art. 26 en su parte final – resulta equiparable a la “disposición del propio cuerpo” en relación con las decisiones de estos menores, es decir tanto para tratamientos invasivos y no invasivos (cuya regulación es efectuada párrafos antes, en la misma norma, para los menores de 13 a 16 años), como para aquellas decisiones relativas al destino del cuerpo (y sus partes) tanto para actos inter vivos (donación de sangre, órganos, etc.) como post mortem (destino de cadáver y donación), con los límites establecidos en el art. 56, CCyCN, para cualquier persona humana.
Con respecto al segundo vocablo, aun conociendo que algunos autores han controvertido también el término “adulto” para estos fines, es decir para establecer la edad requerida para los actos de decisión del propio cuerpo, fundamos nuestra postura interpretativa de la norma en que el mismo Código Civil y Comercial equipara a los mayores de 18 años con los denominados “adultos” a lo largo de los artículos que reproducen esa novedosa terminología (ver arts. 111, 667 y 2642). Es decir que la norma establece expresamente una presunción (iuris tantum) al considerar “adulto” a esta clase de sujetos de derecho (mayor de 16 y menor de 18 años de edad), para esta especie de actos jurídicos (no patrimoniales).
Partiendo del principio de la capacidad progresiva y autonomía de la voluntad, sostenemos entonces que –de conformidad con la redacción del art. 26 in fine, y partiendo de una interpretación objetiva (positivista) de la ley en análisis –, la capacidad para aquellos actos de disposición y cuidado del propio cuerpo se adquiere a partir de los 16 años y se conserva así el régimen para la mayoría de edad de 18 años únicamente para los actos jurídicos patrimoniales. Por lo tanto, sin perjuicio del respeto que nos merecen los destacados autores que hacen mención a este tema, no compartimos las posturas que sostienen que la edad para realizar estos actos sea la de 18 años, ni menos aún que exista alguna especie de “laguna” normativa al respecto, tal como refieren algunos juristas locales.
Fundamos también este criterio en el principio jurídico de que la legislación posterior (Código Civil y Comercial) prevalece por sobre las leyes anteriores (leyes de salud en general); más aún teniendo en cuenta que la actual legislación viene a encuadrarse con los principios consagrados en los tratados internacionales de raigambre constitucional (incluidos en el art. 75 inc. 22, CN) como son “el interés superior del niño”, “la autonomía y capacidad progresiva” y el “derecho a ser oído”, entre otros, principios que también rigen las leyes especiales que regulan la materia.
Ahora bien, resulta que existe otro principio jurídico –el de especialidad (lex specialis derogat legi generali)–, que entra en conflicto con el antes mencionado; en este sentido, en caso de oposición, tendría prioridad de aplicación lo establecido por las leyes especiales mencionadas por sobre lo dispuesto en la parte final del art. 26. Siendo ello así, cuando colisionan dos principios de igual jerarquía, no hay una respuesta correcta; el intérprete –jurista o juez– argumenta en favor de uno u otro para tomar la decisión que considera más adecuada a la situación planteada.
En este sentido, y de conformidad con los argumentos ya vertidos, sostenemos entonces como hipótesis del presente trabajo que la capacidad de disposición y cuidado del cuerpo –es decir, la capacidad de obrar y decidir en actos jurídicos no patrimoniales–, se adquiere a partir de los 16 años, tal como surge de la propia letra del art. 26 in fine del Código Civil y Comercial de la Nación.

V. Colofón
Finalmente, además de sostener como hipótesis del presente trabajo que la capacidad de disposición y cuidado del cuerpo se adquiere a partir de los 16 años conforme a la norma mencionada, entendemos que –en caso de resultar válida la interpretación –, la consecuencia jurídica derivada de ella tendrá como efecto (procesal, jurídico y legal) que tanto los integrantes del Poder Judicial como todo aquel personal del cuidado de la salud, asistentes sociales, etc., deberán tener por válida y efectiva toda decisión atinente a la vida o salud de la persona humana que hubiera adquirido la edad de 16 años. Y siendo ello así, frente a un probable conflicto referido a esa clase de decisiones, serán los progenitores, representantes legales, etc., los que deberán fundar –en todo caso – ante el juez interviniente su posición contraria a la del menor considerado “adulto” a tales fines.
Entendemos, además, que esta nueva regulación ha provocado un cambio o –mejor dicho – inversión de los legitimados activos para el “derecho a ser oído” (art. 639, inc. c). Así, previo a la vigencia del actual Código, eran los progenitores (representantes legales) quienes decidían en todo lo atinente al ejercicio de derechos de sus hijos menores (incapaces de hecho) y el juez debía escuchar al menor, aun cuando no surgiera ostensible un conflicto con esas decisiones. Conforme a la interpretación normativa expuesta, ahora se deberá tener en cuenta en primer lugar la decisión del adulto de 16 años de edad y, en caso de oposición de sus representantes legales, el juez deberá escuchar los fundamentos de dicha postura contraria a los fines de resolver el conflicto traído a su consideración.
Por lo tanto, el nuevo régimen de capacidad establecido por el art. 26 in fine del Código Civil y Comercial de la Nación reviste una eminente consecuencia práctica real; no solamente en lo social sino, además, para el ejercicio diario de la actividad de los operadores jurídicos, tanto para aquellos que ejercen la profesión (abogados, asesores letrados, etc.) como para aquellos encargados de resolver todas las cuestiones que les sean planteadas en lo atinente al cuidado y disposición del propio cuerpo (jueces del fuero civil, de familia, etc.) de los sujetos de derecho que hayan alcanzado los 16 años de edad, y a quienes –reiteramos– la nueva legislación de fondo considera “adultos” (plenamente capaces) a esos fines.
En conclusión, y sin perjuicio de la opinión personal que cada uno pueda tener acerca de estas “tendencias legislativas”, consideramos que ésta es la correcta interpretación aplicable respecto del “espíritu del legislador” al sancionar esta norma. Por ello, tal como lo expresa Sócrates en la cita que principia el presente trabajo, sólo cabe pensar que existen dos caminos posibles: cumplir con la norma vigente o modificarla; otra manera de obrar sólo podría implementarse fuera del marco jurídico normativo actual.

Bibliografía
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• Orgaz, Alfredo, Personas Individuales, Depalma, Bs. As., 1946.
• Rivera, Julio César – Crovi, Luis Daniel, Derecho Civil – Parte General, Abeledo-Perrot, Bs. As., 2016.
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https://www.google.com.ar/url?sa=t&rct=j&q=&esrc=s&source=web&cd=1&cad=rja&uact=8&ved=0ahUKEwjrzNyo9o7YAhXMgpAKHapzDCUQFgglMAA&url=http%3A%2F%2Fcolectivoderechofamilia.com%2Fwp-content%2Fuploads%2F2015%2F12%2FAKC-MMJ-La-participaci%25C3%25B3n-del-ni%25C3%25B1o-y-el-adolescente-en-el-proceso-judicial.pdf&usg=AOvVaw2elo5kmtHUk3THPgfSug32
https://www.google.com.ar/url?sa=t&rct=j&q=&esrc=s&source=web&cd=1&cad=rja&uact=8&ved=0ahUKEwjs3fvN9o7YAhWFG5AKHTeGCjMQFggnMAA&url=http%3A%2F%2Frepositorio.uchile.cl%2Fhandle%2F2250%2F107103&usg=AOvVaw1nkUNebK2FlskHw8rib9EQ■

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** Adscripta Der.Proc. Admin., UNC.
*** Adscripta Introd. al Derecho, UNC.
1) Platón, Critón, Editorial Gredos, Madrid, 2010, p. 43.
2) Orgaz, Alfredo, Personas Individuales, Ed. Depalma, Bs. As., 1946, p.284.
3) Orgaz, op. cit., p.332.
4) Comité de los Derechos del Niño, Observación General Nº 7 “Realización de los Derechos del Niño en la Primera Infancia”; Unicef- Centro de Investigaciones Innocenti; pág. 76.
5) Rivera, Julio César – Crovi, Luis Daniel, Derecho Civil – Parte General, Abeledo-Perrot, Bs. As., 2016, pág. 258.
6) Tagle, Victoria María, Derecho Privado. Parte General, Alveroni Ediciones, Córdoba, 2017, pág.188.
7) Carrió, Genaro R., Notas sobre Derecho y Lenguaje, Abeledo-Perrot, 1973, pág. 43.
8) Borda, Guillermo J., Derecho Civil Parte General, La Ley, Bs.As., 2016, pág. 230.
9) http://dle.rae.es/srv/fetch?id=BblVWJS.

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