El tema del juicio por jurados en la Justicia penal que viene dividiendo a la doctrina de nuestro país desde hace muchos años, es uno de los términos de la tensión dialéctica jueces populares–jueces técnicos que, salvo los anglosajones que adoptaron el primero hace ochocientos años, no ha sido resuelta aún por el derecho continental –con su versión, el escabinado– y, por derivación, por el nuestro.
En la Argentina también uno y otro cuentan a su favor con la opinión autorizada de estadistas, constitucionalistas y procesalistas penales. Como entusiastas de él podemos citar a Sarmiento, Mitre, Avellaneda, J. V. González, De Vedia, en las primeras épocas de la organización nacional. En estas últimas décadas se han escuchado voces favorables en Julio Maier y otros juristas de las nuevas corrientes procesales penales; en tanto que los constitucionalistas actuales, salvo excepciones
, aceptan la imperatividad de las normas constitucionales pero no emiten opinión sobre las cualidades del sistema. Las opiniones adversas, ubicadas cronológicamente, en gran parte, entre las dos anteriores son mayoría: Sánchez Viamonte, González Calderón, Rivarola, Obarrio, Vélez Mariconde, Clariá Olmedo, Torres Bas, Bielsa, Quiroga Lavié, etc., sin dejar de reconocer en algunos casos el imperativo constitucional
.
Como bien lo señala Sagüés
, es difícil determinar cuál fue el
Las opiniones contrarias al instituto se fundan en una honda desconfianza sobre la eficacia del sistema, enfocando el análisis desde el punto de vista teleológico del proceso y poniendo énfasis en lo sustancial: la obtención de un fallo lo más justo posible. En tanto que –en nuestro concepto– las corrientes favorables parecen desplazar el eje de la cuestión acentuando la importancia del modo democrático de elaboración del fallo, la participación popular en la administración de justicia, quedando sin explicación si el mecanismo garantiza aquel fin del proceso penal de manera –por lo menos– tan eficaz como la justicia técnica, con sus defectos, viene haciéndolo hasta ahora. En otros términos: en este último caso parece que, en lo sustancial, a la conveniencia se la da por sobreentendida, recibiéndola acríticamente, sin profundizar sobre lo que debería ser la causa principal que justifique la participación popular: su aporte a la equidad, entendiendo como tal “la justicia en el caso singular”(Schialoja); es decir, la difícil tarea de relacionar adecuadamente la hipótesis que plantea el Derecho con el hecho de la vida real. Ese y no otro es el problema esencial del ser o no ser de los jurados. Como veremos en su momento, nos inclinamos por una solución intermedia con participación del lego pero sin poder decisorio.
El jurado anglosajón tiene tres características: es íntegramente popular; con poder de decisión, dando el veredicto sobre la prueba del hecho la culpabilidad del procesado, y su resolución se funda en la íntima convicción.
Tanto en sus defectos intrínsecos como las dificultades de adaptación a otros pueblos que ha intentado imitarlo plantean objeciones, algunas de las cuales puntualizaremos seguidamente: 2.1)
. Consecuentemente, en particular en figuras penales complejas o aquellas conductas tipificadas como delitos en respuesta a exigencias circunstanciales pero que no están en la conciencia natural, ¿cómo determinará el jurado la existencia del hecho si no conoce los requisitos del tipo técnicamente interpretados? 2.3)
En lo que hace al primer aspecto, el acusado está atado a la corazonada –en el estricto sentido del término: presentimiento– de los jurados; no otra cosa es una decisión sin explicitación del mecanismo racional que llevó a la conclusión, la lógica en su determinación puede existir como no existir. Resulta paradójico el hecho de que en el momento en que la ciencia procesal ha encontrado su punto de máximo esplendor –aunque sin desconocer que sus raíces se nutren en el genio jurídico de los romanos– importantes corrientes doctrinarias actuales promuevan entusiastamente el enjuiciamiento por jurados a la manera tradicional, es decir con la facultad de decidir sobre la existencia del delito y la culpabilidad de los partícipes. Con cuánta mayor razón es sorprendente si se tiene en cuenta que como consecuencia de una laboriosa tarea doctrinal, el sistema de garantías del procesado ha relativizado, subordinándola, a la mismísima búsqueda de la verdad, otrora valor absoluto. En ese orden de ideas parece incomprensible que “se entregue” al justiciable a un tribunal que resuelve por la íntima convicción, que es lo mismo que decir arbitrariamente porque no están obligados a dar razón de su decisión; y más curioso aún: sus más fervientes partidarios suelen estar entre los denominados apologética o despectivamente garantistas. Pero además un veredicto así producido vulnera una de las llamadas garantías constitucionales innominadas, cual es la obligación republicana de los funcionarios públicos de fundar sus resoluciones. Mientras que para los jueces letrados permanentes la omisión de esta obligación causa la nulidad y viabiliza los recursos extraordinarios por arbitrariedad, para los jurados no. Desde este punto de vista existiría una situación de desigualdad entre las existencias de un veredicto de jurados y las de las resoluciones del resto de los jueces letrados. 2.4)
En realidad, nuestros pueblos latinos (en el caso, el argentino) no han reclamado injerencia en la administración de justicia; las protestas de hoy en día que se evidencian por los medios de comunicación masiva están dirigidas a exigir más y mejor justicia, pero no aparece la pretensión de que se le conceda intervención en ella. Más aún: es posible que de crearse, a la hora de la integración del tribunal, haya verdaderas dificultades en la respuesta a la convocatoria. 2.6)
– que, con varias marchas y contramarchas, ha venido funcionando insatisfactoriamente y que motivó la búsqueda de nuevos caminos, como veremos en el punto 4). Éste, con algunas particularidades ha sido adoptado por Córdoba.
La complejidad del tema que viene ocupándonos se ve agravada por la imprecisión de los términos de la Constitución Nacional que, no obstante referirse a la institución en tres artículos (quizás por eso mismo), ofrece flancos oscuros que se prestan a varias interpretaciones e, incluso, contradicciones intrínsecas en confrontación con otras normas del mismo texto. La última reforma constitucional ha conservado esas normas sin enmienda alguna. Ellas son: el art.24 que reza: “El Congreso promoverá la reforma de la actual legislación en todos sus ramos, y el establecimiento del juicio por jurado”; el art.75 (actual) inc.12, que dentro de las atribuciones del Congreso determina el dictado de leyes generales entre las que se mencionan “las que requieran el establecimiento del juicio por jurado” y el art.118 que prescribe “todos los juicios criminales ordinarios, que no se deriven del despacho de acusación concedido en la Cámara de Diputados se terminarán por jurados, luego que se establezca en la República la institución”. Los temas que las mencionadas normas ofrecen al análisis, sin pretensión de agotarlos, son los siguientes: 3.1) En primer término, si las mismas son prescripciones imperativas o una simple invitación al legislador a adoptar ese sistema judicial, es decir, de ejecución discrecional. La mayoría de los constitucionalistas se inclinan por la primera opinión (De Vedia, J.V.González, González Calderón, Sagüés, Bidart Campos) en tanto que para Bielsa y Quiroga Lavié, entre otros, la palabra “promover” está indicando una norma programática discrecional para el órgano legisferante. A esta última interpretación parece adherir la CSJN a partir de la expresión del art. 118 que prescribe que “todos los juicios criminales… terminarán por jurados, luego que se establezca en la República la institución”
. 3.2) Admitido que es imperativo (no parece técnicamente posible que normas fundamentales no tengan esa cualidad), resta por establecer si tiene o no carácter operativo. Sagüés
estima que esa obligación no es operativa, “es programática no auto–aplicativa, de suerte que para su establecimiento es indispensable la ley procesal pertinente del Congreso y la demora en el cumplimiento hace incurrir en inacción inconstitucional”. Por su parte, Bidart Campos
avanza aún más y expresa –refiriéndose en términos generales a todo tipo de omisión de legislar y no solamente sobre los jurados– “la justicia constitucional es competente para conocer de las omisiones inconstitucionales que perjudican a particulares, o que impiden a otros órganos de poder el ejercicio de sus competencias propias; …; cuando la omisión inconstitucional consista en la no emanación de una norma reglamentaria de otra norma general impedida de funcionar, el órgano de la justicia constitucional será competente para: a) intimar al órgano remiso a dictar la reglamentación en el plazo que se le fije; b) integrar el orden normativo lagunoso resolviendo el caso con efecto limitado al mismo; c) dictar directamente la norma omitida”. Para el caso de omisión de legislar sobre los jurados, inmediatamente se advierte la dificultad de declarar justiciable el caso por varias razones: primero, porque al no establecer la propia Constitución el plazo para el cumplimiento de sus normas programáticas, la discrecionalidad del Congreso para determinar cuándo debe promulgarse la ley pasa al tribunal (¿diez días, seis meses, cinco años?). Segundo, porque al ser el juicio por jurados todo un sistema procesal, su implementación por la Justicia en el caso concreto aparece como imposible (además de peligrosamente invasor de la competencia del otro Poder, aunque fuera solamente para el
, con relación al larguísimo tiempo que lleva la institución sin concreción legislativa: el “desuetudo”, no obstante tratarse de una norma constitucional programática. En su opinión, “el desuso legislativo muestra la voluntad de no aceptar la concreción de la norma programática”. Sin embargo, el hecho de que la derogación por vía consuetudinaria requiere un “abandono comunitario”, como lo señala el propio jurista, plantea el interrogante sobre si ese estado efectivamente se ha configurado, a partir del hecho indiscutido de que la corriente doctrinaria a favor de los jurados no dejó nunca de estar presente (aunque minoritariamente, particularmente entre los procesalistas penales). De todos modos, la reforma constitucional que no derogó las normas en cuestión, importa una verdadera actualización de la voluntad de permanencia de esa intención programática, pero además, en el caso de Córdoba, el sistema ha sido expresamente consagrado en la CPcial. 3.4) Por último, no puede dejar de señalarse la incoherencia y el dilema que ofrece la interpretación literal –y la concreción legislativa consecuente– de que todos los juicios criminales terminen por jurados; no sólo porque la propia Constitución, en otras normas, determina con precisión los requisitos para integrar la Corte Suprema que excluyen –obviamente– a los legos accidentales, sino porque resulta impensable que éstos resuelvan recursos extraordinarios.
Recapitulando el enfoque constitucional del tema: no obstante sus contradicciones y dificultades de aplicación, no hay dudas de que la consolidación normativa por falta de derogación expresa en la última Convención Constituyente, señala la voluntad de poner en práctica el sistema de juicio por jurados, el que tiene el carácter de imperativo y programático, aunque la omisión legislativa quede sin sanción judicial.
En un memorable ensayo publicado en la revista Giustizia Penale en 1945, recopilado y traducido por Sentis Melendo para la editorial EJEA (1861), bajo el título “Cuestiones sobre el proceso penal”, el gran maestro refiere –¡ya entonces!– a la incertidumbre acerca de la suerte del jurado y la ineficiencia de la reforma introducida en Italia para eliminar sus defectos, el escabinado. Al mismo tiempo destaca como nadie la real importancia de la participación popular en el proceso penal. Su brillantez se evidencia desde el título del opúsculo: “La equidad en el juicio penal”, ubicando el tema en su verdadero lugar: la contribución de los jurados a la eficacia de la Justicia por el aporte de equidad que hace la
Con la capacidad de síntesis de su singular talento, recorre todos los temas vinculados sin perder por ello la profundidad del pensamiento: los antecedentes históricos (particularmente romanos), los fundamentos jusfilosóficos, la imposibilidad de distinguir el juez del hecho del juez del derecho y el rescate del concepto de la equidad como punto crucial donde se encuentran el derecho con el hecho judiciable. Expresa categórica y sencillamente: “El jurado no tiene otra función que la de introducir la equidad en el juicio penal”. Pero más adelante manifiesta: “Ahora bien, aquí se insinúa la idea de la participación de los legos en el juicio, junto a quien tiene el hábito de juzgar. En dicha participación se intuye comúnmente un medio contra los peligros de la rutina. ¿Qué peligros? El más común es el que deriva, precisamente, de la costumbre del juicio.
En la búsqueda de un mecanismo superador de los peligros del juicio por jurados inglés y del híbrido e ineficaz escabinado, pero al mismo tiempo rescatando los beneficios de la participación popular, el jurista ensaya una solución que propone: “El problema técnico sería inventar una combinación entre el elemento profano y el elemento jurídico del órgano juzgador que no tuviera los defectos ni de la antigua ni de la nueva Corte de Assises. Ese es un problema difícil, pero no insoluble para el ingenio italiano.”(pág.296). Se trata de atribuir –para los delitos graves– juicio pleno tanto al tribunal permanente como a los jurados accidentales con diferente alcance: el veredicto de éstos sería consultivo, en vez de vinculante. El autor continúa diciendo: “La tarea del jurado es encontrar la justa sentencia, pero una vez que la ha encontrado, el de sugerirla al juez, y no más; toca a los magistrados aceptar o rechazar en todo o en parte, la sugerencia”. Y sigue completando su idea: “Naturalmente, bajo pena de nulidad, las razones del consentimiento o del disentimiento respecto de la sugerencia deberían ser expuestas en la sentencia de la corte (tribunal); y también esta obligación tendría, para el recto ejercicio de su delicado oficio, una notable eficacia. En línea de control –prosigue– propondría yo ir más adelante, otorgando a las partes, al Ministerio Público y al imputado, en caso de disentimiento, la impugnación de mérito ante la Corte de Casación, de modo que la negativa a acceder al
Este verdadero programa de procedimiento penal debería ser considerado seriamente por el “ingenio argentino”, sacando ventaja del defecto: ya que llegamos tardísimo al juicio por jurados, en lugar de copiar sistemas exóticos o probadamente ineficaces, aprovechemos la mala experiencia ajena y esta buena idea, pensada a partir de aquellos fracasos y que parece conseguir el equilibrio buscado.
De todo lo expuesto se extraen las siguientes: A) El jurado es conveniente en los delitos graves para mayor justicia en la sentencia, en un oficio no vinculante, pero al mismo tiempo pleno: dictamen sobre el hecho y el derecho. B) El juicio por jurados en la Argentina es un imperativo constitucional y al no determinarse la adhesión fiel al sistema inglés en forma explícita, es posible adoptar la variante precedente –función consultiva– que satisfaría una interpretación sistemática y actual de la Ley Fundamental. C) Por añadidura, favorecería la práctica de mayor participación popular en la cosa pública que nunca debería ser un fin en sí mismo cuando de administrar justicia se trata ■
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