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Importancia de la prevención de la violencia de género en los ámbitos de salud

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Introducción
El propósito de este artículo es concienciar e informar sobre diferentes aspectos referidos a la problemática de la vulnerabilidad de la mujer que ha sufrido violencia de género y el impacto en su salud, tanto física como psíquica.
El grado de significación y visibilidad que este problema social ha cobrado en los últimos años ha sido de notoria trascendencia y, por ello, existe una clara necesidad de los gobiernos de responder a los compromisos asumidos ante la sociedad y ante los organismos internacionales para eliminar la violencia hacia las mujeres, por cuanto cuando ello se produce, se vulneran los derechos humanos y se obstruye la capacidad de elección de las personas para llevar adelante una vida saludable y creativa.
Poner al género en la agenda de la discusión pública implica que se involucren diferentes actores e instituciones de la sociedad, como es la salud. Ello, por cuanto resulta indefectible que la persona víctima de violencia sufra algún estrago en su salud física o psíquica y porque en este ámbito se desarrolla una clara actividad de prevención.
Sin duda alguna, la llamada “Ley Micaela” –recientemente sancionada– implica un gran avance en la prevención, ya que estipula la creación del Programa de Capacitación Institucional para formar a todos los funcionarios de la función pública de los tres poderes del Estado y es de carácter obligatorio. La idea es no sólo capacitar sino también “sensibilizar”, y si bien su puesta en marcha está prevista para dentro de un año, debemos empezar a brindar dicha capacitación, considerando que en materia de salud no debe sólo ser dispuesta para los funcionarios, sino para todos los operadores del sistema de salud.
En definitiva, “capacitar y sensibilizar” a los operadores de salud desde un enfoque de género y con un conocimiento profundo del significado e importancia que poseen los derechos humanos, es una pieza indispensable para modificar las prácticas que perpetúan la violencia familiar y así evitar la victimización secundaria e institucional de la mujer.

1. Violencia e igualdad de género
El fenómeno de la violencia de género ha sido durante muchos años un problema negado, a la que vez que ubicado dentro del ámbito privado y familiar. Por esta razón, esa violencia no se había considerado un problema político ni social y menos aun jurídico. No obstante, la violencia de género, en cualquiera de sus formas, es contraria a la ley por atentar contra derechos básicos de todas las personas, especialmente de las mujeres y de los menores, como son la vida, la salud física y psíquica, la libertad y la seguridad, por ejemplo, derechos todos que pueden resumirse en uno solo: el derecho a vivir sin violencia. Por esta razón, no es una cuestión privada sino un grave problema que afecta a toda la sociedad y, como tal, requiere una respuesta de las políticas públicas y del sistema judicial.
En tanto violación a los derechos humanos, la violencia contra las mujeres da origen a una serie de obligaciones específicas por parte de los Estados en conformidad con el derecho internacional; de allí que se haya precisado que “La trascendencia pública de las distintas manifestaciones de la violencia hacia las mujeres, como expresión extrema de la discriminación de género y de las desiguales relaciones de poder entre hombres y mujeres, se ha tornado una preocupación pública y, en esta medida, ha generado la obligación de los Estados de asegurar las condiciones para una vida sin violencia”(1).
Tal consagración es el resultado de la paulatina incorporación de los derechos de las mujeres a la agenda más amplia de los derechos humanos. Así, si bien los principales tratados en este ámbito hacen explícito el principio de no discriminación por sexo, no fue sino hasta el año 1993 en la Declaración y Plataforma de Acción de Viena donde expresamente se define que “los derechos de las mujeres son derechos humanos”(2), a la vez que se proclama que la violencia por razón de sexo y todas las formas de acoso y explotación sexual –incluso los que son resultado de los prejuicios culturales y el tráfico internacional– son incompatibles con la dignidad y el valor de la persona y deben ser eliminadas.
En el ámbito regional, se sancionó en 1994 la Convención Interamericana para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer (conocida popularmente como “Convención de Belem do Para” o CBDP)(3). Allí se refiere específicamente a la problemática de las diferentes violencias que se pueden perpetrar contra las mujeres y otorga el mandato específico a los Estados Parte para adaptar la legislación en esta materia.
El primer alcance que otorga la Convención es justamente la definición de lo que se entiende por “Violencia contra las Mujeres” y abarca el ámbito público y privado, sirviendo como pauta para el dictado de leyes sobre violencia y políticas sobre prevención, sanción y erradicación de la violencia contra las mujeres en los Estados Parte.
En esta línea, uno de los casos jurisdiccionales paradigmáticos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, donde se analizan las normas de la referida Convención es la de “Campo Algodonero”(4). Allí se sientan dos grandes premisas de interpretación: el deber de diligencia reforzado y el de previsibilidad y evitabilidad del riesgo en materia de violencia.
La Corte considera que el artículo 7 de la CBDP establece un deber de debida diligencia reforzado, lo que parece indicar que éste opera estableciendo una carga adicional de deberes de prevención al Estado. Afirma explícitamente que “Los Estados deben adoptar medidas integrales para cumplir con debida diligencia en casos de violencia contra las mujeres. En particular, deben contar con un adecuado marco jurídico de protección, con una aplicación efectiva del mismo, con políticas de prevención y prácticas que permitan actuar de una manera eficaz ante las denuncias. La estrategia de prevención debe ser integral, es decir, debe prevenir los factores de riesgo y a la vez fortalecer las instituciones para que puedan proporcionar una respuesta efectiva de los casos de violencia contra la mujer. Asimismo, los Estados deben adoptar medidas preventivas en casos específicos en los que es evidente que determinadas mujeres y niñas pueden ser víctimas de violencia. Todo esto debe tomar en cuenta que en casos de violencia contra la mujer, los Estados tienen, además de las obligaciones genéricas contenidas en la Convención Americana, una obligación reforzada a partir de la Convención de Belém do Pará”(5).
La definición de la Corte sobre los contenidos básicos del deber de debida diligencia con base en el artículo 7 de la CBDP tiene indudable impacto en la aplicación de la doctrina del riesgo, pues implica colocar al Estado en una posición de garante respecto del riesgo de violencia basada en el género. Así, el deber de debida diligencia agravado incide en la previsibilidad del riesgo de violencia basada en el género, pues el deber de prevención de factores de riesgo obliga al Estado a realizar un monitoreo de la situación social de violencia.
A su vez, hay que entender que, “Por otro lado, el deber de debida diligencia reforzado parece operar también sobre la evitabilidad del riesgo, esto es, sobre los factores que contribuyen a prevenir la materialización del riesgo y que están según la Corte en la órbita del propio Estado. Por ejemplo, la necesaria adecuación de los marcos normativos, la implementación de políticas generales de protección, la implementación de estrategias para superar la desigualdad de poder y la discriminación de las mujeres, y la efectividad de los mecanismos de tutela judicial, entre otros. También en este punto, la capacidad operativa del Estado de evitar que se materialice una situación de riesgo, no puede ser observada como si el Estado fuera un sujeto extraño al riesgo que debe reaccionar cuando lo conoce con lo que tiene disponible. El déficit de las políticas públicas y del sistema institucional determina en gran medida la capacidad de respuesta en la situación particular. También aquí está en cabeza del Estado contar con un sistema adecuado de reacción frente a este tipo de riesgos, y por lo tanto el margen para alegar la inevitabilidad de un riesgo se reduce considerablemente”(6).
En este orden, consideramos que una forma para lograr la previsibilidad y evitar el riesgo es la capacitación con perspectiva de género de todos los operadores de la justicia, de la educación, de la salud, etc., con el claro objetivo de lograr la prevención de la violencia en todas sus modalidades.

2. Capacitación de los operadores en salud en perspectiva de género
La Corte Interamericana, en la sentencia “Campo Algodonero” ya reseñada, ha señalado que una capacitación con perspectiva de género implica no sólo un aprendizaje de las normas, sino también el desarrollo de capacidades para reconocer la discriminación que sufren las mujeres en su vida cotidiana. Señala que las capacitaciones deben generar que todos los funcionarios reconozcan las afectaciones que generan en las mujeres las ideas y valoraciones estereotipadas en lo que respecta al alcance y contenido de los derechos humanos. Además, recuerda que los programas y cursos deberán estar destinados a policías, fiscales, jueces, militares, funcionarios encargados de la atención y asistencia legal a víctimas del delito y cualquier funcionario público, tanto a nivel local como federal, que participe directa o indirectamente en la prevención, investigación, procesamiento, sanción y reparación.
En este orden, podemos advertir que el fallo no menciona a los operadores de la salud. Aun esto, consideramos que dicho sector debe ser necesariamente capacitado en perspectiva de género, ya que es muy probable que una mujer que sufra violencia concurra, en algún momento, a un hospital o a una consulta médica.
Esta deficiencia ha sido contemplada en la “Ley integral sobre violencia de género” de Argentina(7), cuando, al referirse a las políticas públicas de los distintos ministerios y en referencia específica a la cartera de Salud, establece una serie de acciones que se deben realizar en materia de violencia, entre las que se destacan (art. 11.4): “a) Incorporar la problemática de la violencia contra las mujeres en los programas de salud integral de la mujer; b) Promover la discusión y adopción de los instrumentos aprobados por el Ministerio de Salud de la Nación en materia de violencia contra las mujeres en el ámbito del Consejo Federal de Salud; c) Diseñar protocolos específicos de detección precoz y atención de todo tipo y modalidad de violencia contra las mujeres, prioritariamente en las áreas de atención primaria de salud, emergencias, clínica médica, obstetricia, ginecología, traumatología, pediatría, y salud mental (…); y d) Promover servicios o programas con equipos interdisciplinarios especializados en la prevención y atención de la violencia contra las mujeres y/o de quienes la ejerzan con la utilización de protocolos de atención y derivación; (…) h) Alentar la formación continua del personal médico sanitario con el fin de mejorar el diagnóstico precoz y la atención médica con perspectiva de género”.
Estos conceptos legales deben ser puestos en práctica, entendiendo la importancia que tiene la prevención y detección en materia de violencia y la necesidad de que los operadores de salud puedan y deban ayudar en esta materia.
En esa línea, también es importante mencionar lo dispuesto por la Ley de la Provincia de Córdoba (Argentina) en materia de violencia familiar y de violencia de género(8). Allí, de manera expresa, se establece, en el art. 10, que “las personas que se desempeñen en servicios asistenciales, policiales, sociales, educativos, de justicia y de salud, y en general, quienes desde el ámbito público o privado, con motivo o en ocasión de sus funciones tomen conocimiento de un hecho de violencia en los términos de la presente ley o sospechen fundadamente de su existencia, están obligados a formular de manera inmediata las denuncias que correspondan, aun en aquellos casos en que el hecho no configure delito, quedando liberados del secreto profesional a tal efecto, si así correspondiere. El denunciante lo hará en carácter de identidad reservada”. Esta norma, como se aprecia, consagra la obligación de los operadores de salud, tanto públicos como privados, de denunciar en forma inmediata los hechos de violencia o la sospecha de su existencia, liberándolos así del secreto profesional.
Por último, en la Resolución contra la violencia de las mujeres dictada por la Asociación Mundial de la Salud en Canadá en el 2010(9) se establecen una serie de medidas, entre las que consideramos que merecen ser destacadas las siguientes:
• Tratar de asegurar que los que preparan y entregan educación a los médicos y personal de salud estén conscientes de la probabilidad de exposición a la violencia, sus consecuencias y la evidencia de las estrategias preventivas que funcionan, y poner énfasis en esto en la educación de pregrado y continua del personal de salud;
• Reconocer la importancia de un informe más completo de las secuelas de la violencia e incentivar la formación que enfatice la conciencia sobre la violencia y la prevención, además de utilizar un mejor informe e investigación de la incidencia, frecuencia e impacto para la salud de todas las formas de violencia; y
• Apoyar las medidas globales y locales para entender mejor las consecuencias para la salud, del abuso y negación de los derechos y abogar por mayores servicios para las víctimas.
3. Violencia y salud
El derecho a la salud es un derivado esencial y sustancial del derecho a la vida y a la dignidad de los seres humanos que debe entenderse desde dos aspectos:
a) el derecho universal (constitucional) a la salud; y
b) el derecho personalísimo a la prestación de salud.
Ricardo Luis Lorenzetti, ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, señaló que, en Argentina, la norma constitucional reconoce el “derecho a la salud” como uno de goce directo, y el “derecho a las prestaciones de salud” como indirecto, pues encomienda al legislador la implementación efectiva de este recurso escaso(10).
El reconocimiento internacional oficial de la salud como un derecho se encuentra en la Constitución de la Organización Mundial de la Salud, en la que se indica que: «(…) el goce del grado máximo de salud que se pueda lograr es uno de los derechos fundamentales de todo ser humano sin distinción de raza, religión, ideología política o condición económica o social»(11). Allí se reconoció, por primera vez, el derecho de las personas a poseer el grado más alto de salud, bajo los parámetros de universalidad e igualdad, y es el criterio con el que, actualmente, operan las normas internacionales dedicadas a la materia.
El derecho a la salud, a diferencia de otros derechos sociales, no tuvo un adecuado tratamiento constitucional en la República Argentina. La primera referencia se encuentra en el texto de la reforma constitucional de 1957, en el art. 14 bis, que lo menciona de manera indirecta al precisar que el Estado debe otorgar «los beneficios de la seguridad social, que tendrá carácter de integral e irrenunciable», y el establecimiento de un «seguro social obligatorio». Es decir, no existía una garantía expresa a la salud como derecho, sino que la disposición se relaciona con la cobertura de contingencias sociales vinculadas a la inserción laboral formal y asalariada.
Recién a partir de la reforma constitucional de 1994 se reconoce la tutela y la protección de la salud por diversas vías. Una primera referencia explícita se encuentra en el art. 42, que reconoce el derecho de los consumidores y usuarios de bienes y servicios a la «protección de la salud y seguridad» en la relación de consumo. La segunda vía protectora (y de mayor alcance), se logró al otorgar jerarquía constitucional a once declaraciones y tratados internacionales de derechos humanos en el art. 75 inc. 22 de la CN.
Específicamente, como consecuencia del art. 12 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (Pidesc), que define a la salud como «el derecho de toda persona al disfrute del más alto nivel posible de salud física y mental»(12), el Estado queda jurídicamente obligado a garantizar el contenido mínimo de los derechos económicos, sociales y culturales, y no puede escudarse en la falta de recursos disponibles para justificar su incumplimiento. Por otro lado, el art. 25 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos dispone que “toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y bienestar, y en especial la asistencia médica y los servicios sociales necesarios”(13). Asimismo, el art. XI de la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre establece que toda persona tiene derecho “a que su salud sea preservada por medidas sanitarias y sociales relativas a la alimentación, el vestido, la vivencia, la asistencia médica correspondiente al nivel que permitan los recursos públicos y los de la comunidad”(14); entre otros.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) se ha pronunciado por primera ocasión respecto el derecho a la salud de manera autónoma, como parte integrante de los DESC, como un derecho justiciable a la luz de la Convención Americana. Concretamente, la Corte resolvió que “(…) la salud es un derecho humano fundamental e indispensable para el ejercicio adecuado de los demás derechos humanos. Todo ser humano tiene derecho al disfrute del más alto nivel posible de salud que le permita vivir dignamente-167-, entendida la salud-168-, no sólo como la ausencia de afecciones o enfermedades, sino también a un estado completo de bienestar físico, mental y social, derivado de un estilo de vida que permita alcanzar a las personas un balance integral. El Tribunal ha precisado que la obligación general se traduce en el deber estatal de asegurar el acceso de las personas a servicios esenciales de salud-169-, garantizando una prestación médica de calidad y eficaz, así como de impulsar el mejoramiento de las condiciones de salud de la población”(15).
En este mismo fallo, la Corte ha determinado que, a los efectos de las prestaciones médicas de urgencia, los Estados deben garantizar, al menos, los siguientes estándares: calidad, accesibilidad, disponibilidad y aceptabilidad. Cabe recalcar en este punto el de la aceptabilidad, conforme al cual los establecimientos y servicios de salud deberán respetar la ética médica y los criterios culturalmente apropiados. Además, deberán incluir una perspectiva de género, así como de las condiciones del ciclo de vida del paciente. Éste debe ser informado sobre su diagnóstico y tratamiento y, ante ello, respetar su voluntad.
La no discriminación e igualdad en materia de derechos humanos –y específicamente con respecto al derecho a la salud por la implicancia e incidencia en los restantes derechos humanos y la relación e impacto del derecho a la salud en los casos de violencia de género–, determina la necesaria transversalidad del enfoque de derechos humanos en la valoración de políticas, decisiones, medidas, de manera que el acceso a los derechos humanos sea igual para todas las personas. Pero debemos agregar un «plus reforzado de protección» respecto de aquellas personas vulnerables, para evitar que se torne ilusorio el goce y ejercicio de aquellos.
Es que la transversalidad del enfoque de derechos humanos implica resignificar, organizar, mejorar los procesos de manera que la perspectiva de igualdad y no discriminación sea incorporada en todas las políticas, estrategias, acciones e intervenciones.
En definitiva, ese plus implica redoblar los esfuerzos institucionales, de políticas públicas, de buenas prácticas, para que la efectividad de los derechos humanos no sea una utopía y evitar las vulneraciones de los derechos humanos que deriven en afectaciones en la salud de una persona.

Conclusiones
Conforme a los argumentos que hemos desarrollado y a la luz de los derechos humanos de los que gozan las mujeres en general, y con mayor razón cuando ellas son vulneradas en sus derechos por actos de violencia que afectan su salud, es posible llegar a las siguientes conclusiones.
En primer lugar, la violencia de género como violación de los derechos humanos es un problema de políticas y salud pública y es el Estado quien debe ser el primer garante de dichos derechos; de allí la necesidad de su constante actuación sobre esta temática.
Las distintas formas y modalidades de violencia que atraviesan la vida de las mujeres implican consecuencias físicas y psicológicas, algunas de ellas permanentes. Por ello, desde el sistema de salud, resulta vital que se incorporen no sólo la perspectiva de género, sino también protocolos de detección y prevención, dado que una mujer que se encuentra en una situación de violencia es altamente probable que en algún momento de su vida asista a un centro de salud.
Se debe propender a la formación permanente de los profesionales de salud en centros privados y públicos en “perspectiva de género” para ayudar a la visualización de la violencia de género. Para ello es esencial que se incorporen en la práctica médica indicadores que permitan visualizar este problema.
Es necesario que se dicten protocolos para que, a partir de la detección del caso de violencia de género (o su presunción), se implemente una gama de atenciones intra e inter institucionales, con el consiguiente relevamiento del secreto profesional.
También se requiere que las instituciones apliquen todos los medios necesarios para la contención y erradicación de la violencia de género y fundamentalmente que se evite con buenas prácticas la revictimización de la mujer.
Desde esta tribuna, por fin, se alienta a que la norma cobre vigencia con la práctica, y que la mujer no tenga que estar nunca más involucrada en actos de violencia que atentan contra su dignidad como ser humano■

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