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¿Es posible la perención en el fuero de familia? (Algunas breves reflexiones)

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La detenida lectura de la ley 10305 (CPF) –operativa en la ciudad de Córdoba– regula expresamente el instituto de que se trata, con lo cual, desde esta perspectiva, la respuesta debiera ser afirmativa. Los arts. 110 a 119 lo destacan y, en las aquellas circunscripciones donde no resulta operativo ese digesto, la ley 8465 también regula la caducidad de instancia, sin que los conflictos desatados en el fuero de familia resulten ajenos al truncamiento anormal del proceso que la perención implica. Por aquí, aquella primera conclusión, entonces, no cambia. La caducidad de instancia goza de buena salud.
Empero, frente a este bloque normativo, resulta que el art. 709 del CCyC, ubicado dentro del Título VIII, Procesos de Familia, en sus disposiciones generales, textualmente indica: “Principio de oficiosidad. En los procesos de familia el impulso procesal está a cargo del juez, quien puede ordenar pruebas oficiosamente. El impulso oficioso no procede en los asuntos de naturaleza exclusivamente económica en los que las partes sean personas capaces”. La norma contradice, a nuestro ver, los regímenes procesales que reglamentan la caducidad sin excepciones y, opinamos, también su legitimidad constitucional descarta la de las reglas legales que legitiman la perención de instancia en todos los supuestos.
Se sostiene desde empinada doctrina que los principios procesales son directrices que se formulan con un grado de abstracción que impide suministrar la solución exacta del caso, pero orientan, regulan, direccionan o cohesionan la actividad creadora del juez. Brindan determinadas pautas de carácter general con el objetivo de dar cabal cumplimiento a las garantías constitucionales de los involucrados en los litigios y hacer posible la satisfacción más plena posible de los derechos. Son de naturaleza procesal, en función de la importancia que para la efectivización de un derecho sustancial tienen los actos concatenados que conducen pronunciamiento jurisdiccional. Las máximas enumeradas en este artículo no tienen establecida jerarquía alguna. En el supuesto de que deba aplicarse alguna desechando otra no significa que la no elegida pierda vigencia, sino que la consecuencia es un desplazamiento temporal para el supuesto concreto. A tono con el rol de justicia de acompañamiento, se impone a los jueces con competencia en asuntos de familia el deber de respetar los principios que aquí se enuncian. “…Esto significa que si alguna de las partes o pretensores omite el cumplimiento de sus cargas procesales, no se produce automáticamente el decaimiento del derecho sustancial, pues ahora es también el juez el involucrado como actor social en el conflicto. En términos estrictamente procesales, equivale a una morigeración del principio dispositivo que vincula la solución jurídica a los planteos exclusivos de las partes en conflicto, ya que en los procesos de familia varias normas consagran la indisponibilidad del derecho material…”. Y, en lo relacionado específicamente al principio de oficiosidad, se destaca que la norma plasma la flexibilización del principio dispositivo tradicional, con fundamento en los derechos resguardados por el ordenamiento jurídico y los valores de la sociedad en su conjunto. El proceso requiere las postulaciones de las partes, pero luego corresponderá al juez, en tanto director del proceso, instar su consecución hasta el dictado de la sentencia mediante despachos que impulsen la actividad de las partes. Se profundiza sobre esta preceptiva en el art. 709, CCyC (vide, Marisa Herrera – Gustavo Caramelo – Sebastián Picasso, Directores, “Código Civil y Comercial de la Nación – Comentado”, Infojus, Tomo II, p. 559, 561 y cc.)
Nótese lo categórico de tal orientación (con la que coincidimos). Las partes deben “abrir” el proceso de familia –demanda y contestación– pero luego es “carga” del juez activar su desarrollo hasta el logro de la sentencia que lo defina. La ley fondal sólo mienta una excepción al postulado de oficiosidad, que es el de los asuntos de naturaleza exclusivamente patrimonial (o económica) en los que las partes sean personas capaces. Está claro que la previsión, ubicada en el corazón del derecho de las familias (término que preferimos al del “derecho de familia”) tiene una indisimulada naturaleza procesal que, por mandato constitucional, es potestad de la provincias, en tanto facultades no delegadas. Desde esta perspectiva, podría concluirse que determinar si es o no factible que los conflictos judiciales de familias, éstos –principales, incidentales y recursivos– puedan concluir anticipadamente por la perención de la instancia, ingresaría sólo en el ámbito de potestades legisferantes de los estado provinciales, empero desde antaño la Corte Nacional sostiene el criterio de la constitucionalidad del dictado de normas procesales por parte del Congreso de la Nación. Así se ha reconocido la competencia de las Provincias para legislar en aspectos procesales, pero se ha dicho: “(…) el poder de las provincias no es, sin embargo, absoluto, pues tampoco cabe desconocer las facultades del Congreso para dictar normas procesales cuando sea pertinente establecer ciertos recaudos de esa índole a fin de asegurar la eficacia de las instituciones reguladas por los códigos de fondo” (Lino Enrique Palacio: “Derecho Procesal Civil”, 2ª. ed. Abeledo Perrot, 1990, T. I, pág. 45), vide C2.a CC Cba., Auto 277 del 11 de agosto de 2016.
En consecuencia, las reglamentaciones adjetivas emanadas del Congreso de la Nación gozan de legitimidad constitucional cuando, a criterio del legislador, tales resultan indispensables para garantizar en plenitud el ejercicio de los derechos derivados de normas fondales. Adherimos a esa inteligencia y, en la especie, el principio de oficiosidad (que, repito, sólo admite una excepción) está diagramado en pos de la máxima protección posible en orden a dos tópicos íntimamente relacionados: el interés superior de niñas, niños y adolescentes (que no incluye sólo el alimento sino, por caso, el sagrado derecho a la identidad en los procesos filiatorios o en causas relacionadas con ello) y el de la garantía constitucional de tutela judicial efectiva que no se agota en la mera posibilidad de impetrar o responder una demanda o un recurso (dentro de la materia analizada) sino que ese derecho a ser oído se extiende al de ofrecer y producir prueba y al dictado de una sentencia (en el más breve plazo posible) asistida de razonable fundamentación (art. 3, CCyC), lo cual no es compatible con la perención en sí misma y con los efectos que produce. Es que, sencillamente el proceso de familias (con la salvedad que mienta el propio art. 709 in fine), no es de jaez dispositiva sino oficiosa, lo cual importa (y así se deriva de la previsión sustantiva antedicha) que la carga de activar se ha trasladado –claramente– de las partes al tribunal y, en ese plano, si el imperativo de impulsar el pleito (principal, incidental o recursivo) pesa sobre el juez y no sobre las partes, pues entonces no puede imputarse a esta última el “abandono” de la instancia, desde que, para que medie perención, además de una instancia abierta y el transcurso del plazo previsto en la norma aplicable, debe ilustrarse inactividad procesal.
Bien, el primer interrogante a develar para esto último es establecer sobre quién gravita la carga de impulso, pues sólo es posible atribuirle la incuria que desemboca en el abandono del proceso a quien tenía el imperativo o el deber de activarlo. Y bien, de la regla del art. 709 del CCyC surge sin hesitación alguna que quien “debe” hacerlo es el juez, que incluso puede no sólo ordenar oficiosamente pruebas, sino (en esta inteligencia) evitar que las propuestas por las partes se frustren, si las considera prima facie pertinentes o conducentes (art. 199, CPCC). La carga (técnicamente hablando) que las partes sí tienen, es la de abrir y, en su caso, replicar la instancia y por cierto proponer las probanzas destinadas a abonar los derechos en disputa. Luego, es el tribunal el que asume la fatiga de impulsar los actos adjetivos necesarios para que la causa sea célere y fundadamente fallada, carga que se extiende a los incidentes y a los recursos.
Un eventual planteamiento de corte constitucional sobre los términos y los alcances de la previsión del art. 709 del CCyC tendría, a nuestro ver, su suerte adversa sellada. Por el contrario, las normas locales que autorizan la caducidad de instancia en los procesos de familias debieran descartarse, léase, o disponer su inaplicabilidad o su inconstitucionalidad a mérito de aquella otra normativa que el legislador, con competencia exclusiva en la materia fondal, ha reglamentado sobre institutos procesales que de acuerdo con criterios que enlistan también en el marco de sus potestades legislativas entiende necesario para el pleno y efectivo goce de los derechos sustanciales que consagra.
En este derrotero, se destaca que para determinados supuestos en los que se debaten los derechos de niños, niñas y adolescentes, reconocidos por el derecho constitucional convencional, es necesario garantizar la efectividad de ellos, de modo que así como acontece con la competencia territorial del magistrado que se entiende o reviste carácter de cuestión delegada factible de regulación en el orden nacional, lo mismo sucede con el principio de oficiosidad, ambos contenidos en la facultad que la Constitución Nacional atribuye al Congreso de la Nación para legislar en el plano de la garantía de igualdad de trato y el pleno goce de los derechos reconocidos (art. 75 inc. 23, CN). Y con acierto se ha sostenido que no se usurpa entonces el poder reservado por las Provincias, pues éstas en sus códigos procesales podrán volcar iguales o similares normas a las procesales introducidas en los códigos y leyes de derecho común y por supuesto ampliarlas, pero nunca contradecirlas. Ellas no estás condicionadas, a diferencia de la Nación, por los necesario y suficiente, por ser “dueñas” de la jurisdicción. En cambio, en lo que toca a la Nación, aquí su poder concurrente no deberá desbordar de los necesariamente complementario y suficiente para la mejor y más acabada consecución en la aplicación de los institutos de fondo, ya que están produciendo “por necesidades puntuales” más arriba mencionadas, normas que se corresponden con un instituto (la jurisdicción) retenido por las provincias (vide, autores citados, CCyCN, p. 586). La referencia puntual es a la competencia, pero de igual trascendencia y eficacia para verificar la validez constitucional de las normas procesales locales que, al admitir la perención de instancia en los procesos de familias, en realidad lejos de ampliar la garantía que dimana del art. 709 en su primer apartado, la contradicen o, dicho en otras palabras, legislan en sentido opuesto al principio de oficiosidad tal como lo proyecta la manda sustantiva citada, pues quiérase o no, el diseño legislativo local (en materia de caducidad) está asentado sobre bases propias del sistema dispositivo, ora en la ley 8465, ora en la ley 10305, desde que le imponen a la parte una carga, precisamente la de impulsar la instancia, que la regla del artículo 709 inequívocamente descarta, salvo, repetimos, para el caso de un pleito de naturaleza exclusivamente económica entre personas capaces. Quien “debe” impulsar el proceso es el juez, no la parte, a quien el primero puede, no obstante, imponerle (a través de su letrado) el deber de colaboración en el plano –por caso– notificatorio o probatorio (incluso bajo el apercibimiento de tener al medio convictivo como no producido, salvo que el tribunal lo apreciare conducente o pertinente), pero en modo alguno endilgarle un “imperativo de actividad” cuyo eventual incumplimiento provoque el truncamiento anticipado de la causa, cuando la ley sustantiva explícitamente sólo coloca esa carga (de impulso) sobre la persona del juez. Es que el deber de colaboración no implica (ni debe confundirse) con el deber de impulso.
En ese derrotero, las normas procesales locales, al participar del principio dispositivo, colisionan con la regla del art. 709 (que es de la esencia del principio de oficiosidad) y, en esa inteligencia, terminan por perjudicar los objetivos superiores sobre los que el CCyC en este caso pretende la máxima y efectiva protección –el bienestar de niñas, niños y adolescentes– dotando así a la garantía constitucional convencional de tutela judicial efectiva de un alcance que ya no dependa de la voluntad de las partes del juicio, sino del propio juzgador, director e impulsor de la causa. De modo que, desde nuestra modesta consideración, y aun cuando calificada doctrina judicial sostiene lo contrario (1), entendemos que los procesos de familias no pueden culminar anticipadamente por perención de instancia, incluso aquellos en que se debate la contribución del progenitor no conviviente tanto para el hijo mayor de edad con derecho a alimentos, como en la hipótesis del mayor que se capacita (hasta los 25 años), pues en ambos supuestos la progenitora conviviente exhibe legitimación activa para impetrar la reclamación (continuar el proceso) y, en verdad, el carácter asistencial y alimentario de la prestación no parece dudoso, lo que impide considerar a la cuestión, en puridad de conceptos, como un asunto estrictamente económico entre personas capaces. Sólo muta la regla probatoria. En la hipótesis del art. 662, CCyC, es el progenitor no conviviente quien debe demostrar que el alimentado posee recursos para abastecerse por sí mismo, y en la del art. 663, CCyC, resulta que quien pretende la asistencia debe demostrar la viabilidad de la pretensión.
Quedan fuera de la regla de oficiosidad, aquellos casos que sólo entre capaces, se debata un asunto estrictamente económico: compensación, división de bienes comunes u otro análogo.
Es posible que a estas reflexiones se las cuestiones desde la supuesta imposibilidad estructural de obrar de oficio en todas las causas. Pues, por de pronto no serían “todas” las causas; luego, el principio de progresividad de los derechos no podría horadarse (o afectarse) desde eventuales dificultades materiales que es imperativo del Estado solucionar sin perjudicar los intereses de los justiciables, menos aun cuando ello implique, además, sortear los efectos plenos de un mandato legal como el que impone el art. 709, CCyC, en el que anidan garantías constitucionales convencionales que deben honrarse en todo acto jurisdiccional♦

*) Abogado.
1) Vide, C1.a Familia, Cba., Auto Nº 66 del 5/6/19.

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