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El impacto de la reforma civil y comercial de la Nación en los denominados principios procesales. El rol activo del juzgador como director del proceso

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SUMARIO: 1. Cuestiones preliminares. 2. Aspectos procesales en el actual código de fondo. 2.1. Los denominados “Principios procesales”. Concepto e importancia. La denominada ‘constitucionalización’ del derecho privado. 2.2. La tutela judicial efectiva y la garantía del debido proceso legal. 2.3. El principio de buena fe procesal y la prohibición del ejercicio abusivo del derecho. 2.4. La carga probatoria dinámica en el nuevo Código de fondo. 2.5. A modo de colofón. 3. Reflexiones sobre el nuevo rol activo que debe asumir el juez en el proceso. 4. Conclusión1. Cuestiones preliminares
Como prolegómeno del presente trabajo cabe decir que, recientemente, en el ámbito jurídico nos encontramos atravesando una época de transición y cambios como consecuencia de las ya vigentes modificaciones introducidas por el legislador argentino en el Código Civil y Comercial de la Nación (ley 26994, B.O. 8/10/2014). Si bien es cierto que las modificaciones fundamentalmente se concretaron en aras de mejorar la realización y aplicación del derecho sustancial o de fondo, no es posible ignorar que este nuevo cuerpo normativo también ha venido a introducir reformas de suma importancia desde el punto de vista procesal, consagrando normativamente directivas que deberán respetarse durante el desenvolvimiento de todo proceso judicial y poniendo en práctica –de este modo– algunos aportes efectuados desde ya hace décadas por la denominada “teoría general del proceso”.
En este sentido, cabe recordar que la idea de juez (tercero imparcial) colocado ab initio en un plano supraordinado respecto de las partes –que debe estar presente desde la fase inicial del proceso que ante él se promueve cumpliendo sus funciones de dirección– es de antigua data, gestada doctrinariamente y paulatinamente admitida por vía jurisprudencial.
En nuestro país, este estereotipo del “juez activo” tuvo su génesis al amparo de un proyecto mucho más ambicioso, cual es la instauración del sistema oral en el ámbito del procedimiento civil. Así, quienes intentaban convencer –y aún hoy lo hacen– de las bondades de instaurar la oralidad, encabezaron sus tesis resaltando –de modo exacerbado– la naturaleza “retardataria” del sistema escriturario y, fundamentalmente, su presunta “incompatibilidad” con la presencia directriz del juez durante las instancias de formación y desarrollo del proceso(1).
Con base en estas ideas, Augusto Mario Morello en su obra publicada hace ya algún tiempo afirmaba que “los jueces lo son, por regla, del expediente más que del proceso que en él se va urdiendo”(2).
Este insigne jurista, a partir de su aguda visión de la realidad instalada en la praxis forense en aquel momento, señaló: “Esa distancia entre lo que se vive y hace… termina en que, ya todo concluido –el expediente– le sea alcanzado al Juzgador para recién entonces saber éste de lo que se trata y, en el refugio de su despacho, elaborar la sentencia. Ni acceso personal, directo y profundo a la verdad para arribar a la certeza moral sobre la trama determinante de la litis; ni posibilidad efectiva de propiciar la conciliación. Él, así, no ha estado presente”(3).
Con claridad y contundencia el Dr. Morello percibía –con fundada desazón– una innegable disociación entre la muchas veces errática actuación de las partes y la pétrea indiferencia del juez: las primeras se erigían en artífices exclusivas –y, si se quiere, excluyentes– del proceso, mientras el segundo –reducido a un mero observador pasivo de aquella apropiación monopólica– aguardaba con inercia el momento en que, ya completado el trámite, llegaba su “turno” de aparecer en escena –recién en un último acto– rematando así la obra con el dictado de “la sentencia” componedora del conflicto de intereses subyacente.
Hoy, a más de dos décadas de lo que Morello describiera en aquellos tiempos como realidad de los tribunales civiles, de una lectura atenta del Código Civil y Comercial de la Nación pareciera advertirse que, al menos desde el punto de vista teórico y normativo, sus críticas en nuestro país han sido escuchadas. Así veremos cómo las normas procesales incluidas en el nuevo Código de fondo proponen una nueva perspectiva de juez como director y protagonista del proceso judicial, con miras a la realización efectiva del derecho sustancial y de la justicia.
Ante el panorama supra descripto, nos hemos propuesto en el presente ensayo dos objetivos:
1. Uno específico y teórico consistente en visualizar –sin tentar el agotamiento del tema– la presencia en el nuevo Código de fondo de numerosas disposiciones con gran influencia en cuestiones vinculadas al proceso judicial, haciendo especial hincapié en el impacto de éstas en los denominados “principios procesales” y su tendencia a dotar al juzgador de poderes deberes tanto de actuación como de decisión a efectos de procurar su presencia permanente durante la tramitación de la instancia judicial.
2. Otro netamente práctico, consistente en reflexionar respecto al perfil de magistrado que el innovador código de fondo propone.
Así expuesta la temática en análisis, nos abocaremos en lo que sigue al desarrollo de los puntos referidos respetando el orden en el que cada uno fue propuesto.

2. Aspectos procesales
en el actual código de fondo

2.1. Los denominados “Principios procesales”. Concepto e importancia. La denominada constitucionalización del derecho privado
Los principios procesales son las líneas directrices orientadoras que rigen el proceso estableciendo una determinada política procesal en un ordenamiento jurídico determinado y en un momento histórico dado(4).
Sus formulaciones son las que más movilidad han mostrado para adaptarse a nuevos requerimientos sociales, por cuanto se dirigen a guiar la actividad tanto del legislador como de los jueces para que sean utilizados a la hora de dictar y aplicar el derecho. Estas directivas u orientaciones generales derivan de modo implícito o explícito de la Constitución Nacional, a consecuencia de lo cual su respeto es obligatorio ya que vienen a hacer efectivas las conocidas garantías constitucionales.
“Toda ley procesal, todo texto particular que regula un trámite del proceso, es en primer término el desenvolvimiento de un principio procesal y ese principio es, en sí mismo, un partido tomado, una elección entre varios análogos que el legislador hace”(5).
De allí es que se ha sostenido con acierto que “de poco o nada servirá al estudioso del derecho aprender de memoria un código procesal cualquiera si no aprehende los principios fundamentales en que dicho cuerpo normativo se inspira, fundamenta y nutre”(6).
En nuestro país, con la reforma de la Carta Magna en el año 1994 y el otorgamiento de jerarquía constitucional a diversos tratados internacionales, se dio lugar al nacimiento de novedosas pautas generadoras de principios que encuentran su origen en el reconocimiento de nuevos derechos, tales como el derecho a un ambiente sano, a la protección del usuario o consumidor, habilitándose en lo procesal en forma directa la vía del amparo en el art. 43, CN.
En este contexto de implementación gradual de nuevas ideas fue sancionado el Código Civil y Comercial del año 2015, que a lo largo de su articulado propone lo que se ha identificado como “constitucionalización del derecho privado y comercialización del derecho civil”. Según esta doctrina –aun en las controversias entre particulares en las cuales se debaten cuestiones de derecho privado disponibles– su solución debe estar siempre asentada en la pirámide constitucional.
Así, si bien cada uno de los derechos regulados en el Código Civil ya está previamente reconocido en nuestra Carta Magna nacional (derecho a la vida, al honor, a la intimidad, a la propiedad, a la vivienda, a no ser dañado por otro), todos ellos influencian el campo del derecho privado ya que éste constituye la reglamentación de aquéllos. Con sustento en estas premisas, el Código Civil actual ha ampliado el espectro de tutelas legislando sobre protección del consumidor, del medio ambiente, el reconocimiento de la biodiversidad, el patrimonio cultural, la tutela de personas en condiciones de vulnerabilidad, del niño y de la mujer, los derechos humanos, la protección de la vivienda y muchos otros aspectos, con el objeto de impregnar el derecho civil de valores contenidos en nuestro bloque constitucional.
Parafraseando al Dr. Manuel Rodríguez Juárez, puede afirmarse que en la actualidad existe una reconstrucción de la coherencia del sistema de derechos humanos con el derecho privado, y que la denominada “constitucionalización del derecho privado” puede advertirse fundamentalmente en tres artículos: el artículo 1, cuando hace referencia a las fuentes y aplicación del derecho; el artículo 2, al regular sobre la interpretación de la ley y el artículo 3 cuando legisla sobre la forma en la que los jueces deben resolver sus causas(7).
No menos importantes son el art. 9, que establece el principio de buena fe en el ejercicio de los derechos civiles y el art. 10, que proscribe el abuso del derecho imponiéndole al juzgador ordenar lo necesario para evitar el abuso en el marco de un proceso judicial.
También se destaca la acentuación del principio de igualdad real –regla ya incorporada en la reforma de 1994– que procura desalentar el conflicto entre particulares y los litigios judiciales proponiendo como medio de resolución alternativo el arbitraje para que las partes puedan acordar la solución de sus problemas. Ya lo decía Morello: justicia de pequeñas causas para asuntos vecinales; el uso del arbitraje para los de trascendencia económica y una Justicia ordinaria residual(8).
Conforme todo lo expuesto, desde nuestro punto de vista el legislador argentino, además de innovar en la recepción de una comunidad de principios fundamentales entre la Constitución Nacional, el derecho público y el derecho privado, procuró impulsar –quizá de un modo un tanto indirecto– la introducción de modificaciones en los ordenamientos adjetivos locales con el objeto de agilizar el trámite judicial e impregnar de valores constitucionales el desenvolvimiento del proceso. Sin duda, nuestros creadores de derecho, haciendo suyos los postulados expuestos otrora por el jurista Morello, han plasmado normativamente nuevos desafíos en el ámbito legislativo y tribunalicio proponiendo un trámite judicial mejorado, respetuoso de las garantías constitucionales que asisten a sus contendientes y dirigido por un juez diferente, director y partícipe de la causa traída a su estudio.
A continuación aludiremos sintéticamente a directivas procedimentales regladas expresamente en nuestro innovador código de fondo (a nuestro entender, las más relevantes en el desarrollo del proceso judicial) dejando en claro que algunos conceptos tradicionales se mantienen mientras que otros se ven ampliados a efectos de adaptar las normas a las circunstancias actuales.

2.2. La tutela judicial efectiva y la garantía del debido proceso legal
Citando a Rosales Cuello recordaremos que “el derecho a la tutela judicial efectiva es un derecho humano fundamental de naturaleza constitucional y supra nacional, que importa el derecho de toda persona a que se le haga justicia; a que cuando pretenda algo de otra esta pretensión sea atendida por un órgano jurisdiccional a través de un proceso con garantías mínimas”(9).
Se trata de un derecho cuyo contenido aparece amplio, comprendiendo en términos generales el derecho de todo ciudadano a acceder a los tribunales, a ser escuchado, a ejercer su defensa y producir pruebas en igualdad de condiciones respecto a la parte contraria; a que el conflicto planteado culmine con una resolución fundada dictada en un plazo razonable por un juzgador imparcial, y a que la decisión emitida sea eficazmente cumplida. En tal orden de ideas, pretendiendo reconocer esta garantía fundamental a todo habitante argentino en su plenitud, nuestra Carta Magna nacional en su art. 18 establece “la inviolabilidad de la defensa en juicio de la persona y de sus derechos”, que hace propio la Convención Americana de Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica) en su art. 8 al reconocer a toda persona el derecho a ser oída, con las debidas garantías y dentro de un plazo razonable por un tribunal competente, independiente e imparcial, establecido con anterioridad por la ley.
En este sentido, la garantía del debido proceso cobra relevancia en tanto es el proceso, justamente, el instrumento utilizado por el Estado para llevar a la práctica su función jurisdiccional. En su tramitación deben resguardarse las garantías constitucionales inherentes a toda persona asegurando la plena vigencia del contradictorio, la bilateralidad, la igualdad entre partes, el derecho a ser oído, el derecho a producir prueba, el derecho a una sentencia motivada, debiendo además tenerse especial consideración al máximo respeto por las garantías de aquellas personas que componen los grupos más vulnerables como niños y adolescentes internados por razones de salud mental y los discapacitados.
La reglamentación de un proceso ágil, ordenado e imbuido del respeto a todas las garantías constitucionales reconocidas es el único modo posible para que la denominada tutela judicial efectiva no se convierta en las prácticas de los tribunales locales en una simple utopía. Partiendo de esta premisa, a nuestro entender los legisladores argentinos, al redactar el ya vigente código de fondo, procuraron determinar una base o estándar mínimo de tutela común a todas las provincias a fin de que se adecuen todas las prácticas judiciales a lo establecido en la norma nacional, sirviendo así como complemento a lo ya regulado en la Carta Magna nacional y en los tratados internacionales con relación a la garantía constitucional que venimos analizando. En otras palabras, en estos casos se mantienen los parámetros tradicionales que permiten conceptualizar el principio de la llamada tutela judicial efectiva y debido proceso legal, pretendiendo el Código de fondo servir de refuerzo a las normas nacionales y supranacionales que la contienen.
Veamos a continuación algunas de las principales directivas que, a los fines de efectivizar esta garantía en todo proceso judicial, el nuevo Código Civil establece:
A. Fundamentación de las resoluciones judiciales: el código sustancial en su art. 3 prevé: “El juez debe resolver los asuntos que sean sometidos a su jurisdicción mediante una decisión razonablemente fundada”. Esta directriz viene a reforzar lo ya instituido por los arts. 17, 18 y 33, CN y el art. 67 de la Constitución de la Provincia de Córdoba, con el objeto de concretar en ley no sólo la obligación de los juzgadores de expedirse respecto a todos los asuntos llegados a su despacho, sino, además, que deben hacerlo siguiendo un razonamiento adecuado, empleando reglas de la lógica y argumentación.
La norma pretende asegurar el control respecto a la administración de justicia, sea por los ciudadanos que acuden a los tribunales en búsqueda de la realización de sus derechos y sus letrados patrocinantes que los ejercen; sea por los órganos jurisdiccionales superiores que controlan la correcta aplicación e interpretación de la ley y de la opinión pública en general. Su objeto es sin duda excluir cualquier tipo de arbitrariedad o voluntarismo judicial procurando evitar que los jueces se pronuncien tomando en consideración únicamente una visión personal sobre el caso que se les presente.
B. Cumplimiento de los mandatos judiciales: como Estado de Derecho, de nada sirve contar con resoluciones judiciales ejemplares y dignas de admirar por su correcta fundamentación o aplicación de la ley si éstas no se cumplen efectivamente en la realidad. Por ello el nuevo Código sustancial, siempre en aras de llevar a la práctica el valor de la tutela judicial efectiva, en su art. 804 párrafo 1º ha dispuesto: “Los jueces pueden imponer en beneficio del titular del derecho, condenaciones conminatorias de carácter pecuniario a quienes no cumplen deberes jurídicos impuestos en una resolución judicial. Las condenas se deben graduar en proporción al caudal económico de quien debe satisfacerlas y pueden ser dejadas sin efecto o reajustadas si aquél desiste de su resistencia y justifica total o parcialmente su proceder. La observancia de los mandatos judiciales impartidos a las autoridades públicas se rige por las normas propias del derecho administrativo”. El dispositivo transcripto regula las denominadas astreintes, que son sanciones económicas consistentes en condenas dinerarias que se establecen con el fin de hacer efectivas las resoluciones judiciales frente a la renuencia injustificada de sus destinatarios. Cabe destacar que no son retroactivas, por lo que existe la posibilidad de que, aun impuestas, el obligado pueda cumplir con el deber jurídico a su cargo. Son discrecionales, progresivas y no subsidiarias. Se trata, entonces, de la imposición al desobediente del pago de sumas de dinero que, en los tiempos que corren –signados por el individualismo y el culto al dinero– puede llegar a torcer las voluntades más indóciles. Asimismo, al constituir obligaciones de dar son ejecutables incluso mediante la ejecución forzada muchas veces más efectiva que el mero temor de no cumplir una orden judicial(10).
De otro costado, en refuerzo y mejoramiento de estas llamadas tradicionalmente “astreintes”, nuestros codificadores introdujeron como mecanismo apto para compeler al cumplimiento de los mandatos judiciales el instituto de las denominadas “astreintes no pecuniarias, medidas conminatorias o conminaciones personales”. Este tipo de medidas, a diferencia de las anteriormente descriptas, procura hacer cesar el acatamiento del rebelde incumplidor mediante la expectativa de sufrir un mal significativo en terrenos distintos de la esfera patrimonial(11).
Al respecto el art. 553 del Código Civil dispone: “Otras medidas para asegurar el cumplimiento. El juez puede imponer al responsable del incumplimiento reiterado de la obligación alimentaria medidas razonables para asegurar la eficacia de la sentencia”, mientras que el artículo 557 manda que “El juez puede imponer al responsable del incumplimiento reiterado del régimen de comunicación establecido por sentencia o convenio homologado medidas razonables para asegurar su eficacia”.
De acuerdo con lo expresado, podemos concluir afirmando que el juez civil cuenta a partir del nuevo Código en vigencia, con herramientas razonables y suficientes para asegurar el cumplimiento de sus órdenes judiciales, lo que –claro está– responde no al autoritarismo de los órganos jurisdiccionales sino a la plena realización de la justicia y los derechos.
C. Tutela diferenciada y sistema de apoyo respecto a los procesos de familia y capacidad: Continuando con la descripción de la normativa plasmada en el nuevo código de fondo a los fines de efectivizar el derecho a la tutela judicial efectiva, en materia de procesos de familia y capacidad de las personas los legisladores, tomando en consideración las características especiales de los derechos involucrados, regularon una protección diferenciada con base en un modelo de justicia de apoyo y acompañamiento.
Así, en lo que a procesos de familia refiere, los artículos 705 y siguientes contienen las disposiciones procesales aplicables a todos ellos, sin perjuicio de lo que la ley disponga en casos específicos (art. 705). Allí se precisó que en esos procesos deben respetarse los principios de tutela judicial efectiva, inmediación, buena fe y lealtad procesal, oficiosidad, oralidad y acceso limitado al expediente (art. 706 inc. a). Se agregó que debe procurarse la facilitación de la resolución pacífica de conflictos. Se destacó la necesaria especialización que deben tener los juzgadores del fuero y la posibilidad de que cuenten con apoyo multidisciplinario, poniendo de resalto que debe tenerse en cuenta siempre el interés superior de los niños, niñas y adolescentes cuando ello sea pertinente.
Con relación al expediente y su tramitación, en el art. 708 se limitó su acceso a las partes, representantes, letrados y auxiliares designados en el proceso garantizándose con ello su reserva incluso ante peticiones de otros tribunales, y se dispuso que el juez tiene el impulso procesal en los procesos de familia, pudiendo ordenar medios de prueba en forma oficiosa salvo que se trate de asuntos exclusivamente patrimoniales (art. 709). En materia probatoria, el art. 710 impuso tres directivas a considerar: libertad, amplitud y flexibilidad, indicando además que la carga de la prueba recae en quien en mejores condiciones esté de acreditar el hecho, que consagra la denominada “carga probatoria dinámica”, reiterada en lo reglado por el art. 1735, Código Civil.
Por último, desde los arts. 716 a 720 se determinaron reglas atributivas de competencia en procesos de familia, destacándose lo normado por el art. 716 inc. 1, según el cual, para los procesos de responsabilidad parental, guarda, cuidado, régimen de comunicación, adopción, alimentos y otros que decidan en forma principal o modifiquen lo resuelto en otra jurisdicción sobre los derechos de niños, niñas y adolescentes, resulta competente el juez del lugar donde la persona tenga su centro de vida. Este criterio general se verifica complementado en lo dispuesto en el art. 707, que materializa el derecho constitucional a que las personas con capacidad restringida, niños, niñas y adolescentes puedan ser oídos en todos los procesos que los afecten debiendo ser tenida en cuenta siempre su opinión según su grado de discernimiento y la cuestión debatida en cada caso.
En suma, todo lo reseñado da cuenta de la conformación de una tutela diferenciada y una justicia de acompañamiento en el campo de las relaciones familiares, verificándose idéntica situación respecto a los procesos de capacidad de las personas en los que el codificador, ante la restricción del ejercicio de la capacidad jurídica, previó el carácter interdisciplinario de la intervención estatal (art. 31 inc. C), el derecho de la persona a recibir información por medios y tecnologías adecuadas para su comprensión y, fundamentalmente, el derecho a participar en el proceso judicial con asistencia letrada, proporcionada por el Estado si carece de medios, siendo considerado parte y pudiendo aportar todas las pruebas que hagan a su derecho (art. 36). Aquí cabe atribuir especial trascendencia a los poderes-deberes establecidos para el juez, quien, de acuerdo con la moderna legislación fondal, se encuentra facultado para ordenar las medidas necesarias para garantizar los derechos personales y patrimoniales de las personas en el proceso (art. 34), garantizar la inmediatez con el interesado durante el pleito y entrevistarlo antes de dictar resoluciones de relevancia, asegurando la accesibilidad y los ajustes razonables del procedimiento de acuerdo con su situación (art. 35).
Por su parte, el art. 37 describe un listado de los asuntos sobre los cuales el juzgador tiene el deber de pronunciarse al emitir sentencia definitiva, entre los que se incluyen el diagnóstico y pronóstico, la época en que la problemática que motiva la restricción de capacidad se manifestó, los recursos personales, familiares y sociales existentes, el régimen para la protección, asistencia y promoción de la mayor autonomía, siendo necesario previo dictamen de un equipo multidisciplinario. Se expresa que el juez debe determinar la extensión y el alcance de la restricción de la capacidad de la persona detallando las funciones y actos que se limitan, procurando que la afectación de la autonomía personal sea la menor posible y designando el sistema de apoyo o curatela que sea pertinente (art. 38).
De esta manera, a modo de colofón, diremos que en aras de asegurar la tutela efectiva de los derechos fundamentales en juego –en particular respecto de aquellas personas en situación de vulnerabilidad– el innovador Código de fondo ha reforzado la garantía constitucional de la llamada tutela judicial efectiva con un sistema de protección y apoyo que, de hacerse realidad en las prácticas de los tribunales, proporcionarán mayor igualdad de trato en los procesos judiciales para este grupo de personas.
Para concluir este acápite señalaremos que aparece evidente que las normas atinentes a la tutela judicial efectiva reseñadas, con la notable intención de colocar al derecho común en sintonía con el denominado bloque de constitucionalidad (Carta Magna Nacional y tratados internacionales de igual jerarquía que aquella) ha introducido pautas mínimas que hacen al debido proceso legal, a la conducta de los magistrados, al adecuado dictado de resoluciones judiciales y al necesario acceso a la justicia de toda persona que, de ser respetadas, llevarán a la concreción de un proceso justo imbuido de garantías y eficaz para el ejercicio correcto de los derechos de todos los habitantes del país.

2.3. El principio de buena fe procesal y la prohibición del ejercicio abusivo del derecho
A los fines de abocarnos al desarrollo del tópico que nos ocupa, cabe precisar de modo liminar que, en términos generales, la llamada buena fe (del latín bona fides) hace referencia a la rectitud, honradez, honestidad en las relaciones sociales y jurídicas pudiendo considerarse como un criterio de conducta al que ha de adaptarse el comportamiento honesto de todo sujeto de derecho(12).
Doctrinariamente se han señalado dos significados de este principio, en el que se distingue la denominada buena fe-lealtad de la llamada buena fe-creencia. En este sentido, de conformidad con lo expresado por Alterini, hay buena fe-creencia (objetiva) cuando versa justificadamente acerca de la titularidad de un derecho. La apariencia implica el estado objetivo del que deriva el estado subjetivo de la creencia que, cuando es generalizada, se convierte en error común. Por otro lado, la llamada “buena fe-probidad” (subjetiva), en cambio, importa el comportamiento leal, el comportamiento honesto en la celebración del cumplimiento del acto y es, desde otro enfoque, presupuesto del reconocimiento de ciertas facultades o derechos subjetivos; es el comportamiento de la gente que actúa correctamente en la convivencia social(13).
Con base en estas ideas y con el objeto de aplicar la moral en el campo de lo jurídico, la directiva en examen ha venido siendo una pauta general que ha tenido aplicación en diversas situaciones para determinar si medió o no una conducta acorde con los fines éticos, sociales y económicos de las facultades jurídicas y de los derechos.
En este marco, el nuevo Código de fondo, a partir de normas dispersas a lo largo de su articulado, expone una coherente interpretación y aplicación de este principio refiriendo a la buena fe en materia de contratos, de obligaciones, de derechos reales y otros aspectos allí establecidos que exceden la temática tratada en este trabajo.
En lo que aquí interesa, circunscribiéndonos al ámbito procesal, es de gran influencia que en su título preliminar se haya determinado en el art. 9: “los derechos deben ser ejercidos de buena fe”, en tanto el art. 10 precisa que “El ejercicio regular de un derecho propio o el cumplimiento de una obligación legal no puede constituir como ilícito ningún acto. La ley no ampara el ejercicio abusivo de los derechos. Se considera tal el que contraría los fines del ordenamiento jurídico o el que excede los límites impuestos por la buena fe, la moral y las buenas costumbres. El juez debe ordenar lo necesario para evitar los efectos del ejercicio abusivo o de la situación jurídica abusiva y, si correspondiere, procurarla reposición al estado de hecho anterior y fijar una indemnización”.
Sin duda alguna mediante estos dispositivos, en el campo del derecho procesal se verifica un gran avance, pues así consagrada la buena fe (en sus acepciones subjetiva y objetiva) y encontrándose proscripto de manera tan tajante el abuso del derecho, ningún código de rito ni tribunal podrá ignorar que en todo proceso judicial a realizarse, durante su tramitación y desarrollo, todos los intervinientes (contendientes, terceros y el mismo juzgador) deberán desenvolverse con probidad, buena fe y lealtad absteniéndose de desplegar conductas maliciosas o abusivas que puedan desnaturalizar las prerrogativas que acuerda la ley de modo que se contraríen o excedan los fines que se tuvieron en mira al reconocerlas.
Así es que el principio de buena fe procesal y el denominado abuso del proceso aparecen como pautas moralizadoras de las actuaciones a desplegarse en todo pleito, pero diferenciándose una de la otra. Se ha postulado que “el principio de moralidad o buena fe apunta a lo genérico; busca proteger la correcta administración de justicia en su conjunto y al efecto establece también penas generales que no significan una desventaja procesal para alguno de los sujetos procesales sino que afectan al penado extraprocesalmente (como ser multas) mientras que, por el contrario, el principio de abuso del proceso, derivado del anterior, apunta a lo específico, tipificando conductas particulares (previstas o no en ley) dentro de un proceso particular que implican un desborde o desviamiento, previéndose para estos casos sanciones de corte procesal (imposición de costas, nulidad, etc.) buscando equilibrar el desajuste ocasionado por el abuso en ese proceso en particular”(14).
En otras palabras, al hablar de buena fe y de la prohibición del ejercicio abusivo de derechos se hace referencia a pautas de conducta que, al margen de guardar una relación género (buena fe) – especie (abuso del proceso), procuran preservar el orden y rectitud en el actuar de los sujetos intervinientes en una contienda en aras de la efectiva concreción de la justicia. De este modo, ambas directivas, al hacerse efectivas en la práctica procesal se verán reflejadas en distintos aspectos: en primer lugar, imponen modos de comportamiento a las partes, quienes deberán respetar la veracidad en sus manifestaciones prestando colaboración para la resolución de la controversia (por ejemplo, proporcionando al juez información patrimonial cuando éste la requiera), debiendo ser claras en la formulación de sus pretensiones. De otro costado, se exige al juzgador también colaboración con su actividad en el transcurso del proceso, pudiendo tomar sin temor decisiones como el rechazo in limine de planteos claramente improcedentes, el impulso de oficio en determinadas circunstancias, la posibilidad de ordenar pruebas de oficio o medidas para mejor proveer (art 325) y de disponer medidas conminatorias, sumado a la facultad de valorar como indicios la conducta procesal de los contendientes (art. 316, CPC). A ello podemos sumarle las facultades disciplinarias previstas en los artículos 18 y 33 de la Ley Orgánica del Poder Judicial y las sanciones por afectar el principio de moralidad establecida en el art. 83, CPCC –sólo a pedido de parte– que pudieran ser impuestas por el juzgador en una aplicación sistémica del artículo 10 del Código Civil y Comercial de la Nación.
Con lo expuesto queda en evidencia que la inclusión de la buena fe y el abuso del derecho producen acabada influencia en el sistema procesal vigente, pues con las normas citadas se ha pretendido superar el esquema tradicional asentado en la prevención del abuso instrumental configurado por la conducta temeraria y su sanción, abriendo paso incluso a la responsabilidad por daños derivada como consecuencia del ejercicio abusivo de las prerrogativas procesales o de situaciones jurídicas abusivas, todo lo que traerá nuevos desafíos para las prácticas tribunalicias y fundamentalmente para los redactores de la legislación procesal, que a partir de estos lineamientos deberán implementar cambios en las leyes vigentes para adaptarlas a la ley sustancial.

2.4. La carga probatoria dinámica en el nuevo Código de fondo
Como apartado respecto al tratamiento de la influencia de las normas sustanciales en algunos de los denominados principios procesales, hemos estimado pertinente analizar por su relevancia en el desenvolvimiento del proceso judicial y fundamentalmente por su incidencia en la toma de decisiones ante cada caso sometido a juzgamiento de los tribunales, los cambios establecidos en el nuevo Código de fondo en relación con el principio general del derecho según el cual quien alega un hecho necesariamente debe probarlo.
Se trata de la introducción de las conocidas como “cargas probatorias dinámicas”, que imponen

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