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LA IMPREVISIÓN CONTRACTUAL UNA HERRAMIENTA ÚTIL EN TIEMPOS DE CUARENTENA Y RECESIÓN

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I. Introducción
En momentos de crisis imprevisibles e inevitables como las que vivimos en estos días a raíz del COVID-19, no solo a nivel nacional sino también –y fundamentalmente– a nivel global, entendemos oportuno hacer referencia a una de las grandes herramientas que el ordenamiento jurídico consagra a fin de evitar las desproporciones contractuales excesivas.
Las vicisitudes provocadas por esta pandemia, y la forzosa necesidad de prevenir la propagación de sus efectos, han forzado la adopción de drásticas medidas por parte del Estado Nacional, reflejadas en el reciente DNU 297/2020( ). Lamentablemente, el efecto secundario no deseado –pero directo e inmediato– de tal resolución, ha sido el aniquilamiento de la capacidad productiva de numerosas industrias, y la imposibilidad material de desarrollar actividades productivas para la mayor parte de la población argentina, con la lógica recesión que ello trae y traerá aparejado.
Esto provoca que muchos contratos se vuelvan excesivamente difíciles (o imposibles) de ser cumplidos para una de sus partes, como en el caso del locatario de contratos de locación de inmuebles comerciales o predios industriales, por mencionar ejemplos frecuentes.
Nuestro ordenamiento jurídico consagra diferentes institutos jurídicos tendientes a mantener o reestablecer el sinalagma contractual cuando este se ve desbaratado, tanto por actitudes o circunstancias relativas a una o ambas partes, como por hechos extraordinarios, completamente ajenos a los contratantes.
En efecto, el art. 332 del Código Civil y Comercial de la Nación( ) consagra la figura de la lesión subjetiva, que permite demandar la nulidad o un reajuste del convenio cuando una de las partes explotare la necesidad, debilidad o inexperiencia de la otra, para obtener una ventaja patrimonial desproporcionada e injustificada. Por su parte, el art. 1730 CCCN, estableceque el deudor es exonerado de responsabilidad, cuando la inejecución de su prestación contractual ha sido causada por un hecho imprevisible o que, habiendo sido previsto, no ha podido ser evitado (caso fortuito)( ). Más aún, el art. 960 CCCN faculta a los jueces a modificar las estipulaciones contractuales, incluso de oficio, cuando se afecta manifiestamente el orden público. Y, como si fuera poco, a esta enumeración no taxativa podríamos añadir los principios de buena fe, abuso del derecho y enriquecimiento sin causa, que tienden, de manera holística, a reestablecer el equilibrio obligacional de las partes de un contrato.
Sin embargo, existe una figura que, por sus efectos, entendemos mucho más pertinente para analizar y emplear en los tiempos de aislamiento obligatorio que corren, a fin de evitar que el cumplimiento de ciertos contratos se vuelva excesivamente oneroso para una de sus partes. Nos referimos a la denominada “teoría de la imprevisión”, cuya importancia se realza en el presente contexto.
La rúbrica de ‘teoría’ pareciera indicar que se trata de elucubraciones doctrinarias con meras aspiraciones de aplicabilidad práctica, pero ello no es así. La imprevisión tiene expresa recepción legal en nuestro ordenamiento jurídico, puntualmente en el art. 1091 CCCN, y es pacíficamente aceptada por la doctrina y jurisprudencia nacional, con las vicisitudes que analizamos en el presente artículo.
Como una primera definición introductoria, diremos que la imprevisión es un remedio jurídico que persigue la readecuación o resolución de aquellos contratos de ejecución diferida o permanente, que, con posterioridad a su celebración, se han desquiciado por circunstancias ajenas a las partes.

II. Antecedentes y evolución a nivel nacional
Trasciende las fronteras de este sucinto artículo, la elaboración de un análisis pormenorizado sobre la evolución de esta figura desde sus orígenes en el Derecho Romano( ), consagrado en la cláusula rebus sic stantibus( ) como aditivo a la mentada pacta suntservanda( ). Nos limitaremos, entonces, a mencionar que, ya en esos tiempos, tal cláusula implicaba que el contrato obligaría a las partes siempre que las circunstancias se mantuvieran en el mismo estado en que se hallaban al momento de la celebración del negocio.
Al respecto, se ha afirmado que “este brocardo constituye tal vez el intento de explicación más antiguo de la razón por la cual el cambio de las circunstancias imperantes en el momento de la celebración del contrato puede decidir su revisión o terminación».( )
Siguiendo a Diez Picasso, Brebbia explica que, luego de su génesis en el Derecho romano, el instituto fue recogido en los siglos XVII y XVIII por la escuela del derecho natural, abandonada en el siglo XIX, y recién reflotada en el siglo XX, debido a las drásticas consecuencias de la primera guerra mundial.( )
Efectuado este breve preámbulo, debemos recordar que, en lo que respecta a nuestro derecho nacional, la imprevisión no tuvo acogida en el Código Civil( ) velezano. En efecto, nuestro codificador fue categórico respecto al rechazo de todo limite a la libertad contractual, lo que se ve reflejada en el in fine de la nota al art. 943 CC( ): «Finalmente, dejaríamos de ser responsables de nuestras acciones, si la ley nos permitiera enmendar todos nuestros errores, o todas nuestras imprudencias. El consentimiento libre, prestado sin dolo, error ni violencia y con las solemnidades requeridas por las leyes, debe hacer irrevocables los contratos».
Es que, al tiempo en que Vélez Sarsfield redactó su obra maestra, imperaba, tanto en el plano nacional como internacional, el liberalismo como filosofía política, social y económica. El auge del principio de “laisser faire, laisser passer”, predominante en el plano económico, se vio reflejado en el Derecho positivo, y puntualmente en la faz contractual, consagrando una autonomía de la voluntad prácticamente ilimitada.
Y he aquí el quid del debate socio-jurídico en torno a este instituto, hoy ciertamente superado pero no así en la época de la sanción de nuestro Código Civil: ¿Qué es lo que debe primar, qué es lo que el Derecho y el ordenamiento jurídico deben priorizar: ¿la seguridad jurídica o la equidad? ¿La autonomía de la voluntad o la buena fe?
Será recién en el año 1968, con la promulgación de la Ley 17.711, que la imprevisión tendrá acogida en nuestro derecho positivo, en el art. 1198 CC. El mismo establecía, en su párrafo segundo, que “En los contratos bilaterales conmutativos y en los unilaterales onerosos y conmutativos de ejecución diferida o continuada, si la prestación a cargo de una de las partes se tornara excesivamente onerosa, por acontecimientos extraordinarios e imprevisibles, la parte perjudicada podrá demandar la resolución del contrato. El mismo principio se aplicará a los contratos aleatorios cuando la excesiva onerosidad se produzca por causas extrañas al riesgo propio del contrato”.( )
En base a estos lineamientos, podemos definir a la imprevisión como un instrumento legal que permite la resolución o readecuación de aquellos contratos en los que, por un hecho extraordinario, sobreviniente, y ajeno a las partes, que modifica las circunstancias vigentes al momento de su celebración, una o más prestaciones se han vuelto excesivamente onerosas.
No han sido menores las críticas que recibió la redacción del artículo en sus cuarenta y siete años de vigencia hasta la sanción del CCCN, las cuales se irán poniendo de manifiesto a medida que vayamos analizando la figura. Sin embargo, aun con sus falencias, la imprevisión se ha erigido como un arma fundamental para la protección del sinalagma contractual y la noción de equidad y buena fe en épocas de emergencias socio-económicas.
Nuestra siempre vertiginosa –por ponerlo de manera pintoresca– economía nacional, ha llevado a que la imprevisión haya sido utilizada, de manera generalizada, en más de una ocasión, en situaciones de graves crisis económico-financieras (vgr. en el “Rodrigazo”, la hiperinflación de 1989, la salida de la convertibilidad y la sanción de la Ley 25.561, entre otras).
En este contexto, la jurisprudencia ha mostrado resoluciones pragmáticas, con acertados criterios economicistas, en pos de mantener la justicia conmutativa entre las partes del contrato. Así, se ha resuelto que “Para la calificación de imprevisibilidad de la carga onerosa sobrevenida para una de las prestaciones del contrato, no es necesario atenerse únicamente a los casos de guerra o catástrofes similares, pues es extraordinario y no posible de prever un acto de política económica gubernamental que desencaje con violencia y estrepitosamente la previsible y corriente depreciación monetaria. Debido a medidas de gobierno, hubo un alza anormal en la corriente y ya acostumbrada inflación de nuestra economía, por la que se llegó a producir un acontecimiento extraordinario e imprevisible, incluso para quienes se ocupan empresarialmente de la construcción inmobiliaria”. ( )
En esta lógica, se dijo que «Cuando las cláusulas contractuales destinadas a dar estabilidad a las prestaciones dinerarias son sorpresivamente alteradas en su curso normal por un acontecimiento ajeno a las partes, extraordinario e imprevisible, causando un perjuicio a la deudora por onerosidad grave, tiene cabida la intervención judicial para morigerar los efectos perniciosos del desequilibrio producido”.( )
Luego de la mentada crisis del 2001, en el mes de enero del año siguiente, la sanción de la Ley 25.561 puso a la imprevisión en el epicentro del escenario doctrinario y jurisprudencial en materia contractual. En su art. 11, la Ley hacía una expresa remisión a la doctrina del art. 1198 CC, estableciendo que las partes debían negociar la reestructuración de sus obligaciones reciprocas, procurando compartir de modo equitativo los efectos de la devaluación, con basamento en el principio del esfuerzo compartido.
Luego de semejante estruendo, el país vivió años de pseudo bonanza financiera, auspiciadas por un contexto económico mundial favorable y el elevado precio de los commodities, que hicieron olvidar –al menos de manera momentánea– la necesidad de este instituto.
En tales circunstancias, llegamos al año 2015 en el que el flamante Código Civil y Comercial fue sancionado. La imprevisión –bajo esta misma denominación– ha sido receptada en el artículo 1091, que reza: “Art. 1091. – Imprevisión. Si en un contrato conmutativo de ejecución diferida o permanente, la prestación a cargo de una de las partes se torna excesivamente onerosa, por una alteración extraordinaria de las circunstancias existentes al tiempo de su celebración, sobrevenida por causas ajenas a las partes y al riesgo asumido por la que es afectada, ésta tiene derecho a plantear extrajudicialmente, o pedir ante un juez, por acción o como excepción, la resolución total o parcial del contrato, o su adecuación. Igual regla se aplica al tercero a quien le han sido conferidos derechos, o asignadas obligaciones, resultantes del contrato; y al contrato aleatorio si la prestación se torna excesivamente onerosa por causas extrañas a su álea propia.”
A diferencia de otros momentos históricos, hoy en día, la génesis de la necesidad de hacer uso de esta herramienta es una pandemia mundial propia de una película apocalíptica; pero su causa directa es, justamente, la imposibilidad material de desarrollar actividades productivas para la mayor parte de la población a raíz de las –aun recientes– las medidas dispuestas por el Estado Nacional.

III. Requisitos de procedencia
La finalidad del presente artículo es proveer una primera aproximación al instituto de la imprevisión, desde una perspectiva práctica. En consecuencia, no ahondaremos en la temática de la causa fin del contrato, que ríos de tinta ha motivado( ).
Analizaremos, directamente, los requisitos de procedencia de esta herramienta jurídica, a fin de fundar por qué la consideramos aplicable en el presente contexto socio-económico, y los extremos que deberán acreditarse para poder emplearla.
La lectura del artículo 1091 CCCN permite evidenciar, que la lógica que subyace la solución legal es buscar que no sea solo una de las partes la que soporte la totalidad del riesgo del negocio, modificado drásticamente por circunstancias ajenas a ella, sino que ello se distribuya entre ambos contratantes. Debemos tener esto presente al momento de juzgar su aplicabilidad.
A continuación analizamos, de manera concisa, los requisitos de procedencia de esta figura:
i) Su ámbito de aplicación son los contratos conmutativos de ejecución diferida o permanente; y los contratos aleatorios únicamente si la prestación se torna excesivamente onerosa por causas extrañas a su propiaálea. Analizamos, separadamente, ambos supuestos:
a) Contratos conmutativos de ejecución diferida o permanente: A diferencia de su antecesor, el CCCN conceptualiza a los contratos conmutativos, en su art. 968. Estos, en contraposición a los aleatorios, son aquellos en los que las ventajas dadas y recibidas por las partes son ciertas al momento de celebrar el contrato. Al suscribir el contrato, las partes conocen perfectamente las prestaciones que asumen y las de su co-contratante, y las consecuentes ventajas o desventajas que el acuerdo implicará. La locación, compraventa y permuta son claros ejemplos de estos contratos.
Para tornar aplicable esta herramienta, el contrato debe ser de ejecución diferida en el tiempo o permanente. Es lógico: si no existe una obligación periódica o futura (por ejemplo en una compraventa inmediata que se hace efectiva en el momento), no habría posibilidad de que una circunstancia aleatoria sobreviniente torne desproporcionado el contrato.
Ahora bien, por la propia conceptualización de contrato conmutativo que efectúa el art. 968 CCCN, estos son esencialmente onerosos. Por lo tanto, contrario sensu, estarían excluidos del ámbito de aplicación de la imprevisión los contratos gratuitos. No encontramos fundamento suficiente para justificar tal solución.
Imaginemos el supuesto de un contrato de donación –esencialmente gratuito– sujeto a condición suspensiva. Nada impediría –y menos en nuestro país– que, a raíz de un drástico cambio en las condiciones macroeconómicas vigentes al momento de su celebración, la prestación a cargo del donante se vuelva excesivamente onerosa, por causas completamente ajenas a las partes.
No advertimos por qué razón debería privarse a la parte afectada de hacer uso de esta herramienta, y solicitar, cuanto menos, la readecuación del contrato a tenor de las nuevas circunstancias. En este orden de ideas, consideramos que, frente a tal supuesto, podría plantearse la inconstitucionalidad del art. 1091 CCCN, con basamento en el derecho a la igualdad (art. 16 CN).
De lege ferenda, entendemos que una futura reforma del cuerpo normativo debería prever la posibilidad de aplicar la imprevisión a contratos unilaterales. En ese caso, coincidimos con aquella doctrina que, con criterio, ha señalado que “Si se admite que procede la revisión judicial de un contrato unilateral, se debe determinar con qué parámetro se debe comparar la prestación que se ha hecho exorbitante. A diferencia de lo que acontece en un contrato bilateral, el desequilibrio exorbitante no se puede apreciar comparando la prestación que se ha hecho excesiva con la inexistente prestación correlativa. Por lo que, para apreciar la desproporción, se debe comparar el cumplimiento pendiente con la obligación originariamente contraída”( ).
b) Contratos aleatorios: Por otra parte, el in fine del art. 1091 CCCN establece que la imprevisión también resulta aplicable a los contratos aleatorios siempre que la prestación se torne excesivamente onerosa por causas extrañas a su propia álea.
Debemos recordar, que los contratos son aleatorios cuando las ventajas para una o ambas partes dependen de un acontecimiento futuro incierto. Lógicamente, para poder hacer uso de la imprevisión, la excesiva onerosidad debe provocarse por causas ajenas a su propia álea. Así, por ejemplo, en un contrato de seguro agrícola contra granizo, la compañía aseguradora no podría hacer uso de esta herramienta en caso de un temporal que destruye la cosecha, aun cuando fuera una circunstancia que no depende de las partes, porque es un (o más bien “él”) riesgo o álea propio del contrato.
Es que, en los contratos aleatorios, el riesgo constituye un elemento esencial del mismo, erigiéndose como la causa del contrato. De hecho, al suscribir un contrato aleatorio, las partes no se encuentran en condiciones de determinar cuál será -en definitiva– el real valor de la prestación a que se obligan, por cuanto ésta consiste, precisamente, en una contingencia incierta de ganancia o pérdida.( )
En esta lógica, el quid de la cuestión reside en establecer si el alea –elemento esencial de todo contrato aleatorio– está vinculado o no con la prestación que sufre el desquicie que genera la excesiva onerosidad sobreviniente. Así, por ejemplo, en un contrato de concesión o explotación minera –que podría estimarse como aleatorio con relación a la tecnología existente para extraer el mineral–, que se debe pagar a plazo en dólares en su equivalente en pesos, y por una circunstancia imprevisible ajena a las partes el peso nacional se devalúa en un 1000%, entendemos que si procedería la aplicación de la imprevisión( ). Ello, por cuanto la prestación que sufre la afectación sobreviniente es ajena al núcleo de aleatoriedad del contrato.
ii) La obligación a cargo de una de las partes se debe haber tornado excesivamente onerosa, a raíz de una alteración extraordinaria de las circunstancias existentes al tiempo de su celebración.
Este es el elemento esencial de la imprevisión: la excesiva onerosidad sobreviniente. Una o más prestaciones se han vuelto de muy difícil cumplimiento –en términos fácticos, jurídicos o económicos– para alguna de las partes, con motivo de una drástica modificación en las circunstancias vigentes al momento en que el contrato fue celebrado.
Se trata, justamente, del fundamento que subyace la teoría de la imprevisión, y lo que dispara la procedencia de la figura: la ruptura del sinalagma contractual. A raíz de una modificación de las circunstancias –económicas, jurídicas, sociales, etc.– que regían al tiempo en que las partes suscribieron el contrato, una o más prestaciones a cargo de una de ellas se ha vuelto excesivamente difícil de ser cumplida.
Un claro ejemplo, en estos tiempos que corren, es el pago del precio del alquiler en un contrato de locación de un local comercial o predio industrial, que para el locatario se ha vuelto abruptamente más difícil de abonar, producto de la imposibilidad material de desarrollar su actividad empresarial por una disposición legal –como el DNU 297/2020( )– sumada a la obligación de pago de salarios, impuestos y servicios.
Nos permitimos afirmar que acaece una excesiva onerosidad sobreviniente cuando, a raíz de un suceso externo a las partes del contrato, que modifica las circunstancias (económico-financieras, sociales o jurídicas) vigentes al momento de celebración del mismo, una o más prestaciones cargo de uno de los contratantes se vuelve drásticamente más gravosa o difícil de ser cumplida, tanto en términos económicos como fácticos.
Es justamente este desequilibrio sobreviniente lo que fundamenta el instituto, por cuanto se atenta contra la justicia conmutativa, al alterarse drásticamente las circunstancias en que las partes fundaron su decisión de contratar, que tornan inadmisible el mantenimiento inalterado de la palabra empeñada («pacta suntservanda«)( ).
La jurisprudencia tiene resuelto que: “Existe excesiva onerosidad, tanto cuando el valor de la cosa aumenta de manera exagerada, como cuando el poder adquisitivo del peso disminuye de manera notable; de manera tal que el mantenimiento de la obligación en los términos originarios implicaría la consumación de una flagrante injusticia”.( )
Yendo al tratamiento que el softlaw le ha dado a la figura, encontramos que los Principios UNIDROIT conceptualizan la expresión diciendo que «Hay «excesiva onerosidad» (hardship) cuando el equilibrio del contrato es alterado de modo fundamental por el acontecimiento de ciertos eventos, bien porque el costo de la prestación a cargo de una de las partes se ha incrementado, o porque el valor de la prestación que una parte recibe ha disminuido, y: (a) dichos eventos acontecen o llegan a ser conocidos por la parte en desventaja después de la celebración del contrato; (b) los eventos no pudieron ser razonablemente tenidos en cuenta por la parte en desventaja en el momento de celebrarse el contrato; (c) los eventos escapan al control de la parte en desventaja; y (d) el riesgo de tales eventos no fue asumido por la parte en desventaja».( ) Por su parte, los Principios de Derecho Europeo de los Contratos (PECL) tratan la temática, en su art. 6.111, al que remitimos por cuestiones de espacio.
Al momento de juzgar la mayor onerosidad de la prestación, esta debe ser entendida con criterio objetivo, excluyendo toda consideración de índole personal sobre las particulares circunstancias del deudor. Debe hacerse un juicio lineal entre la prestación existente al momento de celebración del acuerdo, con la vigente luego del acaecimiento del hecho extraordinario que provocó el desfasaje. Si el equilibrio existente al momento de la suscripción del negocio se ha desvirtuado drásticamente, procede la imprevisión.
La jurisprudencia nacional ha tenido un criterio muchas veces restrictivo, de extrema prudencia:“La teoría de la imprevisión no es un dispositivo para desligarse de los malos negocios sino un remedio heroico para impedir la grosera vulneración de la justicia. No se trata de volver el contrato a una absoluta equivalencia actual entre lo que se da y lo que se recibe. El juez no puede, pues no es eso lo que quiere la doctrina incorporada al código civil, hacer del contrato un nuevo contrato que se ajuste idealmente a los cánones de la justicia conmutativa; el sentido de equidad que está en la médula de la institución, se satisface suficientemente expurgando al acuerdo de la grosera desproporción entre las prestaciones que las circunstancias sobrevinientes han impuesto”.( )
Finalmente, es fundamental recalcar, que esta excesiva onerosidad no debe implicar la imposibilidad de cumplir con la prestación, por cuanto en tal caso estaríamos frente a un supuesto de caso fortuito. La principal diferencia que media entre ambos institutos, es que el casus exime de toda responsabilidad al deudor que se ve imposibilitado de cumplir su prestación; en cambio, la imprevisión tiene un efecto más “mesurado”, al permitir no solo la resolución sino –fundamentalmente– la readecuación del contrato. Entendemos, que en el contexto actual, el caso fortuito es plenamente aplicable, pero –buscando la conservación del contrato– entendemos que la figura de la imprevisión resulta incluso más útil y fructífera.
iii) La alteración debe ser consecuencia de un hecho extraordinario, sobreviniente a la celebración de contrato, ajeno a las partes y diferente del riesgo asumido por la parte afectada.
Finalmente, la norma establece los requisitos que debe reunir el hecho que dispara el desequilibro contractual, para tornar procedente la aplicación de la imprevisión, a saber:
a) En primer lugar, este debe ser extraordinario; es decir, un suceso anormal, fuera de lo común, algo insólito en comparación al curso habitual de las cosas, con entidad suficiente para provocar efectos nocivos que generan el desequilibro entre las prestaciones que surgen del negocio.
No debemos perder de vista, que el principio subyacente a este instituto legal es el de la buena fe contractual, consagrado en el art. 961 CCCN, que categóricamente establece: “Los contratos deben celebrarse, interpretarse y ejecutarse de buena fe. Obligan no sólo a lo que está formalmente expresado, sino a todas las consecuencias que puedan considerarse comprendidas en ellos, con los alcances en que razonablemente se habría obligado un contratante cuidadoso y previsor”. El in fine de la norma es más que elocuente para fundar la procedencia del presente instituto.
Uno de los puntos que ciertas controversias ha suscitado en la doctrina respecto al instituto bajo estudio, reside en determinar si es requisito o no la imprevisibilidad del suceso. Es que, a diferencia del anterior 1198 CC, que aludía a “acontecimientos extraordinarios e imprevisibles”, la redacción del actual 1091 CCCN ha eliminado tal requisito, o al menos no lo exige de manera expresa.
Coincidimos con Pizarro, cuando plantea que “El hecho generador de la alteración extraordinaria debe ser imprevisible pues de lo contrario integraría el riesgo asumido por la parte afectada al tiempo de contratar. En nuestra opinión, debe reunir todos los requisitos propios del casus, esto es imprevisible, extraordinario, inevitable, actual, sobreviniente al nacimiento de la obligación y ajeno a las partes”( ).
La jurisprudencia se ha expedido en idéntico sentido, señalando que «aunque el actual C.C.Com. 1091 no contenga expresamente el requisito de la imprevisibilidad, comparto la doctrina de los autores que proporciona una respuesta afirmativa a su necesidad, puesto que en caso contrario integraría el riesgo asumido por la parte afectada al contratar»( ).
En esta misma postura, Aparicio afirma que «está implícita la exigencia de que la alteración de las circunstancias, amén de ser extraordinaria, debe ser imprevisible, rasgo tradicionalmente característico del instituto»( ).
Por su parte, con un argumento interesante, Sánchez Herrero entiende que se trataría de nociones intercambiables: ‘la alteración extraordinaria es imprevisible y la alteración imprevisible es extraordinaria; la alteración ordinaria es previsible y la alteración previsible es ordinaria»( ). Agrega el autor que «Tanto si consideramos que la imprevisibilidad es un requisito del régimen de la imprevisión como si no, este régimen será aplicable a los mismos casos: las alteraciones que se descartarían por ser previsibles también serían descartables por no ser extraordinarias; las alteraciones que se incluirían por ser imprevisibles también se incluirían por ser extraordinarias». Desde su perspectiva, extraordinario e imprevisible «definen el mismo fenómeno desde ángulos diferentes: lo extraordinario se predica respecto del objeto en sí, mientras que lo imprevisible es imprevisible para alguien, para un sujeto cognoscente».( )
En base a estos argumentos, consideramos que la imprevisibilidad –que sustenta la denominación de la teoría( )– está implícita en el concepto de “extraordinario” –en la acepción a la que alude el CCCN–. Es por ello que el codificador la ha omitido, y no por pretender un cambio en el régimen del instituto.
En consecuencia, para ser extraordinario, el hecho que provoca el desequilibrio no debe haber podido ser previsto“por un contratante cuidadoso y previsor”( ). Esta imprevisibilidad debe juzgarse tanto en sentido objetivo –para el contratante promedio–, como subjetivo –de acuerdo a las particulares circunstancias (personales, de tiempo y de lugar) del contratante, sobre todo si se trata de un experto que desarrolla una actividad profesional–.
Debe siempre estarse al contexto y las circunstancias que rodearon la celebración del contrato, por cuanto serán estas –y no pautas abstractas– las que se contrastarán y compararán con la nueva situación que alega el afectado para hacer uso de la imprevisión, para juzgar si efectivamente estas han variado drásticamente a raíz de un hecho anormal.
Así, por ejemplo, en un país acostumbrado a tener una inflación anual de un 2 o 3%, un proceso inflacionario galopante (20% o 30%), podría considerarse un hecho “extraordinario” que motive la aplicación de esta teoría. En cambio, en nuestro país, azotado por inflaciones galopantes durante todos los años de las últimas dos décadas (o más), el hecho de tener una inflación elevadísima, de un 40% o 50% anual, nunca podría ser considerado un hecho extraordinario.
En este sentido, la jurisprudencia ha dicho que «no puede fundarse la resolución del contrato en la circunstancia de la desvalorización monetaria, dado que dicho hecho –en épocas de constante y progresivo proceso inflacionario– no reviste el carácter de extraordinario e imprevisible que hace procedente la aplicación de la teoría de la imprevisión».( )
Con un criterio más contundente incluso, la Cámara Nacional Civil Sala F supo afirmar que “cuando se celebra un contrato de duración prolongada en época de inflación las partes pueden y deben prever las repercusiones que sobre sus obligaciones tendrá la inflación, por lo que no se admite que invoquen la teoría de la imprevisión para desligarse de sus obligaciones”.( )
Ahora bien, es importante recalcar, que tampoco se exige que el suceso se trate de un supuesto inconcebible o inaudito, por cuanto, de ser así, se estaría restringiendo excesivamente la aplicación de la figura. En efecto, y más aún en nuestro país, nadie catalogaría como inaudita una devaluación anual del 100% de nuestra moneda en relación al dólar americano –porque ya ha ocurrido–; pero ello no deja de ser un suceso económico extraordinario. Se trata de dos términos que si bien tienden a describir una misma cualidad, tienen diferencias de grados de imprevisibilidad.
Aplicando esta misma línea de razonamiento, un reciente fallo de la Cámara Nacional de Apelaciones, frente a un contrato de locación en dólares cuyo valor de cambio se había disparado de $18,4 a $40 en nueve meses, hizo lugar a una medida cautelar innovativa y resolvió a fijar provisionalmente el precio del canon locativo a un tipo de cambio de $35 por dólar( ).
El Tribunal afirmó que: “Tal como se reconoció en el grado, la devaluación de nuestra moneda nacional en relación con el dólar estadounidense desde la abrupta suba acaecida en septiembre del año pasado, no puede ser ignorada dada su categoría de hecho notorio […] Así las cosas, en el escenario propuesto por el propio Estado en las Leyes Presupuestarias para los años 2017 y 2018( ), queda prima facie demostrado que el incremento de la cotización de la moneda extranjera estadounidense en relación a nuestro peso superó las expectativas que una persona con diligencia razonable habría tenido al momento de contratar. Y es lógica la inferencia de su impacto en el incremento de la prestación a cargo de la locataria; todo lo que podría configurar la situación de excesiva onerosidad a la que alude el art. 1091 CCYCN”.
Los tres restantes caracteres que debe reunir el acontecimiento que genera es desfasaje de prestaciones no presentan mayores complejidades:
b) A más de extraordinario, el inciso establece que debe ser sobreviniente, es decir, posterior a la celebración del contrato. Va de suyo que si lo que se busca es proteger el sinalagma contractual, que se ha visto desvirtuado por un hecho insólito, este debe hacer acontecido luego de que las partes suscribieran el negocio. De lo contrario, no había desequilibrio o imprevisibilidad alguna que de lugar al instituto.
Pueden darse supuestos de hechos que, al momento de celebración del contrato, no habían adquirido la dimensión que alcanzaron luego de suscripto el mismo. Así, por ejemplo, yendo al caso que motiva este artículo, si el contrato se suscribió a principios de febrero, la primigenia existencia del COVID-19 en China no podría ser utilizada por el accionado como argumento para afirmar que el acontecimiento extraordinario (pandemia) no es sobreviniente por existir al momento de la firma del acuerdo. La vara para juzgar debe ser no sólo la buena fe contractual sino la previsibilidad racional objetiva. En efecto, nada hacía suponer –o al menos no para el contratante promedio– que un virus originado a miles de kilómetros en Asia tendría, tan solo semanas después, la trascendencia que tiene hoy en día en nuestro país.
c) A su vez, se exig

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