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La culpa, andarivel previo de la responsabilidad

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Sumario: 1. Los presupuestos de la responsabilidad civil. 2. La culpa, base histórica de la teoría general. 3. La culpa desde la óptica institucional. 4. El sentido de la decadencia de la cultura. 5. La denigración de la esencia del ciudadano. 6. La responsabilidad de los padres en el umbral del desastre. 7. Algunas conclusiones.
1. Los presupuestos de la responsabilidad civil
Quienes transitamos los específicos caminos de la responsabilidad civil, tal como la aprendimos, la estudiamos y la enseñamos, vamos tomando conciencia de su inutilidad, si es que pretendemos que el Derecho, como norma de conducta de los habitantes, sea un cartabón estricto que merezca y quiera ser respetado por todos los componentes de la sociedad. Por ‘todos’ porque, de lo contrario, habrá permanentes desconformes, ausentes institucionales de un conglomerado que se desgaja en dolorosas minorías que no aciertan a ubicarse en su adecuado cauce y, aun, en individualidades que a nadie ni a nada representan como no sea el desprecio más profundo de la dignidad humana. No sólo atentan contra la unidad del conjunto sino que muestran, poco a poco, la más deshumanizada conducta antisocial. Su perversidad linda con la ferocidad animal, salvo que ésta no aniquila sin utilidad. Tengo necesidad de suponer que este estado de cosas no ocurre por generación espontánea; que algo, alguien, todos nosotros seguramente y con grados distintos de militancia, vamos dando razón de ser a estos desmanes. El hombre se deshumaniza; es más, se vuelve increíblemente brutal, innecesariamente cruel y estúpidamente ‘irresponsable’. Sabido es que los dementes no tienen ‘conducta’, desde que carecen de discernimiento, intención y libertad (art.921, CC). ¿Y qué diferencia hay entre ellos y los que, estos últimos trágicos tiempos, han asolado recónditos rincones de la Patria? Un joven que atenta contra sus compañeros; un par de jóvenes delincuentes, luego de asaltarla y sin provecho para la ejecución de su acto, asesina por la espalda a una también joven maestra que, por añadidura de incredulidad y repugnancia, prestaba generosos servicios en una comunidad en gran medida careciente. Dos asesinatos sin razón y sin sentido que hacen punta, se verá, ya que el proceso no sólo no termina allí sino que recién empieza. En los albores de la vida, alumnos de ambos sexos de sexto y séptimo grado de una escuela de Tucumán juegan tentando a la muerte, disfrutando con la asfixia que sus compañeros le provocan (La Nación, ed. del 4/11/04). En una escuela de Córdoba, una jovencita le corta la cara con una trincheta a una compañera sólo porque es rubia y bonita.
Todos sabemos que la acción humana es, apenas, el punto de partida de la responsabilidad; ya no importa si es ‘acción’, con los contenidos del art. 921, CC, citado, o el simple hecho (art.898, CC); importa el sentimiento que anima en la imputación individual; ni siquiera la ilicitud o antijuridicidad de la conducta (art. 1066, CC) que en el régimen de la teoría general debe ser interpretado en conjunción con el principio general (art.1109, CC). Es cierto que sin ilicitud no habrá responsabilidad; así lo manda la fuerza jurígena del ordenamiento desde la cúspide –o meseta– constitucional (art.19, CN; art.910, CC); pero lo evidente es que en el sistema del Código, la ‘ilicitud’ es violación de una norma formal o material. Pero aquí hemos violentado todas las fronteras; lo irracional se convierte de a poco, a fuerza de repetición, en natural y corriente; con la fuerza del agua sobre las piedras, lo antinatural se expande con pretensiones de regularidad y sensación de normalidad. El ser social, sobre todo en la ciudad cosmopolita, festeja la anormalidad y, mofándose o no de ella, la catapulta hacia el altar de la fama y, por lo tanto, la adora, la considera, depende de ella como noticia diaria; la consume de tal modo que se hace carne, de a poco, de tanto nutrirse de su inmundicia. Y junto con los desbordes de ‘modernidad’ plantea primero y acepta luego, de a poco, los desbordes de toda clase: promiscuidad, drogas, alcohol desmedido, cultura de lo material, exitismo en los más utilitarios y pragmáticos; abandono en definitiva de las ancestrales raíces que imponían el respeto a la ley, porque antes de eso habían mamado en el pecho materno el respeto a los padres, a los abuelos, a los mayores; el respeto a la palabra empeñada; el respeto a la escuela y a sus preceptores y maestros. Y cuando todo esto queda sepultado en el olvido, ¿cómo hacer para que el habitante comprenda el concepto de culpa? Y, además, ¿para qué puede servir si se hace evidente que el respeto a la ley produce indefensión y debilidad?
Hace rato que la patria argentina no genera ídolos ni menos, líderes. Los hay, sí, ¡con pies de barro! Me he acostumbrado a que el presidente de mi país, ‘mi’ presidente, sea considerado un ladrón por gran parte del conglomerado social; de los últimos que el Pueblo recuerda, con amor o con odio, pero la preocupante mayoría con indiferencia, tiene la convicción de que han sido deshonestos… ¡y no le importa!
¿Cómo predicar, entonces, que la culpa es un presupuesto del deber de reparar las consecuencias dañosas de los actos ilícitos? ¿Cómo hacerlo, si ha perdido su otrora contenido moral?
En rigor, en derecho civil la culpa es ausencia del deber de previsión con arreglo a la naturaleza de la obligación y con relación a las circunstancias de las personas, del tiempo y del lugar (arts.512 y 902, CC). Pero aquí estoy tratando de profundizar sobre otra cosa; la culpa que aquí quiero desentrañar es un sentimiento institucional de fatiga moral, que aplana todos los esfuerzos, que ahoga todos los espíritus; que acalla todas las voces de sana protesta. Es el vigor del grito ciudadano, aquel que quería saber ‘de qué se trata’, que se frustra a cada fallo de su Corte de Justicia, a cada acto perverso del soberano de turno. Es la desintegración del espíritu ciudadano que genera la argamasa que en lugar de unir, destruye, dispersa, contamina; de a poco, el habitante se vuelve prescindente, porque grita su verdad y nadie escucha. Encerrados como estamos en las defensas de nuestros propios privilegios, el grito ajeno es estridente y torpe a nuestros oídos. Nos hemos vuelto sordos. Y no nos damos cuenta de que se nos observa con crítica conveniencia desde abajo, por los más chiquitos, que de a poco pinzan nuestros límites y van ganando terreno en sus demasías. No somos capaces de poner límites porque no creemos en ellos; hemos perdido la fe en nuestras fuerzas y toda esperanza en la crítica racional; hemos perdido la fe y el temor de Dios y ya casi todo nos da igual.

2. La culpa, base histórica de la teoría general
En el derecho romano clásico, en la época de la ley Aquilia (284 de nuestra era), no existía una concepción ética o metafísica de la culpa; si se quiere, estaba ínsita en las figuras predeterminadas allí previstas, todas las cuales hacían referencia a daños causados a cuadrúpedos que pastaban en manada o a esclavos, cuya pérdida era indemnizada de modo tasado, con el mayor valor que la cosa –o el esclavo– había tenido en el último año; la indemnización podía multiplicarse si el demandado resistía el reclamo y era vencido en juicio. No había, pues, una teoría sobre la culpa como no la había sobre ‘el contrato’; se regulaban allí aquellos supuestos de daños particulares con soluciones prácticas particulares, y del mismo modo práctico el pretor derivó otros supuestos asimilados a los delitos, naciendo los cuasidelitos; la inexistente teoría del contrato no impidió la descripción y regulación de ‘los contratos’; y esto tuvo tal influencia que la responsabilidad civil se elabora a partir de obligaciones no nacidas de contratos, aunque los códigos en general, como el Código Civil argentino en particular, regulan las consecuencias que derivan del incumplimiento de determinados contratos. La culpa se introduce en el derecho como una aportación de la Patrística; se desarrolla en la época de Justiniano –el jurista de la Cristiandad– y está fuertemente imbuida de la idea de pecado. Introducida en el CC francés, principalmente a través de los trabajos de Domat, se convierte en el fundamento del deber de reparar: “Todo el que por su culpa o negligencia ocasiona un daño a otro está obligado a reparar el perjuicio” (art.1382, Code, art.1109, CC argentino). No tengo dudas al afirmar que en la fórmula allí contenida, el derecho francés entiende claramente que esa ‘culpa’ (la faute) contiene la convicción de que el acto así cometido es ilícito; porque esa contradicción con el derecho le viene, con fuerza, desde la fuente romana en donde la iniuria calificaba el hecho. Jorge Bustamante Alsina lo clarifica diciendo que la faute, en la terminología de Domat, implicaba el acto ilícito culposo. Para nosotros, y me apego en esto a las reglas del sistema como bien ha indicado Luis Moisset de Espanés, la culpa no basta para endilgar a alguien, a ‘todo el que comete’ un daño, el deber de reparar; es menester que el acto sea ilícito, contrario a una ley formal o material (art.1066, CC); y, además, que se encuentre en relación causal adecuada con la conducta desplegada. Y aquí, la terrible concepción de la ausencia de un sentido institucional de culpa trepida sobre el sistema, lo cuestiona y pone patas arriba. La idea del pecado ha desaparecido, casi, en la idiosincrasia más pragmática que atea, que campea en la sociedad, especialmente, insisto, en la cosmopolita. Pero también ha desaparecido la idea de la antijuridicidad porque se acaba de decir que una ley, que es la emanación de la voluntad del Estado ordenada al bien común, según la vieja definición clásica, era un mito; no quería decir nada de lo que ella establecía. Y el habitante, en su estupor, que ya no creía en los cartabones de la culpa como reproche de su conducta, es derribado y arrastrado por la incredulidad sobre la vigencia de la institución de la ‘ley’. El mandato social se vuelve ubicuo y, por tanto, oportunista e inútil; quien lo respeta, aun por interés, se convierte en un imbécil dócil de una voluntad ajena mentirosa y comprometida con cualquier cosa, que no es el bien común. Se degrada, al unísono, el sentido de autoridad que es de quien emana la ley. Sin autoridad y sin ley, que debe ser norma de conducta reglada para la normalidad y el orden en la convivencia social, sólo hay sufrimiento y anarquía. Al estupor inicial, sigue el pavor que anticipa toda clase de penuria; las relaciones humanas terminarán de relajarse a un punto inaudito de nuestra historia y el quiebre total de las instituciones republicanas estará a la vista. Adviértase que no hay líderes que aseguren alguna forma de cohesión moral; ya nadie cree en la oración cívica que hacía suponer que con la democracia se abría una nueva esperanza de vida luego de años de desencuentros y tropelías; hasta la vieja bandera ondea impávida y sin respeto en las plazas y edificios públicos. Sin el sentido moral que infunde autoridad de reproche a la culpa y sin respeto de la ley, el habitante vocifera en defensa de sus propios privilegios y se agrupa, como las vacas o los cerdos, alrededor de quien canta sus loas.

3. La culpa desde la óptica institucional
Institucional en el sentido que señala la profesora Lidia Fernández, destacada institucionalista, esto es, como ‘regulación del comportamiento de los individuos dentro de los márgenes permitidos por el grupo social al cual esos individuos pertenecen’; ella apunta a la existencia de formaciones culturales que aportan a la regulación del comportamiento de los individuos y que son “un conjunto de ideas que están regulando nuestro comportamiento” (sic), que nace de un cúmulo de creencias, de mitos, de convicciones y relatos que se desarrollan a través del tiempo y dan, como fruto, ese modo de pensar, esa característica de la ‘institución’. Tal como he desarrollado, el significado de la culpa en los viejos códigos que hasta hoy impregnaron la conducta social de un reproche, fundamentalmente moral, pero también normativo y, por tanto, imperativo y claro, constituye la ‘institución’ a cuyo socaire se juzga el comportamiento humano dañoso; en palabras de la profesora citada, “en esa difícil relación que el hombre tiene y ha tenido con la naturaleza, y también con el orden social creado con la interacción misma, se van conformando los marcos reguladores del comportamiento humano. Marcos que son externos al bebé humano cuando el bebé humano nace, pero que paulatinamente se van convirtiendo en marcos internos de regulación” (conferencia del 28/11/00, “El análisis institucional: objeto, proceso, abordajes metodológicos”; inédita).
¿Y qué ocurre -me pregunto- cuando esa convicción general desaparece? La respuesta está en la crónica diaria, donde la crisis no es de crecimiento y transformación, sino de degradación y anarquía. La pauta de comportamiento, aquilatada por siglos en el crisol del tiempo, estalla en múltiples individualismos disolventes. La institución pierde su sentido demarcatorio y orientador y cada uno, en la anarquía de la supervivencia, consolida ‘puntos de certeza’ (expresión de la autora) que se toman como cartabones internos y externos; los primeros se sustituyen por los ya inútiles viejos conceptos recibidos, y los segundos se nutren de la compañía de los que sufren las mismas influencias, las mismas necesidades, los mismos daños; la reacción se irá produciendo en cadena; cortas o largas, con mayor claridad y precisión de ideas e intenciones, comenzarán a dibujar nuevas normas ya que las anteriores son despreciadas por la propia autoridad, que las dictó y que las aplica. Y aquella interrelación que existía entre lo interno y lo externo se quiebra cuando el sujeto advierte la inutilidad de la institución tal como la había recibido, tal como la practicaba y tal como le había sido impuesta.
Seguramente si los juristas han alcanzado a comprender la existencia del problema, ya los sociólogos se habrán ocupado de él y los psicólogos estarán desentrañando razones de este nuevo comportamiento social, y, sin ser especialista, me parece entender la cuestión y encontrar fundadas las palabras de la profesora citada cuando dice: “No busquemos las explicaciones en los individuos; busquemos las explicaciones en las dimensiones sociales, que en todo caso están componiendo o haciendo que estos individuos se comporten como actores institucionales, como actores sociales” (sic). Acostumbrado a juzgar de la bondad de la ley y de lo acertado o no en su aplicación al caso, no creo cometer –cuando menos conscientemente– el error común que ella indica: buscar los culpables, ‘imputados’, de lo bueno o de lo malo, a nivel individual. Por el contrario y como creo surge de lo antes expuesto, el desajuste es estructural; la desorientación individual es consecuencia de esa falla del sistema político e institucional que nos aflige desde hace décadas; y aunque las crisis han existido siempre, pareciera que ahora como nunca es tan profunda. No recuerdo que la generalidad de los jueces inferiores se hubiera levantado contra una decisión puntual de la CSJN, sosteniendo los primeros un derecho garantizado en la Constitución como fundamental; no sé cuántos se habrían levantado contra la Corte de 1930 pero, en todo caso, es un estudio histórico que quedará pendiente para otra ocasión. En las simas más oscuras del entramado institucional se tejen las conductas que producen estos desmadres que erosionan, en los hechos externos, los anclajes internos. Y en todos los ámbitos las conductas expuestas conmueven el deber ser que corresponde a la esencia de las cosas; a lo que debe acontecer ‘según el orden natural y ordinario de las cosas’ (art.512, CC). Es notable que determinados actos del Parlamento, que juzgo aberrantes –como la inusitada delegación de facultades–, no encuentre oposición en la ‘oposición’. Sabido es que la utopía de los ideales democráticos se ahoga en los oscuros cauces del poder, y que ‘los políticos mienten’ ya no asombra a nadie. Ricardo Maliandi, recordando los consejos platónicos acerca de la justificación de la mentira en los políticos, pero para sostener en ella la obediencia a la ley por su bondad, recuerda que es común en ellos, y en estos tiempos, esta tendencia. Dice el autor que “no las mentiras como tales, sino el exceso de mentiras, quizás represente, al cabo, el paradójico beneficio público de que cada vez los políticos engañen menos a la gente” (Argumentaciones políticas y licencia para mentir, en “¿Es peligroso argumentar?”, de Alberto Damiani y Ricardo Maliandi, p.75). Y en una paradoja similar encuentro que la culpa, como la había aprendido, estudiado y enseñado viene a transformarse en la antítesis de la responsabilidad. Sin tomarlo a la tremenda, permitiría sustentar, por ejemplo, la necesidad de que determinados actos humanos sean analizados desde una óptica objetiva y sujetos a una relación de causalidad estricta, lo que evitaría complicaciones a la hora de tener que probar la falta de previsión y de adopción de la diligencia exigida a la naturaleza de la obligación, cuando se trate de imputar el hecho a su autor en procura de la reparación del daño que ha irrogado. Ese modo de imputar el hecho dañoso, sometido a la regla de la causalidad adecuada y, en particular, a la causalidad jurídica (hecho y previsión normativa), daría solución rápida y de extensión patrimonial limitada a numerosos daños que acaecen en la sociedad, como los que derivan de la circulación automotriz, o por productos elaborados, que se asientan en ese sistema.
Es verdad, como apunta también la profesora citada, que la realidad que se observa queda impregnada de la propia visión del observador y en alguna medida la modifica. Ocurre a diario con el relato de los acontecimientos por la prensa: un mismo hecho es puesto en claves distintas, y aunque no se modifiquen las notas, aunque se informe con objetividad, la armonía suena diferente; es verdad que la prensa estereotipa la noticia y la difunde modificada; algunas veces porque lucra con la noticia, otras porque encubre alguna relación de poder; en todo caso, porque el análisis de los acontecimientos “nos enfrenta con la realidad de la complejidad del suceder, y con esta enorme complejidad que es la pertenencia o involucración del que analiza” (sic). Seguramente no he de resolver aquí y ahora el enigma de por qué la culpa ha dejado de ser el cartabón de antaño; pero tal vez pueda alertar y servir para otros análisis, a partir de algunas constataciones que aporta, con sus deficiencias, la crónica diaria; y a partir del convencimiento, que me ratifica la opinión de la profesora citada, de que debo buscar dentro de mi propia esencia los nuevos –o viejos– anclajes de certeza. Y aunque discierna que los confirmo y porque creo en ellos, no dejo de advertir la extensa gama en que discurren mis ligerezas e imperfecciones, mi saber de las cosas, mi entereza y mis propios privilegios. De lo que creo estar seguro es que los hechos están y hablan por sí solos; lo que extraigamos de ellos es, también, cuestión que a todos atañe. Y bueno es advertir, como dice Maliandi, que “quizás las mentiras políticas sean inevitables; lo que puede –y debe– cuestionarse es que sean provechosas” (op. cit., p.67).

4. El sentido de la decadencia de la cultura
Me seduce, porque así lo siento, una afirmación del maestro francés Philippe Le Tourneau: “En el Occidente ‘desencantado’, el derecho tiende a devenir como un sucedáneo de las religiones y de las ideologías” (La responsabilité civile, Prenses Universitaires de France, París, 2003, p.10). Es que la culpa, como concepción jurídica, tenía una profunda connotación de humanismo; sólo podía –puede– haber una ‘falta’ en la actuación cuando media discernimiento, intención y libertad; como dice Le Tourneau, el hombre es responsable en tanto consciente y libre. El derecho, así concebido, implica una visión objetiva del derecho, en donde se tiene como fin la justicia y la salvaguarda de aquellos principios esenciales; él impone una elección y dicta una actitud; no actúa sobre la libertad, sino sobre la conducta y así, “l’homme responsable s’efforce d’eviter de commettre des fautes” (op. cit., p.10); un Estado vivo deja a los individuos hacer libremente, con el mínimo de reglas y de controles. Por ello es tan importante la noción institucional, cultural, de la culpa como anclaje interno para que el sujeto acompañe sus acciones envuelto, consustanciado, direccionado por su concepto; en ausencia de un sentimiento firme religioso o moral, una concepción institucional de la culpa derivada de la libertad, reconduce a los comportamientos aprendidos desde la niñez donde los anclajes internos, las convicciones arraigadas, dominen las violencias inusitadas; y, a un tiempo, permita al individuo levantar su voz crítica ante el avance estatal, para que se ajusten las conductas funcionales al bien común y al sentido y alcance de los derechos fundamentales. Un proceso cultural de tal naturaleza es el que se ha desarrollado a lo largo de los tiempos; como dice Le Tourneau, la responsabilidad por culpa, pero regulada normativamente, “es un medio eficaz para frenar los excesos de liberalismo”. Todavía más, la utilidad de la culpa, a juicio del autor, vierte sus efectos a través de la responsabilidad civil para regular, por decisión del legislador, la vida económica, y cita el Código de Comercio en tanto prohíbe la explotación abusiva de una posición dominante o un estado de dependencia económica y también las prácticas ilícitas de la concurrencia desleal. Qué es, dice, una explotación abusiva sino una faute, una culpa (op.cit., p.16).
De todo ello se sigue, necesariamente, que el abandono de esta concepción como regla de comportamiento social, que no excluye supuestos especiales en que determinadas acciones nocivas deban apreciarse por cartabones objetivos, debe recomponerse; la relación intersubjetiva, la recíproca e insustituible interdependencia social, requiere abastecer a las conductas debidas de un fuerte contenido directivo, con tanta fuerza moral como normativa pero que arraigue en la cultura como consideración de los individuos en la condición, inalienable, de su dignidad. La recomposición de esos ámbitos rectores internos debe ser reabordada de inmediato; el sentido de la responsabilidad como expresión de la libertad debe enseñorearse de nuevo, particularmente en épocas de crisis profundas, como modo de asegurar el trabajo pacífico y fecundo del hombre en sociedad.

5. La denigración de la esencia del ciudadano
El principio de los medios insuficientes que atenacea al liberalismo en su íntima esencia, pone la cuestión de los derechos del ciudadano entre paréntesis; están en la Carta de derechos y, a veces, en la intención de los gobiernos; pero no se concretan. No se ‘pueden’ concretar; las ideologías anteponen otros fines para ser satisfechos prioritariamente. Las impagables deudas públicas que merced al cipayismo, de dentro y de fuera, alimenta la voracidad de los gobiernos, incide pesadamente en la carga de culpas que arrastra, sin intención ni decisión alguna, el habitante. Por más que se firmen instrumentos internacionales y se les acuerde, como en el caso argentino (art.75, inc.22, CN) jerarquía constitucional, los medios escasos determinan, condicionan y, a menudo, justifican su insatisfacción. El derecho que nos rige, sustentado en el humanismo e individualismo producto de la Ilustración, a la que suele achacarse no haber sido ilustrada todo lo necesario, cabecea su insomnio o su vigilia en la letra inaplicable de las Cartas de derechos. Los pueblos arrastran sus miserias y los gobiernos se suceden con promesas incumplidas, una y otra y otra vez; para decir lo que todo el mundo sabe, el poder ha convertido al ciudadano en un mendigo. Ya no vierte, orgulloso, su reclamo en la proclama del derecho de petición; ahora pide y pide, atosigando a los representantes en el diario pechazo de sus necesidades insatisfechas; todavía algunos, los menos y más pudientes, sustentan sus reclamos en el derecho a la propiedad vulnerada o perdida y en tanto redoblan sus parches en la protesta frente al Palacio de Justicia, al mismo tiempo la noticia periodística avisa que los bancos quieren otro fallo pesificador porque el dictado no les alcanza (Ámbito Financiero, ed. del 5/11/04, p.4). Ciertos planes sociales forman parte del clientelismo político y restan en la oferta laboral. Seguramente el gobierno confortará esas alicaídas voluntades ciudadanas con un ágape fuera de programa, para aliviar los reclamos (un aguinaldo completo, por ejemplo). En modo alguno aconsejo la violencia del reclamo social, aunque postulo, con fuerza, la dignidad del habitante frente a los débitos del Estado; pero es muy obvio que junto con la pérdida de la noción ancestral de la culpa, el habitante ha perdido también la hidalguía del ciudadano; hoy mendiga por sus derechos y en algún derrape de su marcha penosa, si puede escamotear algo en su provecho lo hace, pero ya sin dignidad. Y todo esto, a mi humilde ver, desde una visión de escasa estatura del Derecho, es cuestión de las instituciones; el punto de partida del nuevo renacer no podrá ser dado en la familia, destartalada como está por las necesidades, preocupada y atosigada por el consumo imposible, la violencia y la basura que se introduce en el hogar socavándolo todo, porque en las paredes y techos de chapa, madera y papel, se yergue desafiante la antena de TV. El estamento que le sigue es la escuela; ¿y quiénes son los que a ellas van, sino para satisfacer el fin primordial de la subsistencia? Las que atienden con regularidad a sus fines propios nada tienen que construir de nuevo, sino seguir sus propios programas, con otras, tal vez, más elevadas miras, pero dentro del camino que han trazado; aunque siempre habrá algo que mejorar y profundizar. A ellas normalmente no concurren quienes incuban todo el odio, resentimiento, frustración que multiplican en su dolor el peso de lo sufrido por sus padres. La violencia que producen es fruto, seguramente, de nuestros privilegios; la enorme diferencia que atenacea en sus entrañas los lleva, impensadamente, a comportarse como bestias y en ausencia de una labor de prevención y contención adecuadas son conminados al lugar propio de aquellas, sin advertir que nosotros mismos hemos torcido el sentido moral de nuestras acciones e intenciones. Miro hacia adentro, sobre mis propios anclajes, como indica la profesora citada, y en ese espejo reflejo lo malo y lo bueno, síntesis de ser humano, en el que estas palabras reproducen su desencanto por lo que sucede, y su impotencia por permitirlo.

6. La responsabilidad de los padres en el umbral del desastre
En 1968, la ley 17711 modificó algunas disposiciones del Código Civil intentando actualizar sus cien años de vigencia, pero no produjo modificaciones respecto de la responsabilidad de los padres por los hechos de sus hijos, que estaba regulada en el art. 1114 y que atrapaba los daños causados por los hijos menores que estén en su poder y habiten con ellos; como dice la nota, era una aplicación del principio contenido en el art. anterior (art.1113, CC), que se refiere a la responsabilidad del principal por los daños causados ‘por los que están bajo su dependencia’; el art.1116, que no ha sido modificado, establece que los padres no responden de los daños causados por sus hijos “si probaren que les ha sido imposible impedirlos”, exigiendo una vigilancia activa sobre los hijos. El art.1117, CC, preveía que los directores de colegios y maestros artesanos debían responder de los daños causados por sus alumnos o aprendices, mayores de 10 años, y los exoneraba si probaban que no habían podido impedir el daño con la autoridad de que gozaban y con el cuidado que era del caso poner. La ley 24830, sancionada el 11/6/97, modificó los arts.1114 y 1117, CC, estableciendo la responsabilidad solidaria del padre y de la madre y, en el caso de que no convivan, estableció la responsabilidad de quien ejerce la tenencia, salvo que el acto dañoso hubiere sido cometido estando el menor al cuidado del otro progenitor. El art.1117, CC, hizo responsables a los propietarios de los establecimientos educativos, privados o estatales, por los daños causados por los alumnos menores mientras se hallen bajo el control de la autoridad educativa; los exonera el caso fortuito y la ley les impone la obligación de tomar un seguro. Este régimen no se aplica a los establecimientos de nivel terciario o universitario.
Suelen recordarse los graves disturbios producidos por estudiantes de un afamado colegio de Buenos Aires, con ocasión de la vuelta olímpica de una promoción de egresados. Pareciera que desde hace un tiempo, las promociones que egresan festejan de un distinto modo la finalización de sus estudios secundarios; en esas fiestas, las libaciones alcohólicas facilitan toda clase de desbordes sexuales y, a menudo, lo que debe ser motivo de recuerdo y alegría se trueca en desgracia y deshonor; la edición de La Nación del 7/11/04 (p. 32), bajo el título “Las fiestas de egresados, fuera de control”, relata sucesos vividos por los estudiantes y los desbordes provocados. Y esto suele producirse en poblaciones de un moderado nivel económico. ¿Cuál es la razón de estos desbordes?
Lejos de ser especialista en temas sociales y de psicología social, me parecen atinadas las reflexiones que un distinguido médico, que ejerció la psiquiatría durante muchos años hasta su jubilación, hace respecto de las conductas desviadas. En primer lugar, comparto su apreciación acerca de la frustración del hombre moderno respecto de los avances en el campo científico y que hoy busca las claves de su felicidad en sí mismo; “el grave problema que ha de resolver el hombre de nuestros días –escribe– es el de acompasar su ritmo tecnológico con su progreso ético” (Santiago H. Valdés, Psicología Social, Colec. Cs. Sociales, Prolam, Bs. As., 1979, p.223). Hablando de ‘anomia’, recordando que el término fue introducido por Emile Durkheim en la literatura sociológica y que etimológicamente significa ‘falta de normas’, explica que “cuando una sociedad está trastornada por alguna crisis, no puede cumplir con su función reguladora. Se producen bruscos desplazamientos, los individuos tienen que cambiar sus aspiraciones de vida. Como las relaciones entre las distintas partes de la sociedad se modifican, las ideas tienen que modificarse necesariamente. Las reglas tradicionales pierden su vigencia, y en la medida en que no son reemplazadas por nuevas ideas se produce la anomia” (op. cit., p.226); ésta es el “resultado de cierto desajuste en la estructura socio–cultural, donde los valores tradicionales caducan y no hay nuevos valores y normas que puedan reemplazarlos”. En fin, viene a ser la traducción a esfera individual de lo que a nivel social representa la anarquía. Y ese grupo de individuos, que han asimilado aquellos anclajes internos a que me he referido antes, encuentran ahora que los caminos institucionales accesibles para ellos no producen éxito ni les confiere satisfacción alguna; su exclusión se hace evidente.
Desde el campo del derecho advierto que se avecinan hechos que conmocionan a la sociedad, que van a marcar la necesidad de nuevas normas reguladoras para suplantar a las que ya se muestran ineficaces; las primeras están en discusión en el Parlamento y apuntan a reducir la edad de imputabilidad de los menores, sin que se advierta correlativamente una mayor inversión del Estado en el desarrollo de la cultura; pareciera que se centra la acción sobre los efectos, los individuos, y no sobre las causas. En tanto, subsiste la regulación legal que pone a los padres en la grave situación de tener que responder por los daños producidos por sus hijos menores, y es bueno que así sea; por ahora, esa responsabilidad es patrimonial y aconsejable en tanto no implique la omisión del deber de vigilancia y control que los padres deben ejercer, con activa eficacia, en la educación y guarda de los hijos. En un futuro no muy lejano, se les impondrá sanciones de otro tipo cuando se advierta que los hechos no se reducen; en tales casos, la responsabilidad que se predica como principio general sólo por el hecho propio sufrirá una nueva excepción. Y tal vez, sea también bueno que así ocurra.

7. Algunas conclusion

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