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La Carta Magna como sustento del Poder Judicial

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SUMARIO: I. Introducción. II. La aplicación de la ley y la construcción del orden social. III. El derecho no es para sí mismo sino para la convivencia social. IV. La misión del hombre de derecho. V. El Poder Judicial en la sociedad I. Introducción
En estos últimos tiempos los argentinos hemos asistido a un debate sobre la labor del Poder Judicial y la necesidad de democratizarlo.
El cruce de opiniones entre autoridades gubernamentales y dirigentes políticos debe encuadrarse en la Constitución Nacional, de la cual se derivan los distintos poderes del Estado y a la cual deben sujetarse estrictamente.
En esta inteligencia, cabe señalar que la afirmación “democratizar el Poder Judicial” denota una notable ambigüedad, pues es lo mismo que se afirmara que quienes ejercen una profesión liberal que requieren idoneidad técnica, es decir, conocimiento de la ley, se designaran por vía de elección popular.
Todo un contrasentido.
La selección técnica que exige la designación de un magistrado o funcionario judicial no puede articularse políticamente de la misma manera que la integración de los otros poderes.
En rigor, los integrantes del Poder Judicial son hombres comunes, sólo que elegidos de una forma particular porque deben acreditar capacitación y formación jurídica, que los haga idóneos para el cargo, así como así calidad humana, equilibrio y prudencia que los dote de especiales características para resolver conflictos legales.
En una palabra, el juez y el funcionario judicial deben caracterizarse por su capacitación y su vivencia ética.
Estos dos elementos son el sustento de la independencia tan reclamada por todos los sectores y constituyen las bases que les permitirá aplicar la ley con justicia y equidad colaborando en la construcción del orden social.

II. La aplicación de la ley y la construcción del orden social
La construcción del orden social ha constituido siempre la directriz central que proporciona cimiento al derecho como instrumento de convivencia entre los hombres y justifica la relevancia del rol del Poder Judicial en orden a asegurar la efectiva tutela de los derechos de los habitantes del Estado de Derecho.
En la sociedad actual el basamento institucional del Poder Judicial reside en dos pilares fundamentales: por un lado, como siempre ha sido, la honestidad de sus integrantes, es decir, la vivencia ética de magistrados y funcionarios judiciales que les otorgue un grado de ejemplaridad en el modo de conducirse que sea percibido con claridad por la ciudadanía; por otro lado, el cumplimiento eficiente de la labor asignada concretando en sus sentencias los requerimientos de justicia que reclama el hombre común, haciendo accesible la Justicia en el caso concreto.
En esta inteligencia, conviene recordar las enseñanzas de Aída Kemelmajer de Carlucci(1) cuando explica que de nada sirve toda la eficacia normativa si ella está desprovista de “honra” en el ejercicio del cargo por parte del funcionario o magistrado judicial, lo que pone de relieve la importancia de la vivencia ética como sustento de la jurisdicción y, consecuentemente, le otorga la libertad para ser independiente de cualquier tipo de influencia.
De tal modo, los integrantes del Poder Judicial deben comprometerse con su eminente función de tutelar los derechos de los ciudadanos haciendo realidad la vigencia del Estado de Derecho y el correspondiente control de constitucionalidad como garantía de su efectiva vigencia, pues ésta es la función que emerge de la Carta Magna y, por lo tanto, no puede ser cuestionada por los otros Poderes que también derivan sus facultades de aquélla.
Esta vocación exige del hombre de derecho un compromiso ético inclaudicable que trasciende el conocimiento de la ley y se engasta en las condiciones de idoneidad del abogado, cualquiera sea el rol que le toque cumplir en el ámbito del quehacer jurídico.
De allí la inescindible unidad entre Ética y Derecho, tanto a nivel de interpretación de la ley como en el ejercicio de la función judicial.
En una palabra, Ética y Derecho nacen de la vivencia concreta del hombre común, al que no le interesa diferenciar científicamente ambas ramas del conocimiento, y que cuando reclama por sus derechos, lo hace desde ambas perspectivas exigiendo ejemplaridad moral y tutela jurídica.
Lo dicho demuestra la certeza de la enseñanza de Von Ihering(2) cuando afirmaba que el derecho es una ciencia “práctica”, no meramente “teorética”, cuyo fin es la paz social y el medio para alcanzarla es la lucha por la justicia.
En este sentido, la justicia es el valor que sustenta el ordenamiento jurídico y, por ello, debe ser también una virtud personal y social que debe “encarnar” el hombre de derecho que desea ser fiel a su vocación.

III. El derecho no es para sí mismo sino para la convivencia social
De lo dicho se desprende que el derecho no es para sí mismo, sino que está ordenado para hacer posible y conveniente la vida en sociedad, contribuyendo a la realización del bien común al establecer relaciones de justicia y, consecuentemente, al dar a cada uno lo suyo, desalentar las “calderas sociales”.
Dicho derechamente, la justicia es el fundamento de la paz, y de allí la enorme responsabilidad que le cabe al Poder Judicial como custodio de la legitimidad, del reparto de los derechos y de la vigencia de la Constitución Nacional.
Desde esta perspectiva, no puede ignorarse que en la vivencia completa la moral y el derecho están articulados y ambos colaboran a la construcción del orden social.
De este modo, la moral es, ante todo, la inextinguible reserva que alimenta al derecho. A medida que ella se depura, sus exigencias se hacen más imperiosas, y de simples deberes se transforman en obligaciones jurídicas(3).
En una palabra, la dimensión normológica del derecho no es la única que integra  el  sistema jurídico, sino que existe como fundamento la  dimensión axiológica que ubica como eje normativo determinados valores morales y éticos, en especial, la justicia. 
De allí que ambas ciencias se necesitan recíprocamente, pues la corrupción muchas veces no puede ser atrapada por la ley, pero siempre repugna a un criterio ético y obliga a la actualización del orden jurídico, como así también a una aplicación normativa que se adecue a la situación concreta, es decir, tal como siempre ha enseñado la Corte Suprema de Justicia, los jueces no pueden desentenderse de los resultados de sus fallos; por tanto, la interpretación debe tender a respetar un criterio “axiosistemático”.
En esta inteligencia, no sólo la ley sino todo el sistema jurídico en general y cada uno de sus componentes se orienta hacia el bien común que, de este modo, se convierte en causa final del derecho(4).
Así nace la ley como ordenamiento de la razón, dictada por la autoridad competente, dirigida al bien común; de esta forma se estructura el derecho, como sistema regulador del orden social, siguiendo las enseñanzas de Jacques Maritain(5) en el sentido de que el orden de los medios se corresponde con el orden de los fines.

IV. La misión del hombre de Derecho
El rol del juez y de los funcionarios que integran el Poder Judicial se comprende acabadamente si se tiene una clara noción de lo que implica ser un “hombre de derecho”, como enseñaba el gran maestro uruguayo Eduardo Couture.
Así, la abogacía y la función judicial no se agotan en el conocimiento del derecho puro o en el ejercicio del derecho práctico, conforman y construyen derecho “vivo”.
El derecho no es un fin sino un medio…la lucha debe ser, pues, la lucha por la justicia.
El abogado, en sus diversos roles, es y debe ser un hombre de ética.
Como enseña Angel Osorio y Gallardo en “El alma de la toga”(6), “en el abogado la rectitud de la conciencia es mil veces más importante que el tesoro de sus conocimientos. Primero es ser bueno, luego ser firme, después ser prudente y por último, viene la ilustración”.
Advirtamos la relevancia de las virtudes cardinales marcadas por el jurista citado: primero es ser bueno, lo que implica la clara tendencia hacia el bien y el amor; segundo, el ser firme, lo que significa la fortaleza y la templanza en concreto; en tercer lugar la prudencia como alternativa de ponderación y juicio equilibrado; por último, la ilustración, o sea, el conocimiento.
Todas notas que debe encarnar el hombre de derecho, y consecuentemente, deben ser características que iluminen el quehacer de jueces y funcionarios.
La vigencia de la ética se visualiza en dos aspectos centrales tanto del abogado como del magistrado: uno, el secreto profesional y, el otro, la actuación independiente.
El secreto profesional asegura la libertad de conciencia del cliente y del letrado; es el fundamento de la imparcialidad del magistrado y son el baluarte para la defensa de los derechos del hombre.
La independencia asegura la idoneidad del ejercicio profesional y la realización de la justicia. Es el fundamento mismo de la independencia del Poder Judicial.
Muchas veces se reclama por jueces independientes y con razón, y en estos tiempos parece haberse olvidado el fundamento de dicha independencia.
De allí la necesidad de recordar al gran maestro italiano Piero Calamadrei cuando enseña que “sólo donde los abogados son independientes, los jueces pueden ser imparciales”.
La independencia es la “quintaesencia” de la profesión del abogado y de la función judicial.
El abogado y el funcionario judicial deben gozar de una independencia absoluta exenta de toda presión, y principalmente la que procede de los poderes públicos y económicos y de sus propios intereses.
Esta independencia resulta tan necesaria para la confianza en la justicia como la imparcialidad del juez. Dicho de otro modo, la independencia del foro es la condición necesaria de la imparcialidad judicial.
Sólo un magistrado independiente puede ser imparcial, y por ello la relevancia de las garantías constitucionales que estructuran al Poder Judicial, que muchas veces son “retaceadas” por un discurso interesado en la ausencia de verdadero contralor judicial.

V. El Poder Judicial en la sociedad
En la actualidad, se percibe como una realidad palmaria la creciente influencia de “la justicia” en la vida colectiva como uno de los hechos políticos más importantes de comienzos de siglo.
El hombre común reclama “todo” a la Justicia, en orden a la efectiva vigencia de sus derechos, y ello constituye un reclamo que torna imperativo el respeto de los derechos y garantías que asegura la Constitución Nacional a todos los ciudadanos.
En esta inteligencia, los jueces no pueden limitarse a aplicar la ley al caso concreto; deben instruir y explicar, conciliar y resolver, juzgar y comunicar.
Así, el Poder Judicial constituye una institución que lleva a cabo una particular docencia y se comporta como auténtico demiurgo social(7).
En una palabra, la justicia democrática está atrapada en un imperativo contradictorio: nunca ha sido tan “idealizada” y, a la vez, nunca ha parecido tan “frágil” y sus instrumentos tan “poco perfectibles”.
De allí la relevancia de la independencia del Poder Judicial.
Independencia no meramente formal sino real, mediante el otorgamiento de los medios necesarios para cumplir con eficacia su misión tutelar.
Un Poder Judicial sin recursos, abandonado “al voluntarismo” de sus integrantes, constituye una desviación visceral de la estructura democrática y constitucional que compromete seriamente la vigencia efectiva del Estado de Derecho.

VI. Un Poder Judicial independiente
Desde esta atalaya, cabe afirmar que la independencia es una condición para la existencia de la organización judicial como Poder del Estado y, por ello, las garantías constitucionales que lo estructuran en la organización estatal no son privilegios personales de magistrados y funcionarios, sino directrices que impiden el “avasallamiento” de los otros poderes estaduales y se enderezan a dotar de eficacia a la labor de la magistratura en favor del justiciable.
El Poder Judicial es la estructura del poder estatal llamada  a ser la “decidora” de la ley en las contiendas que se producen en la sociedad, asegurando las relaciones de justicia conmutativa, legal y distributiva, y ordenando el conjunto social al bien común(8).  
Al  dictar  sentencia el juez, en primer  lugar, tiene la  necesidad de desentrañar el alcance de los enunciados normativos,  lo  que requiere el análisis literal, lógico y exegético de  la  legislación.
A renglón seguido, y en segundo lugar, resulta imprescindible acompañar la comprensión lógica de los términos jurídicos con la  búsqueda  de  la significación del lenguaje utilizado por  legislador. En tercer  lugar, debe integrarse el instituto jurídico particular con el ordenamiento general en una construcción  sistemática  y finalística de la ley. 
Pero cuando el camino de la interpretación ha concluido,  el  intérprete tiene la necesidad de preguntarse si la aplicación  de  la  ley  es justa y valiosa, es decir, si realiza el imperativo  ético que  justifica al Derecho, o sea, si  concreta  en  alguna medida la Justicia como valor fundante de su razón de ser. 
En esta línea, Andruet(9) afirma que la justicia, como arte de la ciencia del Derecho, es decir, como la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo  suyo, no debe ser sustraída de la meditación de los jueces en cuanto conocimiento “estimativo”.  
La aplicación de la norma jurídica que involucra una decisión judicial requiere valorar los hechos del caso planteado, comprendiendo su especial sentido, calificándolos jurídicamente y juzgando la regla pertinente para la solución concreta.
En consecuencia, la decisión judicial debe conjugar armoniosamente los valores jurídicos, y el elemento crucial que conduce a la decisión es el valor justicia. De allí que el proceso de razonamiento del juez debe estar presidido por la prudencia para poder lograr una justa y equilibrada aplicación de la ley al caso concreto.
En este aspecto se ha dicho que la credibilidad tan anhelada del Poder Judicial es una construcción que podríamos llamar prudencial(10).
Así, el magistrado intenta concretar la  vigencia efectiva del  Derecho,  que  debe estar al servicio del hombre, de manera  tal  que el orden jurídico realice, aun con limitaciones, una  sociedad  justa donde sea factible la convivencia pacífica  y la  obtención del bienestar general. Lo dicho exige retornar al requerimiento de Osorio y Gallardo: la vivencia ética del hombre de derecho sin la cual no es factible “decir” el derecho.
Cabe reiterar con énfasis que “…En el abogado la rectitud de la conciencia es mil veces más importante que el tesoro de sus conocimientos. Primero es ser bueno, luego ser firme, después ser prudente y por último, viene la ilustración…”.
La explicación es muy simple: quien busca realmente la justicia, como valor central de su quehacer profesional, debe “vivirla” como virtud personal, y de allí que los discursos que se escuchan en estos tiempos no parecen comprender que quien no vive la justicia poco entiende de la labor del Poder Judicial.
Así, el jurista, como persona de “carne y hueso”, con su vocación personal al servicio de la ley y una profunda vivencia ética, intenta concretar la “instrumentalidad” del ordenamiento jurídico, coadyuvando en la realización de una sociedad más justa y fraterna, donde el Estado de Derecho sea el fundamento de la Paz Social ■
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1) Kemelmajer de Carlucci, Aída, “El Poder Judicial hacia el siglo XXI”, en Derechos y Garantías en el Siglo XXI, Rubinzal Culzoni, 1999, pág. 59.

2) Von Ihering, Rudolf , La lucha por la justicia, Heliasta, 1993, pp. 7 y 8.
3) Lévy-Bruhl, Henri, Sociología del Derecho, Eudeba, 1964, pág. 18.

4) Vigo, Rodolfo, Las causas del derecho, Abeledo Perrot, Bs. As., pág. 155.
5) Maritain, Jacques, Humanismo integral, Ediciones Carlos Lohé, Bs. As., 1966, pág. 182.
6) Osorio, Ángel, El alma de la toga, Javier Morata, 3ª. edición, Madrid, 1929.

7) Andruet, Armando, “La politicidad del derecho”, en El Ethos y el Estado de Derecho en Occidente, Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba, Ed. El Copista, 1996, pág. 91.
8) Andruet, op. cit., p. 104
9) Andruet, op. cit.,  p.  118.
10) Messio, Patricia Elena, “La praxis de la prudencia jurídica – Garantía ineludible de un derecho ecuánime” en Actitudes y planos en el razonamiento forense, Olsen A. Ghirardi Director, Academia Nacional de Derecho de Córdoba, octubre 2002, pág. 116.

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